LOS FUNDAMENTOS
MORALES DE LA DEMOCRACIA
(09 Sep. 2013)
(09 Sep. 2013)
S.E. Mons. Mario TOSO
Vesc. tit. di Bisarcio, Bisarchio
Società Salesiana di San Giovanni Bosco (Salesiani)
(S.D.B.)
Incarichi
attuali:
Segretario PONTIFICIO CONSIGLIO DELLA GIUSTIZIA E DELLA
PACE
[data nomina: 22/10/2009 | data inizio: 22/10/2009]
Vescovo titolare della SEDE TITOLARE DI BISARCIO, BISARCHIO
[data nomina: 22/10/2009 | data inizio: 12/12/2009]
Incarichi
precedenti:
Rettore Magnifico PONTIFICIA UNIVERSITÀ SALESIANA
[data nomina: 01/01/2003 | data inizio: 01/01/2003 | data
fine: 22/10/2009]
ÍNDICE
Introducción
1. Algunos rasgos de la actual crisis de la democracia: la
crisis del Estado de derecho
2. La crisis del Estado social democrático
3. La crisis de la representación y de la autoridad
4. El carácter decisivo de la verdad sobre el ser humano y
sobre la sociedad para el futuro de la democracia
5. Precondiciones gnoseológicas y ético-culturales de la
democracia
6. ¿Cuál consenso democrático?
7. La accesibilidad a los valores, el compartirlos en contexto
de multiculturalidad. El diálogo posible sobre la base de la razón.
8. Conciencia de los pueblos y derechos del ser humano
9. La función correctora de la religión, o bien la
recuperación de una razón práctica integral, abierta a la Trascendencia
10. La función purificadora de la razón en relación de las
distorsiones de la religión
11. Conclusión: una laicidad positiva; las religiones, recurso
y fuerza de la democracia
Notas
TEXTO
Introducción
Con el tiempo la democracia, aun entre mil dificultades, se ha
difundido cada vez más en el mundo. Pocos, hoy, no se declararían a su favor. Y,
sin embargo, ella no puede considerarse una realidad concluida.
Si después de la caída de los regímenes de Europa del Este, a
partir del año 1989, pareció que la democracia había ganado la batalla para
unificar el mundo, actualmente muchos observadores ya no están seguros de ello.
Para algunos – como por ejemplo, Colin Crouch [1] y Ralf Dahrendorf [2]
– nos encontramos introducidos en una fase de post-democracia. En
coincidencia con la disminución de autogobierno por parte de los demos nacionales
y con la globalización que por ahora, si bien ofreciendo posibilidades de
ampliación, empequeñece los espacios de elecciones genuinamente democráticas, estamos
obligados a trabajar en una nueva democracia que, a pesar de todas las
dificultades, no puede renunciar a su dimensión parlamentaria y al instituto de
la representación. Urge tener en cuenta la redimensión de los Estados-Nación y
pensar en una arquitectura institucional que les permita articularse
unitariamente dentro de un marco jurídico-político, idóneo para realizar el
bien común mundial a nivel transnacional [3]. Al mismo tiempo se
debe intentar involucrar en mayor grado a las instituciones democráticas
electivas nacionales en el proceso de toma de decisiones de las organizaciones
internacionales. Es necesario, además, proporcionar a las sociedades civiles
mayor conciencia de su rol global, así como de oportunos canales de expresión.
No obstante, sí debemos destacar que la crisis actual de la
democracia no deriva simplemente de la mera inadecuación estructural e incapacidad
representativa, que la exponen tanto a resultados oligárquicos como a
tentaciones e impulsos populistas [4]. Sino que es debida, ante todo,
a la pérdida de los parámetros antropológicos y éticos que fundan las
conciencias, aunado a la carencia de los instrumentos cognitivos y críticos que
permiten acceder a la realidad integral de las personas y de los problemas. Lo
que hace falta es un marco cultural, capaz de germinar y de suscitar el
renacimiento de la vida política.
La salvación de la democracia no parece que pueda llevarse a
cabo sobre la base de diagnosis y terapias que perpetúan las aporías del
pensamiento moderno, no afrontan con valentía el mal desde la raíz y se limitan
a suministrar soluciones precarias o parciales, relativas sólo a los medios,
aunque sean necesarios. Es indispensable, en cambio, remontarse a las
causas epistemológicas y éticas del progresivo envilecimiento del alma de la
democracia, favorecido por diversos factores entre los cuales: la desconfianza
en el ser humano y en sus capacidades para acceder a la verdad, al bien, y para
acercarse a Dios; el agnosticismo y el relativismo ético; la fragmentación y el
sincretismo cultural; el rechazo de las religiones en la vida pública; la
exasperación de los nacionalismos, los localismos, y los particularismos
étnicos; el gobierno del arbitrio en vez de aquel del derecho. Todo esto, como
ha señalado a tiempo Domenico Fisichella [5] conduce a la
contracción del espesor ético-cultural del momento político respecto al tiempo
procesal y económico, hasta un inexorable predominio de las élites tecnocráticas
y bancocráticas.
