Moral y derecho
(I Parte)
El deber de cristianizar la sociedad
La ley natural, base de todo derecho
La realidad creada no es independiente de Dios
Sin Dios no hay moral ni derecho
Cristianizar la sociedad
Una fe consecuente
(II Parte)
El deber de cristianizar la sociedad
El mito del «santo ateo»
La deificación del Estado
¿Coartar o facilitar la libertad?
¿Legalizar lo clandestino?
Defender la fe: una obligación de todo cristiano
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Moral y derecho
(I Parte)
El deber de cristianizar la sociedad
¿Puede un cristiano imponer a los demás sus opiniones acerca de la ley natural? ¿Puede exigir, por ejemplo, que se prohíba el divorcio a quienes no creen que el matrimonio sea indisoluble? Estas preguntas –en forma de sofisma–, aplicadas también al aborto, la eutanasia, las drogas o la homosexualidad, han llegado con frecuencia a confundir a muchos católicos. Así, se comprueba actualmente que en países –incluso de larga tradición cristiana– se han admitido como legítimas, leyes contrarias al bien común y al derecho natural.
La ley natural, base de todo derecho
Ante tales circunstancias, la Congregación para la Doctrina de la Fe ha recordado que «la función de la ley no es la de registrar lo que se hace, sino la de ayudar a hacerlo mejor. En todo caso, es misión del Estado preservar los derechos de cada uno, proteger a los más débiles. Será necesario para esto enderezar muchos entuertos. La ley no está obligada a sancionar todo, pero no puede ir contra otra ley más profunda y más augusta que toda ley humana, la ley natural inscrita en el hombre por el Creador como una norma que la razón descifra y se esfuerza por formular, que es menester tratar de comprender mejor, pero que siempre es malo contradecir. La ley humana puede renunciar al castigo, pero no puede declarar honesto lo que sea contrario al derecho natural, pues una tal oposición basta para que una ley no sea ya ley» (Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración sobre el aborto provocado [18-XI-1974], n. 21). Por otra parte, ya León XIII en 1890 afirmaba que cuando la ley humana contraría la ley divina –y la ley natural lo es– «la resistencia es un deber; la obediencia, un pecado» (León XIII, Sapientiae Christianae [inglés], 10-I-1890).
Como es sabido, el Estado regula –en su función legislativa– el ejercicio de los derechos y deberes de los ciudadanos. Con frecuencia, algunas de sus leyes se dirigen hacia lo que es bueno o malo por naturaleza, añadiéndose entonces al precepto de practicar el bien y evitar el mal la sanción correspondiente. Esos casos son muy numerosos, y tienen una importancia primaria en el ordenamiento jurídico de los pueblos, como la legislación sobre el matrimonio, la vida, la propiedad o la enseñanza: «las legislaciones constituyen, en amplia medida, el “ethos” de un pueblo» (Pontificio Consejo para la Familia, Familia, matrimonio y “uniones de hecho” [21-XI-2000], n. 47).
Pero «el origen de estas leyes no es en modo alguno el Estado; porque así como la sociedad no es origen de la naturaleza humana, de la misma manera la sociedad no es fuente tampoco de la concordancia del bien y de la discordancia del mal con la naturaleza. Todo lo contrario. Estas leyes son anteriores a la misma sociedad, y su origen hay que buscarlo en la ley natural y, por tanto, en la ley eterna» (León XIII, Libertas Praestantissimum [20-VI-1888], n. 7).
Por tanto, para que esas leyes humanas sean legítimas, no basta que sean emanadas por la autoridad constituida y tengan unos determinados requisitos formales: es necesario que sean justas, y el criterio de justicia no puede provenir más que de una autoridad superior. La autoridad humana, en efecto, «no puede considerarse exenta de sometimiento a otra superior. Más aún, la autoridad consiste en la facultad de mandar según la recta razón. Por ello, se sigue evidentemente que su fuerza obligatoria procede del orden moral, que tiene a Dios como primer principio y último fin» (Juan XXIII, Pacem in terris [11-IV-1963], n. 47). «En una palabra, la ley natural es la sólida base común de todo derecho y de todo deber» (Pío XII, Discurso [italiano], 13-X-1955).
«Conviene recordar que todo ordenamiento jurídico, tanto a nivel interno como a nivel internacional, encuentra su legitimidad, en último término, en su arraigo en la ley natural, en el mensaje ético inscrito en el mismo ser humano. La ley natural es, en definitiva, el único baluarte válido contra la arbitrariedad del poder o los engaños de la manipulación ideológica» (Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el Congreso Internacional sobre la Ley Moral Natural organizado por la Pontificia Universidad Lateranense, 12-II-2007).
