V. LA NECESIDAD DE UNA SÍNTESIS
ENTRE LO TRADICIONAL Y LO MODERNO
H. C. F. MANSILLA, Lo razonable de la tradición.
Una revisión crítica de algunos principios premodernos (V)
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No podemos retornar al mundo preindustrial, pero sí podemos intentar una simbiosis entre los elementos positivos de lo premoderno y de la modernidad: podemos, por ejemplo, tratar de no destruir ni desvirtuar nuestras tradiciones razonables, y combinarlas con lo rescatable de la modernidad. Estos esfuerzos sincretistas no son ni tan raros ni condenados a priori al fracaso: en gran parte la historia universal está construida por ellos. Max Horkheimer señaló que una de las tareas primordiales de la teoría crítica en la actualidad era discernir lo que había que preservar del pasado —sobre todo normativas y logros culturales— y lo que era necesario combatir del presente (79). Cada progreso conlleva la eliminación de algo que ha sido positivo: es conveniente tener consciencia y dejar constancia de ello. El dolor y el duelo por estas pérdidas sirven para relativizar el progreso material, no siempre tan razonable: lo irracional sería aceptar todo progreso por el mero hecho de serlo. Es sintomático que un gran pensador como Max Weber, quien consagró una notable porción de su obra teórica a fundamentar la necesidad de la abstención de juicios valorativos en la actividad científica, sintiese una enorme nostalgia reprimida por sentimientos y valores: la «modernidad» de su enfoque fue horadada por su añoranza de elementos premodernos, como la fraternidad, la religiosidad, la espontaneidad y la búsqueda de sentido (80).
En la actual sociedad compleja y sobredesarrollada la solidaridad humana sólo se puede dar como la consciencia de un desamparo existencial que atañe a todos; lo que puede unir a los hombres es la sensación de soledad colectiva, el percatarse de la precariedad de la vida a largo plazo en un mundo finito y amenazado por la propia evolución humana y el reconocer la serie interminable de horrores e injusticias que jalonan la historia. Y este abandono liminar sólo puede ser compensado por la creencia en lo transcendente y por la preservación de modelos de convivencia humana que conservan los cimientos de una sociedad genuinamente humana: amor y solidaridad inmediatas (no mediatizadas por estructuras burocráticas, por más eficientes que éstan sean), y una creencia racional que otorgue sentido a nuestra existencia individual y colectiva.
La síntesis postulada puede ser explicitada brevemente mediante la mención del rol que la religiosidad (y aspectos afines) puede aun jugar en el mundo moderno. Las diferencias entre religión y mitos, por un lado, y saberes objetivos y conocimientos derivados de experimentos científicos, por otro, son importantes. Sobre esa diferencia —su especificidad, cultivo e intensificación— se basan la civilización occidental y los logros de la modernidad. Sería una absoluta necedad negar esta distinción palpable y simplemente fundamental. Pero hay también semejanzas entre ambas formas del quehacer humano, similitudes que ahora comienzan a ser reconocidas en cuanto tales y que impiden la desvalorización y el desprecio sistemáticos del mito, la religión y, en general, de los valores y las instituciones premodernas. Las ciencias naturales parecen gozar de injustificados privilegios respecto de las sociales y espirituales, privilegios que se derivan de una curiosa convicción en la mayor objetividad y exactitud de las primeras. Las ciencias naturales han resultado ser, empero, tan tributarias como las otras del entorno personal, cultural e histórico de los científicos, y sus practicantes tan proclives a prejuicios e influencias de todo tipo, incluidas las políticas, como aquéllos que investigan leyendas y costumbres de otros pueblos. Insistiendo en esta posibilidad, ya Emile Durkheim llegó a la conclusión de que el proceso de constitución de las ciencias no difiere sustancialmente del de las religiones (81).