1. Algunos rasgos de la actual crisis de la democracia: la
crisis del Estado de derecho
Es entrando en las dinámicas sociales y culturales de la
crisis de la democracia que se pueden comprender las causas de su deterioro, pero
también identificar las bases para su refundación y resemantización.
Un elemento destacado de la crisis actual de la democracia
está representado por el debilitamiento y la desintegración de su dimensión
jurídica, es decir, por la fragilidad del Estado de derecho.
Hoy aparece siempre más evidente cómo se prejuzga el fundamento
de los derechos sancionados en la Declaración universal de los derechos
del ser humano (1948), cuestionada no sólo de parte de la cultura asiática
o por religiones como el Islam y el budismo, sino también por la misma cultura
occidental que la ha generado y que ahora aparece marcada por el
neoindividualismo y por el neoutilitarismo.
No es extraño constatar que diversas comunidades políticas no
consideran los derechos y deberes del ser humano como un todo unitario e
indivisible. De aquí, las no pocas incongruencias. Hay comunidades también que,
aun reconociendo el derecho primario a la vida, han liberalizado la práctica
del aborto y algunos grupos querrían autorizar el «derecho» del mismo. Pero no
solamente esto. Existen ordenamientos jurídicos y administraciones de la
justicia que consienten la discriminación del que hace objeción de conciencia
hacia el aborto, a la eutanasia y a la guerra. Igualmente, mientras en las
Constituciones está aprobado el derecho a la libertad religiosa, crecen los
prejuicios y la violencia hacia los cristianos y miembros de otras religiones
en el área de la OSCE (Organización para la Seguridad y la Cooperación en
Europa). En su interior se ha diseñado hábilmente una línea divisoria entre
creencia y práctica religiosa, de tal modo que con frecuencia a los cristianos
les es recordado en el debate público (y siempre más frecuentemente también en
los tribunales), que pueden creer todo lo que quieran en sus casas y en sus
cabezas, y que pueden dar culto como deseen en sus iglesias privadas, pero que
en público sencillamente no pueden actuar en base a su fe. Se trata de una
distorsión deliberada y de una limitación del verdadero significado de la
libertad de religión, que no corresponden a la libertad prevista en los
documentos internacionales, comprendidos los de la OSCE. Son muchos los ámbitos
en que surge de modo evidente la intolerancia. En los últimos años se ha
manifestado un significativo aumento de episodios en los que algunos cristianos
han sido arrestados e incluso perseguidos por haberse expresado en cuestiones
de fe. Algunos líderes religiosos han sido amenazados con la intervención
de la policía después de haber señalado los comportamientos inmorales, y
algunos han sido incluso condenados a la cárcel por haber predicado las
enseñanzas bíblicas relativas a los desórdenes sexuales. Incluso las
conversaciones privadas entre ciudadanos, comprendida la manifestación de
opiniones en las redes sociales, en muchos países europeos pueden convertirse
en motivo de denuncia penal o por lo menos de intolerancia. Además se han
comprobado numerosos casos de cristianos alejados del lugar de trabajo, sólo
porque han intentado obrar según la propia conciencia. Algunos de estos son
bien conocidos, porque han sido citados también ante el Tribunal europeo de los
derechos humanos. La intolerancia en nombre de una misteriosa «tolerancia» debe
ser llamada con su verdadero nombre y condenada públicamente. Negar a un
argumento moral, basado en la religión, un puesto en la plaza pública es un
acto de intolerancia y es antidemocrático. La cuestión de la libertad religiosa,
por otra parte, no puede y no debe ser incorporada a la de la tolerancia. De
hecho, si ésta fuese el valor humano y civil supremo, entonces cualquier
convicción auténticamente verdadera que excluya otra equivaldría a una
manifestación de intolerancia. Además, si todas las convicciones fueran
equivalentes, se podría terminar por ser complaciente también con las
aberraciones [6].
No se puede negar que últimamente en Europa, además del Norte
y Sur de América, han sido introducidas nuevas figuras de matrimonio como, por
ejemplo, el matrimonio entre personas del mismo sexo, que de hecho
debilitan la unión auténtica entre un varón y una mujer, sugiriendo incluso su
abolición como institución. Con la introducción del matrimonio entre personas
del mismo sexo se llega a perjudicar, entre otras cosas, la función generativa,
que no carece de influencia para el bien común, sino que es fundamental para la
existencia futura de todo el pueblo.