La realidad creada no es independiente de Dios
Ciertamente, existe un ámbito de autonomía de lo temporal, también en relación con materias jurídicas. Sin embargo, ante el difundido «positivismo jurídico, que atribuye una engañosa majestad a la promulgación de leyes puramente humanas y abre el camino hacia una funesta separación entre la ley y la moralidad» (Pío XII, Radiomensaje de Navidad [24-XII-1942], n. 17), es necesario saber y enseñar claramente que esa autonomía no significa en absoluto «que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador» (Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes [7-XII-1965], n. 36). Concretamente, «la legislación humana sólo posee carácter de ley cuando se conforma a la justa razón; lo cual significa que su obligatoriedad procede de la ley eterna. En la medida en que ella se apartase de la razón, sería preciso declararla injusta, pues no verificaría la noción de ley; sería más bien una forma de violencia» (Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, 1-2, q. 93, a. 3 ad 2).
«La ley natural es la misma ley eterna, que, grabada en los seres racionales, inclina a éstos a las obras y al fin que les son propios; ley eterna que es, a su vez, la razón eterna de Dios, Creador y Gobernador de todo el universo» (León XIII, Libertas Praestantissimum [20-VI-1888], n. 6). Esta ley natural, que es «norma universal de rectitud moral» (Pío XII, Summi Pontificatus [20-X-1939], n. 20), válida por tanto siempre y en todas partes, está impresa «por el dedo mismo del Creador en las tablas del corazón humano (cf. Rom. II, 14-15), y que la sana razón humana no obscurecida por pecados y pasiones es capaz de descubrir» (Pío XI, Mit Brennender Sorge [14-III-1937], n. 35). Y, por esto, no pueden ignorarse o incumplirse sin culpa moral sus preceptos fundamentales: así lo ha querido revelar Dios por San Pablo: «cuando los gentiles, que no tienen ley escrita, hacen por razón natural lo que manda la ley... hacen ver que lo que la ley ordena está escrito en sus corazones, como lo atestigua su propia conciencia y las diferentes reflexiones que en su interior los acusan o los defienden, lo cual se descubrirá en el día en que Dios juzgará los secretos de los hombres» (Rom. II, 14-16). Con otras palabras, la ley natural enseña a todo hombre «lo que es bueno y lo que es malo, lo lícito y lo ilícito, y les hace sentir que darán cuenta alguna vez de sus propias acciones buenas y malas ante un Juez supremo» (Pío XII, Summi Pontificatus [20-X-1939], n. 21).
La ley natural proviene de Dios, ya que «su vigor no le viene de la ley escrita sino de la naturaleza» (Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, 2-2, q. 60, a. 5 c), y ésta ha sido creada por Dios. Por tanto su vigencia no depende de que esté o no recogida en los ordenamientos jurídicos humanos. Es más «a la luz de las normas de este derecho natural puede ser valorado todo derecho positivo, cualquiera que sea el legislador, en su contenido ético y, consiguientemente, en la legitimidad del mandato y en la obligación que implica de cumplirlo» (Pío XI, Mit Brennender Sorge [14-III-1937], n. 35).
En consecuencia, «las leyes humanas, que están en oposición insoluble con el derecho natural, adolecen de un vicio original, que no puede subsanarse ni con las opresiones ni con el aparato de la fuerza externa» (Pío XI, Mit Brennender Sorge [14-III-1937], n. 35), ni tampoco con el voto de la mayoría del pueblo que, a veces, no es más que «la fuerza elemental de la masa, hábilmente manejada y usada» (Pío XII, Radiomensaje “Benignitas et humanitas” en la víspera de Navidad [24-XII-1944], n. I).
«En la encíclica Caritas in veritate observé que “la crisis actual nos obliga a revisar nuestro camino, a darnos nuevas reglas y a encontrar nuevas formas de compromiso” (n. 21). Ciertamente, volver a planificar el camino supone también buscar criterios generales y objetivos según los cuales juzgar las estructuras, las instituciones y las decisiones concretas que orientan y dirigen la vida económica. La Iglesia, basándose en su fe en Dios Creador, afirma la existencia de una ley natural universal que es la fuente última de estos criterios (cf. ib., 59). Sin embargo, también está convencida de que los principios de este orden ético, inscrito en la creación misma, son accesibles a la razón humana y, como tal, deben ser adoptados como base para las decisiones prácticas. Como parte de la gran herencia de la sabiduría humana, la ley moral natural, que la Iglesia ha asumido, purificado y desarrollado a la luz de la Revelación cristiana, es un faro que orienta los esfuerzos de individuos y comunidades a buscar el bien y evitar el mal, a la vez que dirige su compromiso de construir una sociedad auténticamente justa y humana» (Benedicto XVI, Discurso a los participantes en la XVI Sesión plenaria de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales, 30-IV-2010).