Las actuales inclinaciones a deconstruir y desmistificar todo fenómeno relacionado con lo religioso y lo mítico conllevan a menudo la imposición del propio criterio del investigador, para quien la grandeza y la lógica interna de los asuntos estudiados no son fácilmente comprensibles (82). Los mitos y las doctrinas religiosas tienen la función de recordar a los hombres su índole pasajera y lo efímero de todos sus actos. La religión puede ayudar al hombre a que éste evite el acto máximo de soberbia, que es colocarse en lugar de Dios en la esfera de lo absoluto. Las versiones más plausibles de la teología, que en este punto se asemejan a los rasgos centrales del misticismo, abandonan la pretensión de conocer inequívocamente a Dios y, por lo tanto, a penetrar la esencia de todo el universo, reconociendo así los límites de nuestras facultades cognoscitivas, pero postulando la idea de que si bien no podemos comprender exhaustivamente el mundo, sí podemos amarlo y conservarlo. Concepciones metafísicas pueden tener una remarcable función antidogmática. Paul K. Feyerabend, uno de los padres del postmodernismo, escribió: «Una ciencia, que se cree exenta de toda metafísica, está en el mejor camino de convertirse en un sistema metafísico dogmático» (83). Es sintomático que la oposición vehemente a toda forma de fundamentación metafísica proviene de aquellos que, de manera subrepticia, intentan descubrir valores sólidos y verdades incontrovertibles, como lo han demostrado los marxistas a lo largo de ciento cincuenta años. La necesidad de la metafísica se hace patente en el momento de su caída (84), que coincide con la modernidad: liberándola de sus aspiraciones objetivistas y apologéticas, que había heredado de la teología y la ideología, la metafísica permanece indispensable para la constitución de una consciencia crítica (85). La verdad de la metafísica reside en un impulso que transciende la pretensión de lo absoluto que tiene todo status quo, que posee todo sistema social o moda teórica por el mero hecho de prevalecer en un momento dado. Sin este ímpetu que sobrepasa y pone en cuestionamiento lo existente, que, como su propio nombre indica, va más allá de lo tangible, no se daría la verdad en sentido enfático. «La experiencia subjetiva liberada y la metafísica convergen en humanidad» (86). El genuino saber es impensable sin un motivo que hoy, en la era del predominio total del principio de rendimiento y eficacia, puede ser calificado de platónico y, obviamente, de premoderno: el entusiasmo. Se añora aquello que no es y no puede ser una posesión segura: la auténtica sabiduría ama lo que no puede ser utilizado estratégica o instrumentalmente, y cuyo modelo último es el amor de Dios (87).
No hay que apoyar, obviamente, la módica confusión entre opinar, saber y creer, como si todos estos factores tuviesen exactamente la misma validez. Pero no hay duda de que la investigación comparada en sociología, lingüística, etnografía y estudios religiosos ha conmovido la antigua certidumbre de que la religión se ocupaba de cuestiones meramente especulativas y la ciencia de fenómenos estrictamente verificables. Como ya afirmó Georg Wilhelm Friedrich Hegel en sus primeros escritos fragmentarios, la contraposición que se manifiesta a menudo entre la razón y el acto de creer puede ser considerada como una oposición aparente, puesto que ambas esferas se mueven dentro del mismo elemento y están influidas por un mismo designio humano, que es el de percibir lo absoluto. Su oposición es fructífera, y es conveniente que ambas no se diluyan, sino que más bien se mantengan diferenciables en sus modos de proceder (88). El peligro actual consiste en que a la filosofía contemporánea y al pensamiento postmodernista les es indiferente esta compleja, pero diferenciada relación entre saber y creer, entre la comprensión del mundo de los fenómenos relativos y el vislumbrar lo absoluto. Hoy en día se da preferencia a una amalgama mal aderezada de todo un poco, para la cual no existen distinciones —y, por lo tanto, vínculos discernibles— entre la mera opinión (doxa), el saber genuino (episteme) y el credo auténtico (pistis). Por ello se ha disuelto asimismo la base de toda moralidad auténtica, que no se puede demostrar empíricamente, pero que ha constituido siempre la base para nuestra razón práctica, es decir para aquella que rige las interacciones con nuestros semejantes (89).