En el debate se da la prioridad a una antropología
indiferenciada y se suscita así la cuestión de si, en el interés del bien común,
una institución regida por la ley debe continuar señalando el vínculo
estrechísimo entre estado conyugal y procreación, entre el amor fiel de un
varón y una mujer y el nacimiento de un niño. Justamente los obispos católicos
de Inglaterra y de Gales, respecto a la legalización en Gran Bretaña de las
bodas entre personas del mismo sexo [7], han comentado que la nueva
normativa introduce una nueva definición del matrimonio tradicional y
pronostica un profundo cambio social [8].
A
la luz de las incongruencias y de las problemáticas antes señaladas, aparece
claro que no pocas democracias se apoyan cada vez más en ordenamientos y praxis
jurídicas que parecen contradictorias o, por lo menos, no coherentes. Así se
hace cada vez más evidente la adopción generalizada, por parte de las
democracias contemporáneas, de una ética de tercera persona, o bien de
una ética que está constituida sobre la base del punto de vista de un
espectador imparcial, con el fin de tutelar mejor cualquier clase de opinión, termina
consintiendo la aprobación de todo y de lo contrario de todo. De este modo, las
democracias post-seculares muestran todo su debilitamiento ético, que implica
también su declive civil y demográfico.
La secularización moderna del Estado se está consumiendo en un
secularismo lanzado que, copiando de él la supresión teórica y práctica de la
ley natural así como de la referencia a Dios, su fundamento último, se
manifiesta ya a través de una noción de los derechos que los identifica cada
vez más – al menos entre algunas familias espirituales – con pretensiones
individualistas, absolutas, desmesuradas; ya mediante una progresiva
postergación de las religiones y de las respectivas comunidades de la vida
pública; o incluso con la teorización, propiciada por el predominio de una
mentalidad mercantil, de un Estado democrático en donde los derechos sociales
no son ya considerados columna fundamental de civilización, sino más bien optional.
Sobre este aspecto volveremos dentro de poco.
En esta manera, los conflictos sobre los derechos se acentúan
sin esperanza de un intento, incluso mínimo de convergencia. Faltándoles un
fundamento objetivo y universal y, por tanto, un criterio último de juicio –
identificado en la dignidad humana no ideologizada – es imposible pronunciarse
acerca de su autenticidad o falsedad. Los ethos sociales son
desvitalizados, y los Estados parecen retroceder hacia formas liberal-burguesas
del XIX. Y no sólo.
En el actual contexto de globalización y de crisis de los ethos
civiles, si por un lado el Estado contemporáneo ve redimensionada su
soberanía nacional, por otro parece agrandarla, traspasando su competencia.
Mientras ha disminuido sensiblemente la capacidad de fijar las
prioridades de la economía y de influir en los dinamismos financieros
internacionales [9], y también en otras cuestiones vitales y
globales – entre las cuales el acceso al agua potable para todos, la ecua
distribución de los recursos energéticos, la seguridad alimentaria, el control
del fenómeno de movimientos migratorios de dimensiones bíblicas -, aparece, por
el contrario, agrandada su toma de decisiones y su discrecionalidad hacia los derechos
de las personas, de los cuerpos intermedios y de las comunidades primarias,
como la familia y las Iglesias.
Parece por tanto que a la falta de poder de decisión en el
campo económico-financiero y ambiental, corresponde por parte del Estado, en el
terreno ético-religioso, una más quisquillosa voluntad de dominio que, escudándose
en el principio democrático de la mayoría, legisla también contra los derechos
subjetivos de las personas y de las comunidades, como el derecho a la vida, a
la libertad religiosa, a la defensa del medioambiente y a la paz. El Estado una
vez más, aparece débil con los fuertes, pero prepotente con los que no lo
pueden chantajear con el dinero o con la violencia. Y así, las razones de la
política no siempre coinciden con las razones del bien común y no siempre
defienden a los más pobres e indefensos.