«La promoción de la verdad moral en la vida pública requiere un esfuerzo constante para fundamentar la ley positiva sobre los principios éticos de la ley natural. Esta exigencia, en el pasado, fue considerada como algo evidente, sin embargo, la corriente positivista en las teorías legales contemporáneas está pidiendo la recuperación de este axioma fundamental. Individuos, comunidades y estados, sin la guía de verdades morales objetivas, se volverían egoístas y sin escrúpulos, y el mundo sería un lugar más peligroso para vivir» (Benedicto XVI, Encuentro con las autoridades civiles y con el Cuerpo Diplomático en el jardín del Palacio Presidencial de Nicosia, 5-VI-2010).
Sin Dios no hay moral ni derecho
Que el fundamento y origen de la ley natural, y de su universal y perenne vigencia, sea Dios no significa que el ateo no pueda o no esté obligado a reconocer y vivir los preceptos de la ley natural: precisamente, el reconocimiento y correspondiente culto a Dios es el primer deber de la ley natural: deber naturalmente posible de cumplir por todos y que ha sido facilitado por la revelación sobrenatural de Dios mismo. Por tanto, «desdeñar este culto [a Dios, exigido por la ley natural] o pervertirlo en la idolatría es gravemente culpable, para todos y en todos los tiempos» (Pío XII, “Soyez les bienvenues”, discurso al Congreso de la Federación Mundial de las Juventudes Femeninas Católicas [18-IV-1952], n. 5).
En el cumplimiento de este primer deber natural –reconocer a Dios, como Señor y Supremo Juez al que, por la inmortalidad del alma, hemos de dar cuenta de todas nuestras acciones, mereciendo por ellas un premio o castigo eterno–, se fundamenta el reconocimiento de toda la ley natural y, en consecuencia, de la moral objetiva. De ahí que «quitado este cimiento [la fe en Dios, el temor de Dios], se derrumba toda la ley moral y no hay remedio que pueda impedir la gradual pero inevitable ruina de los pueblos, de la familia, del Estado y de la misma civilización humana» (Pío XI, Divini Redemptoris [19-III-1937], n. 80).
En resumen: sin Dios, no hay moral; sin moral, no hay derecho, sino arbitrio, violencia, libertinaje: «Cuando se arranca del corazón de los hombres la idea misma de Dios, los hombres se ven impulsados necesariamente a la moral feroz de una salvaje barbarie» (Pío XI, Divini Redemptoris [19-III-1937], n. 21).
Cristianizar la sociedad
«Aconfesionalismo. Neutralidad. –Viejos mitos que intentan siempre remozarse. ¿Te has molestado en meditar lo absurdo que es dejar de ser católico, al entrar en la Universidad o en la Asociación profesional o en la Asamblea sabia o en el Parlamento, como quien deja el sombrero en la puerta?» (San Josemaría Escrivá, Camino, n. 353). Todos los cristianos están obligados no sólo a procurar su santidad personal y la de los demás, sino también a procurar, con los medios a su alcance, que la sociedad misma sea cristiana: pues «no solamente están obligados a cristianizar el mundo, sino que además su vocación se extiende a ser testigos de Cristo en todo momento en medio de la sociedad humana» (Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes [7-XII-1965], n. 43).
La fe cristiana y la santidad que trae la Iglesia, no es una cuestión simplemente privada: por lo mismo que se refiere al bien de cada alma, se refiere al bien de la sociedad y de sus instituciones, que tienen por principal finalidad facilitar que los hombres alcancen su verdadero fin último, que no es otro que la gloria eterna, sin que –para quien tiene uso de razón– haya otra alternativa más que la condenación eterna: «La misión que se nos ha confiado, como maestros de la fe, consiste en recordar, como escribía el mismo Apóstol de los gentiles, que nuestro Salvador “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tm. II, 4-6). Esta, y no otra, es la finalidad de la Iglesia: la salvación de las almas, una a una» (Benedicto XVI, Encuentro y celebración de las Vísperas con los obispos de Brasil en la Catedral da Sé, en São Paulo, 11-V-2007).
«No debemos olvidar que queda un campo inmenso abierto a los hombres; en el que pueden éstos extender su industria y ejercitar libremente su ingenio; todo ese conjunto de materias que no tienen conexión necesaria con la fe y con la moral cristianas, o que la Iglesia, sin hacer uso de su autoridad, deja enteramente libre al juicio de los sabios» (León XIII, Libertas Praestantissimum [20-VI-1888], n. 20).