Los nuevos conocimientos de la sociogenética (90) —que se destacan por un total desinterés por la temática religiosa— han brindado nuevas luces al nexo entre saber y creer. Cada paso en la evolución de las especies en general y de la humana en particular sirve al objetivo de optimizar las oportunidades de supervivencia del organismo y sólo secundariamente de brindarle informaciones objetivas sobre su entorno. Una percepción absolutamente fiel del mundo exterior no se puede dar mediante órganos a medio construir, por más que éstos hayan surgido precisamente para aprehender el medio ambiente, ya que todos ellos denotan marcadas debilidades «subjetivas» como los nuestros. Esto nos lleva a la conclusión de que la razón, tal como la conciben los científicos, representa una de las formas de comunicarse con el mundo: una manera de gran relevancia y éxito, sin duda alguna, pero no la única, lo que rehabilita la esfera de la teología y la poesía. Además: la evolución humana es una entre muchos otros procesos similares. Su duración excepcionalmente breve en el gran libro de la historia natural no nos permite la aseveración de que con ella se alcanza la culminación del despliegue del universo. Ni siquiera la posesión de la razón nos distingue de modo radical de la evolución de otros seres vivientes. Esto confirma las viejas convicciones de las grandes confesiones orientales y de los credos animistas. Y justamente esa duración tan corta de la especie humana no le da ningún derecho para destruir los ecosistemas en un lapso temporal reducidísimo y para conseguir ventajas materiales en el fondo mezquinas, tal como gozar de más juguetes técnicos y consumo ostentoso por espacio de pocas décadas y para el solaz de pocas naciones, ventajas que resultan ridículas y autodestructivas desde la perspectiva de largo aliento de la naturaleza.
Por otro lado nuestro cerebro, que se halla aún en pleno desarrollo, contiene porciones muy antiguas, las que retienen emociones y son probablemente responsables por reacciones irracionales. Esta parte de nuestro cerebro no puede ser eliminada. Los intentos de modificar nuestro mundo de acuerdo a principios estrictamente racionales —como lo trató de hacer el marxismo en todas sus variantes y lo intenta la razón instrumental del presente— están condenados al fracaso. Requerimos de instancias, como la sabiduría ancestral contenida en los mitos y en las creencias religiosas, que refrenen esos designios demoniacos y nos inspiren algo de modestia con respecto a la Tierra y el cosmos. Principios aristocráticos tradicionales pueden, paradójicamente, aportar impulsos a este anhelo.
Hoy en día es imprescindible un cuestionamiento radical del mito moderno (y postmoderno) por excelencia: la razón predominante es aquella de la conformidad con lo que existe en un momento dado (91). La filosofía y el impulso crítico, esas ocupaciones de origen premoderno, no nos pueden brindar con seguridad respuestas correctas a todas nuestras preguntas, pero, al inducirnos a la reflexión, nos abren posibilidades de conocimiento y asombro, de las cuales no nos habíamos percatado a causa de nuestros hábitos. Al ensanchar nuestras perspectivas, relativizan la arrogante certidumbre de la racionalidad instrumental hoy prevaleciente, nos liberan de falsas firmezas y de la tiranía de lo acostumbrado, y nos conducen así a nuevas formas de nuestra propia dignidad. La tradición rescatable se revela como la herencia razonable: se halla al final y no al comienzo de nuestros esfuerzos interpretativos y presupone el tamizado del espíritu crítico (92).
Revista de Estudios Políticos (Nueva Época) Núm. 113. Julio-Septiembre 2001 (pp. 9-42)
(79) MAX HORKHEIMER: «Kritische Theorie gestern und heute» (La teoría crítica ayer y hoy), en HORKHEIMER: Gesellschaft.... op. cit.. nota 9, pág. 166. Sobre lo razonable del espíritu conservador en la actualidad cf. HERMANN LÜBBE: Fortschritt ais Orientierungsproblem. Aufklärung in der Gegenwart (El progreso como problema de orientación. Esclarecimiento en el presente), Rombach, Freiburgo, 1975, pág. 62 sq.
(80) A este respecto cf. ARTHUR MITZMAN: op. cit., nota 10, pág. 163, 170, 179, 203, 256, 263, 271.