Esto
aparece de modo particularmente dramático cuando se piensa en las problemáticas
de bioética y del sentido de la vida, sobre las cuales el Estado en última
instancia no es competente, y que están relacionados con los temas de la
eutanasia, de la manipulación genética. Son cuestiones que deberían ser
sustraídos al arbitrario y a los diktat (imposición) de mayorías
parlamentarias, porque exigen ser reguladas, en primera instancia, a la luz de la ley
moral natural, inscrita
por Dios en la conciencia de cada ser humano [10]. El Estado no puede
hacerse paladín de concepciones e ideologías que tienden a «desnaturalizar» la
identidad del ser humano – como la del género – ni mucho menos promover
actividades que someten indiscriminadamente la vida humana a los adelantos de
la técnica. En
efecto, las
cuestiones que atañen a la vida y a la dignidad de la persona, como la
clonación humana o el sacrificio de embriones humanos para fines de
investigación, no
pueden ser afrontadas teniendo en mente sólo lo que es técnicamente posible,
sino
evaluando atentamente lo que es moralmente lícito.
2. La crisis del Estado social democrático
El Estado de derecho, surgido con el intento de tutelar
y concretar los derechos civiles y políticos, ha evolucionado hacia un Estado
social democrático. Así se ha pasado a una segunda enucleación de los
derechos del ser humano. Se han precisado mejor los derechos civiles y
políticos, explícitamente o implícitamente ya afirmados, a los cuales han sido
añadidos los derechos de contenido económico-social como: el derecho a un digno
tenor de vida, con especial atención a la alimentación, al vestido, a la
vivienda, a las atenciones médicas, a los servicios sociales necesarios; el
derecho a la seguridad en caso de desempleo, enfermedad, invalidez, viudez, vejez;
el derecho de la mujer, en cuanto madre, a una especial asistencia; el derecho
de los seres humanos en fase de desarrollo a una adecuada protección social; el
derecho al trabajo y a unas condiciones humanas de trabajo; el derecho a una
retribución justa, suficiente para asegurar al trabajador y a su familia una
existencia digna; el derecho al descanso y al recreo; el derecho a la formación
profesional y a la asociación; el derecho a disfrutar de los bienes de la
cultura.
Dada la unidad de los varios campos de la existencia humana, sin
la realización de los derechos económico-sociales, los derechos civiles y
políticos habrían seguido siendo sólo una forma vacía de contenido. No se
hubieran podido poner en práctica.
En cumplimiento de la enucleación de las dos categorías de
derechos señaladas en la recomposición jurídico-política de los Estados se ha
pasado, pues, del Estado de derecho de tipo liberal a la figura de Estado
social democrático, es decir, a una democracia más completa, que favorece una
participación más activa de los ciudadanos en la realización del bien común.
El Estado social, comprometido en conjugar libertad y justicia
sin la supresión de ninguno de los dos polos compite en el ensanchamiento
efectivo de la dimensión democrático-participativa de los ciudadanos. En
el momento en que el Estado de derecho se convierte en Estado social
democrático, se hace, simultánea y decididamente, entidad esencialmente y
existencialmente, personalista, comunitaria. Es decir, realidad en la
que el pueblo entero aspira a realizar en plenitud la propia subjetividad
política mediante una solidaridad universal, deseada y querida en coro a
favor de todos, especialmente de los más débiles. Prospectivas, éstas, que no
figuran ya en el centro de atención actual, tanto es así que los derechos
sociales son considerados con frecuencia opcionales, sobre todo en los templos
de las finanzas [11].
Hoy no es necesario esforzarse mucho para mostrar cómo la
crisis financiera y económica que tuvo sus inicios en los Estados Unidos y se
ha abatido sobre Europa, ha vaciado las cajas de los Estados, los cuales, comprometidos
en sanear la deuda pública y favorecer la recapitalización de los bancos, y por
otra parte, debilitados por la recesión y por tasas de paro en continuo aumento,
no disponen ya de recursos suficientes no sólo para financiar el welfare
(bienestar), pero ni siquiera para fomentar el crecimiento.
Con referencia a la crisis de la cultura que sirve de base al
Estado social, se ha subrayado también que en nuestros días, en virtud de
muchos factores entrelazados con el poder del capitalismo financiero
especulativo y liberalizado sobre la economía real, y de la análoga cultura
capitalista neoliberal y tecnocrática, ha crecido también la convicción de que los
derechos sociales son secundarios o incluso un lujo. Dicho de otra manera, a
la lista de las múltiples causas de la crisis del Estado Social y del conexo welfare
son añadidas otras, que afectan a sus pilares fundamentales. Baste sólo
pensar que, en el interior de la ideología neoliberal que ha – en parte y, por
lo tanto, y no el todo - desencadenado la actual crisis financiera con su
absolutización del lucro a corto plazo, el trabajo no es concebido como un bien
fundamental para las personas, para las familias y para la riqueza de las
Naciones. Es considerado un factor marginal, porque las actividades de
inversión especulativa tienen mayor peso respecto a la economía real. En el
siglo pasado, por el contrario, se pensaba que el trabajo debía ser
universalizado para contribuir a la financiación del Estado de seguridad social,
por lo cual era necesario programar políticas activas de trabajo para todos. Por
la actual dogmática capitalista y especulativa el trabajo es considerado casi
superfluo.