Que esas cosas no tengan una determinada conexión necesaria con la fe y la moral cristianas, no significa que no tengan ninguna conexión: porque el cristiano debe hacer de todas las realidades temporales medio de santidad personal y de apostolado.
La fe católica da al cristiano una completa seguridad de poseer la verdad –y no una simple opinión reforzada por razonamientos–, no sólo por lo que se refiere a lo estrictamente sobrenatural, sino también respecto a las principales verdades de orden natural, que afectan directamente a la organización de la sociedad humana (existencia de Dios; inmortalidad del alma; inmutabilidad, universalidad y cognoscibilidad de la ley natural; etc.). El católico recibe de Dios esa seguridad, a través de la Iglesia que es la única intérprete auténtica e infalible, también del contenido de la ley moral natural: «Jesucristo, al comunicar a Pedro y a los Apóstoles su autoridad divina y al enviarlos a enseñar a todas las gentes sus mandamientos, los constituía en custodios y en intérpretes auténticos de toda ley moral, es decir, no sólo de la ley evangélica, sino también de la natural, expresión de la voluntad de Dios, cuyo cumplimiento fiel es igualmente necesario para salvarse» (Pablo VI, Humanae Vitae [25-VII-1968], n. 4).
Y como la ley natural afecta a puntos capitales de la vida pública de la sociedad, «tampoco es lícito al católico cumplir sus deberes de una manera en la esfera privada y de otra forma en la esfera pública, acatando la autoridad de la Iglesia en la vida particular y rechazándola en la vida pública» (León XIII, Immortale Dei [1-XI-1885], n. 23).
Una fe consecuente
El cristiano, por respeto a la Verdad de Dios, y también por honradez hacia los demás, no puede presentar la verdad, que la fe garantiza, como si fuese una opinión que haya de ser confrontada con las opiniones contrarias en una votación o en una discusión: la verdad es la verdad, y no se decide por mayoría. Quizá, en ocasiones, los cristianos no serán escuchados, pero Dios exige esa coherencia y esa fortaleza en la fe a los suyos, que han de ser siempre testimonios de la verdad.
En primer lugar, los cristianos tienen obligación grave de procurar que la sociedad, y el Estado, reconozcan la Suprema autoridad de Dios, pues «es necesario que el Estado, por el mero hecho de ser sociedad, reconozca a Dios como Padre y autor y reverencie y adore su poder y su dominio» (León XIII, Libertas Praestantissimum [20-VI-1888], n. 16). Y así podrán defender la ley natural, de modo que los demás –reconociendo a Dios, y la inmortalidad de sus almas– comprendan sus exigencias intangibles. Es necesario hablar de Dios y de la inmortalidad y destino eterno del alma, aunque haya quienes no lo quieran reconocer. Y, ante la oposición del ambiente a someter a Dios todo lo humano, los cristianos no pueden pensar que entonces ya no deben seguir en su empeño por cristianizar la sociedad y sus instituciones: «Sólo la religión divinamente revelada ha reconocido claramente en Dios, Creador y Redentor, el origen y el destino del hombre. La Iglesia invita a las autoridades civiles a juzgar y decidir a la luz de la Verdad sobre Dios y sobre el hombre» (Catecismo de la Iglesia Católica [15-VIII-1997], n. 2244). Al menos, deberán evitar por todos los medios lícitos que el Estado emane falsas leyes que, en lugar de facilitar el camino de los hombres hacia el bien y hacia Dios, faciliten el mal y la condenación de las almas.
El mismo Dios advierte por Ezequiel: «Cuando el centinela ve llegar la espada y no suena la trompeta y el pueblo no es prevenido, si la espada alcanza alguna persona, ha sido por culpa del centinela, y de sus manos exigiré la sangre... Si yo dijese al impío: Morirás sin remedio, y tú no hablases al impío, amonestándole que se aparte de su perverso camino, él, como impío, morirá por su culpa, mas he de reclamar su sangre de tu mano. Pero si tú previnieses al impío acerca de su camino, él morirá por su culpa, pero tú has salvado tu alma» (Ezeq. XXXIII, 6-9).
