«El Sacerdote y el Niño»
“Yo te mostraré el camino del Cielo”. El Santo Cura de Ars a un niño
“Yo te mostraré el camino del Cielo”. El Santo Cura de Ars a un niño
Alec Guiness, «Blessings in Disguise» (English):
Night shooting had been arranged to take place in a little hill-top village a few miles from Macon. Scaffolding, the rigging of lights and the general air of bustle caused some excitement among the villagers and children gathered from all around. A room had been put at my disposal in the little station hotel three kilometres away. By the time dusk fell I was bored and, dressed in my priestly black climbed the gritty winding road to the village. In the square children were squealing, having mock battles with sticks for swords dustbin lids for shields; and in a café Peter Finch, Bernard Lee and Robert Hamer were sampling their first Pernod of the evening. I joined them for a modest Kir, then discovering I wouldn’t be needed for at least four hours turned back towards the station. By now it was dark. I hadn’t gone far when I heard scampering footsteps and a piping voice calling, «Mon Pere!». My hand was seized by a boy seven or eight, who clutched it tightly, swung it and kept a non-stop prattle. He was full of excitement, hops, skips and jumps but never let go of me. I didn’t dare speak in case my excruciating French should scare him. Although I was a total stranger he obviously took me for a priest and so to be trusted. Suddenly with a «Bonsoir mon Pere!» and a hurried sideways sort of bow, he disappeared through a hole in a hedge. He had had a happy, reassuring walk home, and I was left with an odd calm sense of elation. Continuing my walk I reflected that a Church which could inspire such confidence in a child, making its priests, even when unknown, so easily approachable could not be as scheming and creepy as so often made out. I began to shake off my long-taught, long-absorbed prejudices.
Español (traducción de Embajador en el Infierno):
Mi amistad con Cyril Tomkinson había dulcificado mi anti-clericalismo pero no mi anti-Romanismo [anti-Catolicismo]. Fue entonces cuando rodamos la película sobre el Padre Brown, dirigida por mi buen amigo Robert Hamer (responsable de la película «Ocho Sentencias de Muerte») y en los exteriores de Borgoña tuve una pequeña experiencia de cuyo recuerdo siempre he disfrutado. Incluido que, habiéndolo trabajado poco y tomando por descontadas las instrucciones del guión, no parecía importar el hecho de estar incorrectamente vestido como para parecer un cura católico.
Habíamos sido citados para una sesión nocturna de grabación en un pueblecito situado encima de un cerro a algunos kilómetros de Macon. Los trabajos de andamiaje e iluminación, y el ambiente de bullicio general causaron bastante alboroto entre los habitantes del pueblo, reuniéndose niños de todos los alrededores. Tenía a mi disposición una habitación en un hotelito de paso que se hallaba a tres kilómetros de distancia.
Hacia el anochecer me encontraba aburrido y por tanto, vestido con mi negra sotana, subí por el serpenteante y polvoriento camino hacia el pueblecito. En la plaza los niños chillaban en medio de infantiles batallas con palos por espadas y tapas de cubo de basura por escudos. En un café Peter Finch, Bernard Lee y Robert Hamer disfrutaban del primer Pernod de la velada. Me uní a ellos con un modesto Kir [cocktail a base de cassis y vino blanco]. Entendiendo que no se me necesitaría hasta pasadas por lo menos cuatro horas me volví a mi hotel. Para entonces ya era de noche. No había caminado mucho cuando escuché unos pasos apresurados y una voz aguda que me llamada «Mon Pere!» [¡Padre! o ¡Señor Cura!]. Un chico de siete u ocho años me tomó de la mano y la apretó fuertemente, balanceándola mientras mantenía un parloteo incesante. Estaba totalmente alborotado, saltando y brincando, pero nunca dejaba de agarrar mi mano. No me atreví a hablar por miedo a que mi horroroso francés le pudiera asustar. Aunque era un absoluto desconocido el chico obviamente me tomó por un cura y consecuentemente por alguien de quien se debía fiar. De repente con un «Bonsoir mon Pere!» [«Buenas noches Padre» o «Buenas noches señor Cura»] y una deslavazada reverencia, despareció por un agujero de un seto. El chico había disfrutado de un alegre y tranquilizador paseo a casa, y a mi me dejó con un extraño y sosegado sentimiento de euforia. Mientras seguía caminando se me antojaba que una Iglesia que podía inspirar tal confianza en un niño, haciendo de sus sacerdotes, incluso cuando eran unos desconocidos, tan sencillamente accesibles no podía ser una institución tan intrigante y aterradora como solía ser descrita. Empecé a sacudirme de encima mi tan largamente aprendidos y absorbidos prejuicios.
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