Desde el punto de vista cultural, hay que ver también como
factor de disgregación del Estado social y del welfare la convicción
siempre más extendida, típica de algunas escuelas de pensamiento como la de
Chicago, según las cuales los recursos destinados al welfare serían
sustraídos al desarrollo económico de un país. El Estado social y el welfare,
en definitiva, serían un impedimento para el crecimiento [12].
En consecuencia, no se piensa ya que el derecho al trabajo, a
la seguridad y a un ingreso mínimo deban ser garantizados para todos. Según una
mentalidad claramente neoliberal y conservadora, que se ha consolidado, sobre
todo, en los santuarios de la alta finanza, se llega también a afirmar que la
protección social no es un derecho inalienable [13]. Los derechos
sociales serían derechos distributivos, es decir, podrían tener efecto
únicamente en el caso de que hubiera recursos disponibles. Según una concepción
que intenta contraponerlos a los derechos civiles y políticos, no serían parte
integrante de los derechos propios del ciudadano.
Respecto a la crisis ético-cultural de la democracia
social y del conexo Welfare, se deben destacar algunos aspectos bien
ilustrados por Zygmunt Bauman, uno de los más conocidos e influyentes
sociólogos del mundo. Él describe realísticamente el cambio del ethos de
fraternidad y de solidaridad que sustentaba el Estado social y democrático de
los inicios. Los parados eran, ciertamente, considerados como desventurados, pero
su puesto en la sociedad era seguro, fuera de discusión. Eran considerados
socialmente como desheredados, necesitados de ayuda y por tanto destinados, antes
o después, gracias a la solidaridad de todos y al propio esfuerzo, a entrar en
el mercado del trabajo. La descomposición del Estado social contemporáneo en
Europa – bajo los golpes de una liberalización individualista, impuesta
por incontrolables fuerzas globales – con la aceptación de una economía de
los dos tercios, a causa del triunfo del moderno capitalismo industrial, se
acopla, observa Bauman, a la producción de «gente superflua». Ésta es gente
«indeseada», a lo sumo, soportada, condenada a ser la destinataria de las
iniciativas socialmente aconsejadas o toleradas, tratada, en el mejor de los
casos, como objeto de benevolencia, de beneficencia y de compasión ( criticadas
como indignas sólo para echar sal en las heridas) pero no de ayuda fraterna, acusada
de indolencia y sospechosa de planes malvados y de inclinaciones criminales”. Por
parte de la «gente superflua» que pierde no solamente el trabajo, sino los proyectos,
los puntos de referencia, el control de la propia vida y se encuentra despojada
de la propia dignidad, la sociedad ya no es considerada una casa a la que se
debe fidelidad y cuidado.
La mayor desdicha, según Bauman, es que, en un contexto en el que
el Estado social es desmantelado, todos los ciudadanos son candidatos a ser
vidas desperdiciadas [14]. La extrema precariedad se traduce en
miedo que arruina la confianza en la sociedad, que ya no aglutina a toda
comunidad humana. Los problemas sociales son criminalizados. La represión
aumenta y ocupa el puesto de la solidaridad. La presión del mercado de las
viviendas y el fuerte paro son descuidados en favor de políticas asociadas a la
disciplina, a la contención y al control. «Un aspecto fatal de la transformación
ha sido relevado en tiempos relativamente tempranos y desde entonces ha sido
cuidadosamente documentado: el paso de un modelo de comunidad inclusiva, inspirado
en el “Estado social”, a un Estado exclusivo, inspirado en la “justicia penal”
o en el “control de la criminalidad”» [15].
El relevante fenómeno de buscar cada vez más la compañía de
los semejantes deriva, en muchos casos y paradójicamente, del rechazo a mirarse
profunda y confiadamente unos a otros, a comprometerse mutuamente con amor, en modo
humano. Las personas cuanto más se cierran en gated community (urbanización
cerrada), compuestas por hombres y mujeres semejantes, menos son capaces de
tratar con los extraños, más temor tienen de ellos [16].
3. La crisis de la representación y de la autoridad
La crisis de la democracia contemporánea se manifiesta también
como crisis del instituto de la representación y del principio de autoridad.