«Vosotros sois la sal del mundo, y si la sal se desvirtúa, ¿con qué se le devolverá el sabor?» (Mt. V, 13). Si los cristianos dejan de ser sal, el mundo se pudre: «Hay quien pregunta, con razón, cómo puede haberse producido este hecho –el debilitamiento de la inspiración cristiana en las instituciones públicas– [...]. La causa de este fenómeno creemos que radica en la incoherencia entre su fe y su conducta. Es, por consiguiente, necesario que se restablezca en ellos la unidad del pensamiento y de la voluntad, de tal forma que su acción quede animada al mismo tiempo por la luz de la fe y el impulso de la caridad». (Juan XXIII, Pacem in terris [11-IV-1963], n. 152)
La corrupción social «institucionalizada» –divorcio, aborto, laicismo en sus diversas formas– es una triste realidad en muchos países, incluso de larga tradición cristiana. No es cuestión de opinión o de conveniencia política; es simplemente eso: corrupción del Estado, que facilita la mayor corrupción de los individuos, que son quienes se salvan o se condenan. «Cuando la necesidad apremia, la defensa de la fe no es obligación exclusiva de los que mandan, sino que, como dice Santo Tomás, “todos y cada uno están obligados a manifestar públicamente su fe, ya para instruir y confirmar a los demás fieles, ya para reprimir la audacia de los infieles” [Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, 2-2, q. 3, a. 2 ad 2]. Retirarse ante el enemigo o callar cuando por todas partes se levanta un incesante clamoreo para oprimir la verdad, es actitud propia o de hombres cobardes o de hombres inseguros de la verdad que profesan. En ambos casos, esta conducta en sí misma es vergonzosa y, además, injuriosa a Dios. La cobardía y la duda son contrarias a la salvación del individuo y a la seguridad del bien común, y provechosa únicamente para los enemigos del cristianismo, porque la cobardía de los buenos fomenta la audacia de los malos» (León XIII, Sapientiae Christianae [inglés], 10-I-1890).
Porque no se trata de que quien niega la ley natural –y a Dios que es su causa y fundamento– esté en un simple error teórico, sino que además se trata de una grave culpa moral, y hay que decírselo, sin violencia pero con claridad.
(II Parte)
El deber de cristianizar la sociedad
En el año 1961, Juan XXIII afirmaba que «la insensatez más caracterizada de nuestra época consiste en el intento de establecer un orden temporal sólido y provechoso sin apoyarlo en su fundamento indispensable o, lo que es lo mismo, prescindiendo de Dios» (Juan XXIII, Mater et Magistra [15-V-1961], n. 217). Años antes, había afirmado Pío XI: «Es una nefasta característica del tiempo presente querer desgajar no solamente la doctrina moral, sino los mismos fundamentos del derecho y de su aplicación, de la verdadera fe en Dios y de las normas de la relación divina. Fíjase aquí nuestro pensamiento en lo que se suele llamar derecho natural, impreso por el dedo mismo del Creador en las tablas del corazón humano (cf. Rom. II, 14-15), y que la sana razón humana no obscurecida por pecados y pasiones es capaz de descubrir» (Pío XI, Mit Brennender Sorge [14-III-1937], n. 35).
El mito del «santo ateo»
Las raíces de esa pretensión vienen de lejos, y tuvieron un desarrollo importante cuando se dio carta de ciudadanía, en las facultades de derecho, por ejemplo, al iusnaturalismo de Grocio, –con aquel etsi Deus non daretur– según el cual «no dejaría de tener lugar en manera alguna un derecho natural aunque se admitiese que no hay Dios o que no se cuida de los asuntos de los hombres» (Grotius, De iure belli ac pacis). Olvidado Dios, tarde o temprano se niega la existencia de una ley o derecho natural, ya que «si el juicio sobre la verdad y el bien queda exclusivamente en manos de la razón humana abandonada a sí sola, desaparece toda diferencia objetiva entre el bien y el mal; el vicio y la virtud no se distinguen ya en el orden de la realidad, sino solamente en el juicio subjetivo de cada individuo; será lícito cuanto agrade, y establecida una moral impotente para refrenar y calmar las pasiones desordenadas del alma, quedará espontáneamente abierta la puerta a toda clase de corrupciones» (León XIII, Libertas Praestantissimum [20-VI-1888], n. 12).
En el fondo de los que pretenden afirmar un derecho natural sin Dios, está la voluntad de sacudirse el yugo divino: el resultado son aquellos planes vanos que provocan la irrisión y la ira de Dios; la tremenda degradación señalada en la Sagrada Escritura: «Como no quisieron reconocer a Dios, Dios los entregó a su réprobo sentir, de suerte que han hecho acciones indignas del hombre, quedando atestados de toda clase de iniquidad, de malicia, de fornicación, de avaricia, de perversidad; envidiosos, homicidas, pendencieros, fraudulentos, malignos, chismosos, infamadores, enemigos de Dios, ultrajadores, soberbios, altaneros, inventores de vicios, desobedientes a sus padres, irracionales, desgarrados, desamorados, desleales, sin misericordia» (Rom. I, 28-31).