(81) Cf. EMILE DURKHEIM: Les formes élémentaires de la vie religieuse, París, 1912. La idea del progreso material e histórico y la concepción de los costes sociales del mismo pueden poseer un fundamento teológico: el avance hacia la redención mesiánica que pasa ineluctablemente por el valle de lágrimas de los sacrificios colecticos. Cf. sobre esta temática KARL LÖWITH: Weltgeschichte und Heilsgeschehen. Die theologischen Voraussetzungen der Geschichtsphilosophie, Kohlhammer, Stuttgart, 1957, passim; FERNANDO MIRES: El discurso de la naturaleza. Ecología y política en América Latina, DEI, San José, 1990, pág. 21, 70 sq.
(82) Cf. MIRCEA ELIADE: Le sacré et le profane. Gallimard, París, 1965, pág. 9.
(83) PAUL K. FEYERBAND: «How to Be a Good Empiricist-A Plea for Tolerance in Matters Epistemological», en P. H. NIDDITCH (comp.): The Philosophy of Science. Londres, 1968, pág. 15; JOACHIM ISRAEL: Der Begriff Dialektik (El concepto de dialéctica), Rowohlt, Reinbek, 1979, pág. 18. Sobre el carácter metafísico de los conceptos filosóficos decisivos, que no pueden ser verificados empíricamente, cf. HERBERT MARCUSE: Der eindimensionale..., op. cit, nota 70, pág. 241.
(84) La expresión es de THEODOR W. ADORNO: Negative Dialektik. op. cit.. nota 68, pág. 398.
(85) Como afirmó THEODOR W. ADORNO, la metafísica no es un estadio posterior y secularizado de la teología. La genuina metafísica preserva lo teológico en su crítica de la teología. ADORNO: ibid., pág. 387.
(86) THEODOR W. ADORNO: ibid. pág. 387; cf. también págs. 383, 394-398. Cf. la brillante exposición y critica de esta posición por ALBRECHT WELLMER: Endspiele: Die unversöhnliche Moderne (Juegos finales: la modernidad irreconciliable), Suhrkamp, Frankfurt, 1993, págs. 207-214.
(87) Cf. el magnífico texto de THEODOR W. ADORNO: Philosophische Terminologie (Terminología filosófica), t. I, Suhrkamp, Frankfurt, 1973, págs. 80-84, 131 sq., 118 sq., 171, 210 sq.
(88) G. W. F. HEGEL: «Fragmente über Volksreligion und Christentum» (Fragmentos sobre la religiosidad popular y el cristianismo) [1793/1794], en HEGEL: Werke in 20 Bänden (Obras en 20 tomos; compilación de Eva Moldenhauer y Karl Markxis Michel), 1.1, Suhrkamp, Frankfurt, 1971; Frühe Schriften (Escritos tempranos), págs. 11,15 sq., 89 sqq. 101-103; HEGEL: «Entwürfe über Religion und Liebe» (Esbozos sobre religión y amor) [1797/1798], en ibid., págs. 250-254. Cf. también HEGEL: «Phänomenologie des Geistes» (Fenomenología del espíritu), en HEGEL: Werke... ibid.. t. III, págs. 495-498, 502, 558.
(89) Cf. KARL LÖWITH: Wissen..., op. cit.. nota 2, págs. 5-9 (sobre la compleja relación entre estos factores en la filosofía de IMMANUEL KANT y cómo esta vinculación fue concebida de otra manera por G. W. F. HEGEL). Cf. IMMANUEL KANT: «Kritik der reinen Vernunft» (Critica de la razón pura) [1781], segunda parte, en KANT: Werke (Obras; compilación de Wilhelm Weischedel), t. 4, WBG, Darmstadt, 1968, págs. 687-695.
(90) Cf. HOlMAR VON DITFURTH: Der Geist fiel nicht vom Himmel. Die Evolution unseres Bewusstseins (El espíritu no cayó del cielo. La evolución de nuestra consciencia), DTV, Munich, 1980, págs. 263, 316.
(91) Sobre esta temática cf. LORD BERTRAND RUSSELL: Probleme der Phüosophie (Problemas de la filosofía) [1912], Suhrkamp, Frankfurt, 1967, págs. 138-140.
(92) Cf. ZYGMUNT BAUMAN: Moderne und Ambivalenz. Das Ende der Eindeuligkeil (Modernidad y ambivalencia. El fin de la univocidad) [1991], Fischer, Frankrurt, 1996, pág. 305 (siguiendo un argumento de OCTAVIO PAZ).