El vínculo intrínseco de la democracia con la dignidad de la
persona humana postula la participación libre y responsable de los
ciudadanos en la realización y en la gestión del bien común. Una tal
participación se concreta mediante el instituto de la representación canalizada
por los partidos; mediante los referéndum, cuando estén en juego
elecciones políticas de excepcional importancia; mediante la presión ejercida
por una opinión pública libre y formada, y también mediante la
organización solidaria de la sociedad civil y económica según el principio de
la subsidiariedad. La democracia «consumada» es al mismo tiempo representativa
y participativa. Los ciudadanos particularmente o asociados aportan su
contribución, no solamente eligiendo representantes que les gobiernen, sino
ante todo con sus actividades e iniciativas, armonizando sus intereses particulares
con el bien común, elevándolos a momentos o elementos del mismo.
El instituto de la representación política, necesario a la
democracia moderna – no todos los ciudadanos, como había percibido el propio
Jean-Jacques Rousseau, pueden sentarse permanentemente en el parlamento –
suscita no pocos problemas de ejercicio. Entre ellos, uno prevalentemente
técnico, que los órganos electivos del estado representen verdaderamente la
base electoral; y otro moral y técnico a la vez, que los diputados, llegando a
formar parte de los órganos del Estado, estén en condiciones de perseguir el
bien común sin destruir la relación con los grupos que los han elegido. Pero
hay también una cuestión, que se puede considerar congénita a los regímenes
democráticos: a saber, la relación y el justo equilibrio entre representación
directa y representación indirecta y general.
Es precisamente en relación a estas importantes dificultades
de la vida democrática que se registra hoy una crisis que parece irresoluble. Regresan
cíclicamente «la creación de movimientos» y prospectivas de democracias
participativas con reivindicaciones individualistas y pretensiones de
autorepresentación. Las causas de este fenómeno son múltiples. Entre ellas se
pueden enumerar: la metamorfosis de los partidos, que se han hecho cada vez más
«personales», es decir, instituciones en manos de líderes carismáticos o
de lobby (camarillas) que de hecho eligen y pilotan a los candidatos y
elegidos, impidiendo a los ciudadanos el elegirlos y controlarlos; modalidad de
gestión desde las cúpulas y no manera democrática de los mismos partidos que
pierden la función original mediadora entre sociedad civil e instituciones
públicas; degradación moral de las clases dirigentes y de los representantes, aunado
a la carencia de visión y de capacidades estratégicas, con la consiguiente
caída en la confianza y desafección de los ciudadanos hacia las instituciones; políticas
minimizadas respecto de la realidad presente y en relación los bienes
materiales; reducción de la política a «espectáculo» que favorece la aparición
de personajes carentes de contenidos y de propuestas, sin capacidad de gestión
ni de soluciones para encarar situaciones complejas como la actual: personajes
promovidos por poderosas campañas mediáticas realizadas sin escatimar recursos.
Todo esto provoca, como escribía el Cardenal Bergoglio, ahora
papa Francisco, en un interesante ensayo aparecido con ocasión del bicentenario
de Argentina, un verdadero y auténtico «divorcio» entre gobernantes o élite y
pueblo [17]. Los primeros parecen vivir a una distancia cósmica
respecto a las exigencias de la gente común, porque muchas veces se forman en
ambientes y visiones alejadas de sus exigencias. Los problemas de los pobres no
son suficientemente considerados como tampoco las crecientes desigualdades
socio-económicas que erosionan la democracia. Ésta padece una deformación en sentido
oligárquico y populista, y está marcada, a decir de los teóricos de la
democracia participativa, por la «baja intensidad», como acaece en la
democracia liberal contemporánea, cada vez más basada sobre la privatización de
los bienes públicos, sobre la distancia creciente entre representantes y
representados, y sobre una ciudadanía fundada sobre una inclusión política
abstracta que de hecho conlleva una creciente exclusión social de los más
débiles.
A la base de la crisis de la democracia contemporánea y del
correcto funcionamiento del instituto de representación se hallan potentes
factores culturales, éticos y económicos, entre los cuales el dominio de una
cultura de tipo individualista y utilitario. El primado de lo individual y de
lo particular por encima de todo y de todos se traduce en la
fragmentación cultural y social, en la exaltación de la propia parte y del
propio punto de vista, en la absolutización de la lógica y del interés
corporativo, en la dificultad de encontrarse y dialogar [18].
Esto lleva a un repliegue sobre sí mismos, a la incapacidad de
pensar y de moverse junto con los otros, de hacerse pueblo y de ser ciudadanos,
dándose un proyecto compartido de desarrollo inclusivo y de participación
internacional. El individualismo egoísta y utilitario invade el ethos del
pueblo, infecta todos los sectores de la vida civil, incluido el de la economía
y de las finanzas, las cuales son subordinadas al absoluto del corto plazo.