No existe una auténtica «moral cívica, independiente y libre» en el sentido laicista. El cristiano que busca seriamente la santidad no puede aceptar el mito del santo ateo, pues tiene experiencia vivísima de que él mismo, a pesar de la gracia de los sacramentos, de la oración y la penitencia, tiene abundantes miserias, y siente a veces con violencia las malas pasiones que intentan tirarle hacia abajo. El mito del santo ateo es eso: una fábula absurda.
La deificación del Estado
El siguiente paso es el positivismo jurídico. «Hoy día [...] con el pretexto de sustraerse a la autoridad dogmática y moral de la Iglesia, se proclama otra autoridad tan absoluta como ilegítima, la supremacía del Estado, arbitro de la religión, oráculo supremo de la doctrina y del derecho» (San Pío X, Alocución, 13-XI-1909).
Prescindiendo de la autoridad de Dios, y de la ley natural, y pretendiendo aún dar a la sociedad un fundamento estable para la legislación, no quedaba más que la autoridad del Estado, incapaz de constituir por sí solo un verdadero derecho, aunque dé ese nombre al ordenamiento jurídico positivo que de él emane. Efectivamente, «el simple hecho de ser declarada por el poder legislativo una norma obligatoria en el Estado, tomado aisladamente y en sí mismo, no basta para crear un verdadero derecho. El criterio del simple hecho vale solamente para aquel que es el Autor y Regla soberana de todo derecho, Dios. Aplicarlo al legislador humano indistinta y definitivamente, como si su ley fuera la norma suprema del derecho, es el error del positivismo jurídico en el sentido propio y técnico de la palabra, error que está en la base del absolutismo de Estado y que equivale a una deificación del Estado mismo» (Pío XII, Discurso al Tribunal de la Rota romana [italiano], 13-XI-1949).
Este positivismo jurídico supone una radical inversión o perversión de la noción misma de derecho: afirmar que es la ley humana la que decide y establece el bien y el mal, lo lícito y lo ilícito en todos los órdenes. Hablar de licitud e ilicitud es hablar de moral, pero una moral apoyada exclusivamente en una autoridad humana, tarde o temprano, se manifiesta a los hombres en toda su inconsistencia; la «moral» será entonces considerada como simple costumbre o conveniencia, y el «derecho» como «simple aparato decorativo del poder» (Marx-Engels, La ideología alemana).
«El siglo XIX es el gran responsable del positivismo jurídico. Si sus consecuencias han tardado en hacerse sentir en toda su gravedad en la legislación, se debe al hecho de que la cultura estaba todavía impregnada del pasado cristiano» (Pío XII, Discurso al Tribunal de la Rota romana [italiano], 13-XI-1949). Actualmente, esas consecuencias se van radicalizando y manifestando en toda su desastrosa gravedad: «Rotos los vínculos que ligan al hombre con Dios, absoluto y universal legislador y juez, no se tiene más que una apariencia de moral puramente civil, o como dicen, independiente, la cual, prescindiendo de la razón eterna y de los divinos mandamientos, lleva inevitablemente, por su propia inclinación, a la última y fatal consecuencia de constituir al hombre ley para sí mismo. El cual, incapaz de levantarse sobre las alas de la esperanza cristiana a los bienes superiores, no buscará más que un pasto terreno en la suma de los goces y de las comodidades de la vida, agudizando la sed de placeres, la codicia de las riquezas, la avidez de las ganancias rápidas e inmoderadas sin respeto alguno a la justicia, inflamando las ambiciones y el frenesí por satisfacerlas incluso ilegítimamente, y engendrando, por último, el desprecio de las leyes y de la autoridad pública y una general licencia de costumbres, que trae consigo una verdadera decadencia de la civilización» (León XIII, Enc. Annum Ingressi, 19-III-1902).
No podía ser de otro modo, porque «donde se rechaza la dependencia del derecho humano respecto del derecho divino, donde no se apela más que a una apariencia incierta y ficticia de autoridad terrena y se reivindica una autonomía jurídica regida únicamente por razones utilitarias, no por una recta moral, allí el mismo derecho humano pierde necesariamente, en el agitado quehacer de la vida diaria, su fuerza interior sobre los espíritus; fuerza sin la cual el derecho no puede exigir de los ciudadanos el reconocimiento debido ni los sacrificios necesarios» (Pío XII, Summi Pontificatus [20-X-1939], n. 42). Efectivamente, ¿qué autoridad puede reclamar para sí un Estado que, declarando «legal» el aborto, por ejemplo, declare ilegal la eutanasia o el robo? Todo se reduce a la ley del más fuerte y del más astuto, y el derecho –en realidad no es verdadero derecho– acaba por reducirse efectivamente a «un simple aparato decorativo del poder», de la fuerza bruta, aunque esté disfrazado de todo tipo de ropajes legales.
¿Coartar o facilitar la libertad?
Un generalizado ambiente imbuido de positivismo jurídico está dando al sano principio de «respetar la libertad de los demás», o de «no imponer a todos las propias opiniones», el carácter de sofisma que, desgraciadamente, engaña a algunos católicos, que llegan a pensar que «los cristianos no deben imponer a los demás sus opiniones acerca de la ley natural». Es el argumento tristemente famoso: «si su conciencia se lo impide, usted no se divorciará, pero no tiene derecho a exigir que la ley prohíba el divorcio a quien no cree que el matrimonio deba considerarse indisoluble». Y el mismo razonamiento se aplica al aborto, a la eutanasia, a la homosexualidad o a las drogas.
El cristiano no puede caer en semejante engaño: sería aceptar la vieja pretensión de relegar la fe y la religión al ámbito exclusivamente privado de la conciencia. Impedir, si resulta posible, y en cualquier caso luchar con todos los medios nobles por impedir, que la ley humana contraríe a la ley natural, no es coartar la libertad de los demás (aunque sean muchos o la mayoría los que quisiesen esa falsa ley): por el contrario es quitarles obstáculos para el ejercicio de la libertad: veritas liberabit vos (Io. VIII, 32); impedir que quienes tienen ya una conciencia desviada tengan instrumentos que hacen más difícil su conversión; remover los obstáculos que facilitan el arraigarse de las miserias humanas; en último término, evitar que se facilite a las almas el camino hacia su condenación eterna. Resistir por todos los medios lícitos es un estricto deber: por obediencia a Dios, supremo legislador de la sociedad humana, y por caridad con todos los miembros de la sociedad.
Quién pensase lo contrario, y no viese el sofisma que encierra aquél «no ha de imponerse a los no creyentes la creencia cristiana sobre la ley natural», daría señal inequívoca de grave falta de formación, o de debilidad en la fe: de fe en que Dios juzgará a todos sobre los preceptos del derecho natural, y de fe en el contenido concreto de esa ley natural enseñado infaliblemente por la Iglesia, y que la razón no oscurecida por el pecado puede y debe descubrir.
Si, por ejemplo, el laboratorio de higiene de una ciudad descubre una grave contaminación de las aguas, la autoridad prohíbe el uso del agua corriente, se sellan las fuentes, y se trae el agua de otro sitio en cisternas. ¿Hará el ayuntamiento una votación entre todos los ciudadanos para decidir sobre el asunto? ¿Hablará con cada uno para demostrarles la necesidad de esas medidas? Ciertamente, no. Todos dan crédito completo al informe de los expertos acerca de la contaminación. En cambio, si alguien dice que el divorcio o el aborto llevan a la muerte eterna, todo son dudas, opiniones, peticiones de pruebas, cuando no burla directa: ¿es que acaso es más difícil conocer la ley natural que el hecho de que unas aguas estén contaminadas con un cierto tipo de bacterias de efectos letales sobre el organismo humano?: esto último requiere muchos estudios previos y una determinada técnica; conocer a Dios y la ley natural está al alcance de todos porque Dios no exige lo imposible ni –de modo general– lo dificilísimo. ¿Qué está pasando? Es sólo un ejemplo, pero debe hacer pensar. Quizá se está llegando a esa necesaria consecuencia del materialismo de reducir el Estado a la gerencia económica: «el gobierno de los hombres es reemplazado por la administración de las cosas» (Frase de Saint-Simon, que Marx hizo suya).
¿Legalizar lo clandestino?
Otro difundido sofisma consiste en afirmar que «no se trata de declarar que el divorcio, el aborto o las drogas sean buenos, sino de canalizar legalmente lo que, de otro modo, se hace igual pero en la clandestinidad, con los graves inconvenientes que esta circunstancia añade». Desde luego, el remedio debe buscarse en algo previo fundamental: que nadie desee, por ejemplo, divorciarse, ni abortar, ni practicar la eutanasia, a pesar de los sufrimientos que, en algunos casos extremos, puede comportar la fidelidad a la ley divina natural. Y, para eso, hay que ir a la raíz: a Dios.