A los males contemporáneos de la democracia se desea responder
desde diversos frentes mediante lo que los sociólogos y politólogos llaman
«democracia líquida». Pero ¿la democracia líquida, que se coloca entre
democracia directa y democracia representativa, está realmente en condiciones
de resolver los problemas de la vida democrática?
Cuando se habla de democracia líquida, se entiende un modelo
de democracia reciente que ha acercado a la política sobre todo a las jóvenes
generaciones. «Los resultados son conocidos: en el 2011 millares de jóvenes dan
vida al movimiento de los Indignados; en el 2011 nace el movimiento Occupy
Wall Street (ocupad Wall Street) en Estados Unidos; en el 2012 el Movimiento
Cinco Estrellas, en Italia, elige este modelo como alternativa al sistema
de los partidos: los inscritos participan, ora en los temas de la campaña
electoral, ora en la selección de los candidatos, ora en los temas a votar a
través de los fórum de la plataforma gratuita MeetUP (reuníos, juntaos).
Los principios que regulan dicho modelo son dos: el uso de la Red y el sistema
de las delegaciones. Este último impone a los elegidos “el vínculo de mandato”,
y ellos actúan como un cuerpo único; la fuerza del grupo es el absoluto
anonimato. La confrontación y la discusión acaecen online: los
argumentos son divididos por áreas temáticas y seleccionados en base a precisos
órdenes del día. Los debates son apremiantes, y existe también el riesgo que no
se deje ni siquiera el tiempo necesario para tomar decisiones ponderadas […]
Aquellos que son contrarios se pueden abstener de la votación y pueden formular
una propuesta alternativa. El procedimiento de participación tiene una regla de
base: los ciudadanos participantes, para evitar la obligación de tomar
decisiones sobre todos los temas de la agenda, eligen sus delegados con un
sistema de delegación certificada (proxy vote) […]. La fase del voto
cierra la discusión, mientras la plataforma online calcula los votos de
cada decisión y establece los puntos del programa más votados» [19].
A partir de la experiencia de la democracia líquida, sin
embargo, está, emergiendo algunos límites, que no ayudan a resolver los
problemas contemporáneos de la democracia, sino que por el contrario parecen
agravarlos. Entre los límites más relevantes se encuentran: el peligro de un
nuevo oligarquismo, de una «dictadura de los activos» que acumulan un
progresivo poder sobre el movimiento, porque los que controlan los medios de
discusión están en condición de orientarlos y controlar los votos, el consenso
y las decisiones; el peligro del populismo, dado que los elegidos están
obligados a la obligación del mandato bajo la voluntad del líder, a
quien se debe prestar juramento y fidelidad, mientras los entes intermedios
(sindicatos, asociaciones, partidos) están excluidos del debate; además del
hecho de que la mayoría de los electores termina, prácticamente, por ignorar
los debates en la Red. En último análisis, la democracia líquida, corre el
riesgo de caer en aquellos mismos males que quiere combatir.
¿Entonces qué otra vía hay para regenerar la democracia? Es
preciso ante todo, sugiere el Cardenal Bergoglio, reapropiarse de una
democracia entendida como horizonte y estilo de vida, al interno de la
cual dirimir y encontrando el consenso [20]; de una democracia que
no abandona el instituto de la representación y lo renueva, y a la vez se
completa como democracia participativa, cada vez más social [21].
Esto presupone que el sujeto de la democracia, es decir el
pueblo, recupere la unión moral y solidaria que lo caracteriza y lo
compacta. Lo cual implica reabrir la política, – y con la política la
democracia – a una más amplia y auténtica «participación», comprendida como el
sentirse todos parte de los demás y, por consiguiente, entrar en el
juego por el bien de todos, seres fraternos involucrados en una búsqueda
común de la verdad, del bien, de la belleza y de Dios.
La política y la democracia deben ser expresión de
personas-ciudadanos que se sienten convocados a crear una unión que tiende al
bien común [22]. Antes que de un aumento cuantitativo de la
participación de los ciudadanos, se trata de conseguir una mejora cualitativa,
ética, del propio comportamiento, así como de revitalizar el estado de ánimo
generalizado, dirigido hacia el pro-essere, hacia la confianza
recíproca, hacia el sentido de pertenencia, hacia la colaboración sinérgica
en la edificación de un Estado social democrático moderno. Es necesario ser y
sentirse coautores de un proyecto común, cocreadores de un welfare social.
Y esto, uniendo instituciones y sociedad, construyendo dispositivos virtuosos que
permitan la ampliación del campo de los derechos y de los deberes, la
consecución de los objetivos de la justicia social, así como el mejoramiento de
la eficiencia de la actividad pública mediante oportunas sinergias entre lo
privado y lo social. Significa, en otros términos, moverse en dirección de la
construcción de una democracia «de alta intensidad».