Sin embargo, el argumento «ya que las cosas están así, evitemos al menos los inconvenientes de la clandestinidad» encierra un grave error: destituye de valor absoluto a una ley moral y jurídica precisa, abriendo necesariamente el camino –y de modo inmediato– a la subordinación de la ley natural al arbitrio del legislador humano, eliminándose de facto el fundamento de todo el ordenamiento jurídico, que se establece automáticamente en la aparente roca de la simple «legalidad» formal humana del positivismo jurídico.
El cristiano no puede aceptar la discusión sobre la existencia o no de un precepto de ley natural en base a la conducta de la «mayoría» de los miembros de la sociedad; «mayoría» que no pocas veces es obtenida a través de presiones propagandísticas y estadísticas manipuladas. Pero, además, cuando en una sociedad, un gran número de personas no cumple un precepto de la ley natural, eso no quiere decir que ese precepto no exista, o que no pequen esas personas al seguir esa conducta; sino que esa sociedad está corrompida. Por otra parte, en los casos más graves, como en el divorcio o el aborto, el Estado incumpliría además uno de sus deberes principales, que es el de proteger a los más débiles.
Defender la fe: una obligación de todo cristiano
Algunos dicen que, cuando la opinión mayoritaria es partidaria de leyes que contrarían la ley natural, si los católicos adoptan una «actitud intransigente» se corre el riesgo de volver a las «guerras de religión», creando tensiones insostenibles, que perjudicarían a la Iglesia. En primer lugar, no es ésa la situación real de la sociedad, al menos en bastantes países: son unas minorías quienes se esfuerzan por hacerlo creer así. La inmensa mayoría es, afortunadamente, mucho más sana, aunque con frecuencia la ignorancia religiosa les puede constituir en presa fácil de una opinión pública anticristiana, si los cristianos más formados, y especialmente quien tiene ese deber, no alzan decidida y tempestivamente su voz. Pero, además, aunque fuese verdad ese carácter mayoritario favorable a leyes antinaturales, no debe caerse en este nuevo sofisma de «evitar las guerras de religión». Con gran claridad lo expresaba León XIII: «Algunos dicen que no conviene resistir abiertamente la presión poderosa de la impiedad para evitar que la lucha exaspere los ánimos enemigos. No es cosa clara si los que así hablan están a favor de la Iglesia o en contra de la Iglesia. [...] Los que se sienten a gusto con la prudencia de la carne, los que fingen ignorar la obligación de todo cristiano de ser buen soldado de Cristo, los que pretenden llegar a los premios debidos al vencedor por caminos fáciles y exentos de peligros, están muy lejos de cortar el paso a las calamidades actuales. Al contrario, les dejan expedito el camino» (León XIII, Sapientiae Christianae [inglés], 10-I-1890).
La fe católica enseña que la ley natural, participación de la ley eterna grabada en el espíritu humano, es universal y permanente. Sin embargo, en los últimos años no han faltado algunos autores cristianos, también católicos, que han osado afirmar que existe una ley natural permanente, pero que consistiría exclusivamente en el principio general de «hacer el bien y evitar el mal», y que en cambio no hay permanencia en el contenido de lo que es bueno y lo que es malo, sino que estaría sujeto a evolución histórica, como la misma naturaleza humana: la noción de «naturaleza», como algo entitativamente estable, permanente, sería según ellos una adherencia de la filosofía helenista, ajena al «pensamiento bíblico».
Sin embargo, hay que decir que esas afirmaciones son erróneas y contrarias expresamente a la fe católica: «la naturaleza humana permanece substancialmente siempre la misma» (Pío XII, Discurso [italiano], 13-X-1955). En el último concilio ecuménico, el Magisterio de la Iglesia ha reafirmado una vez más la realidad de una naturaleza inmutable, de la que se sigue una ley natural igualmente inmutable, que es expresión de la voluntad de Dios, creador de esa naturaleza, a la que ha dado capacidad de conocer esa ley, necesaria para que el hombre alcance su fin propio.
Por otra parte, hay que observar que la teoría de una supuesta «evolución histórica de la naturaleza humana», con la consiguiente «historicidad» o no-inmutabilidad de la ley natural, no tiene el más mínimo fundamento, ni en la experiencia (es más, por mucho progreso que haya habido, la historia atestigua la substancial identidad de todos los hombres de todos los tiempos), ni en la filosofía (a no ser en las filosofías incompatibles con la fe católica y aun con la religión natural), ni menos aún tiene fundamento en la Revelación, cuyo único intérprete auténtico e infalible es el Magisterio de la Iglesia.
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