El Estado social democrático nace y está gobernado por la
sociedad civil de manera solidaria y subsidiaria. Exige la reforma de los
partidos tradicionales, ahora envueltos en dirigencias personalistas y
gestiones antidemocráticas y arcaicas. También gracias a los modernos medios de
comunicación, los partidos deben convertirse en canales de una participación
más eficaz de los ciudadanos y de sus organizaciones.
La cuestión de la democracia contemporánea no se reduce a mera
cuestión de sistema político. Se trata, ante todo, de la progresiva inserción
de la sociedad civil en las instituciones, lo que no excluye, sino que requiere,
la existencia de una clase dirigente apta para su papel y, por ello, profesionalmente
competente y dotada de sentido ético, además de una clara visión de las cosas. Para
disponer de nuevos estilos de gobierno centrados en el servicio del prójimo y
orientados al bien común, es indispensable la ejemplaridad del comportamiento y
la coherencia de vida de cada representante que quiera ser un «verdadero
dirigente»: en efecto, para ser verdaderamente tal, todo gobernante debe ser
sobre todo un testigo [23].
El discurso de la preparación de nuevas élite se
advierte más urgente, si se piensa que la realización de una democracia de alta
intensidad hoy se coloca en un contexto de globalización.
La marcada interdependencia que se verifica en todos los
sectores de la vida – y en particular en el económico y en el de la información
– llama a realizar la democracia en el interior de los procesos que superan los
confines territoriales y que exigen un nuevo pensamiento, nuevos proyectos, así
como también nuevas instituciones que no supriman lo local, sino que lo
trasciendan, con el fin de generar un ambiente que permita el pleno
florecimiento del mismo.
Pero no se debe ignorar que la crisis de representación y de
participación de la democracia de nuestros días está acompañada por la crisis
del principio unitivo, que es la autoridad, y de su ejercicio. La autoridad no
sólo se encuentra corroída a nivel nacional, sino que cada vez es menos
comprendida y practicada como facultad de mandar conforme a la razón. Es la
mayoría de las veces concebida como ejercicio de poder, de dominio, desligados
del orden moral, de la ley moral natural. La crisis relativa a la autoridad es
tan profunda y radical que su noción misma ha desaparecido casi del todo y, con
ella, su dimensión antropológica y ética. Las consecuencias que de ello se
derivan no son pocas. Entre otras, se pueden mencionar: el progresivo
vaciamiento de los contenidos morales del Estado de derecho o, al lado opuesto,
su absolutización, por lo cual se convierte con frecuencia en ideológico, arbitrario,
sometido a las presiones culturales que, rechazando el parámetro de una razón
integral, son inevitablemente portadoras de instancias parciales, insindacables.
Si la democracia no quiere ser presa de agnosticismos o
relativismos escépticos, que la entregan a totalitarismos explícitos o
engañosos (cf. CA n. 46), es necesario que la autoridad política no sea autorreferencial
y reencuentre su vinculación con la ley moral natural. De esta manera puede
encontrar su medida ética también el elemento metodológico de la democracia, representado
por el principio o criterio de la mayoría. Únicamente así pueden ser
evitados fenómenos de prevaricación tanto de las mayorías como de las minorías.
La racionalidad y la conformidad con el orden moral son esenciales
para la autoridad política, a la cual la racionabilidad obliga a constituirse y
ejercitarse, en su verdadera soberanía y universalidad [24], no como
fuerza bruta ni como fuerza que nace y se constituye en virtud de un hecho
histórico casual, sino como potestad o facultad de mandar según la razón. Y
esto por una triple razón. Ante todo, porque lo reclama un orden absoluto y
universal: el orden metafísico-moral-jurídico, en cuyo ámbito es vivida la vida
humana. En segundo lugar, porque es ejercida para la consecución del bien común,
al cual es inmanente el reconocimiento y el respeto del orden moral, so pena de
la arbitrariedad y pérdida de su legitimidad y obligatoriedad. En tercer lugar,
porque tiene como destinatarios a personas racionales, es decir, sujetos
libres y responsables. La autoridad que se fundara sólo o principalmente sobre
la amenaza, sobre el temor de castigos, sobre la promesa u oferta de premios, no
movería eficazmente los seres humanos a trabajar por el bien común. Y si por
casualidad lo lograse, esto no sería conforme con su dignidad de personas [25].
Únicamente manteniéndose fiel a los rasgos de la racionalidad y de la
conformidad con el orden moral, la autoridad puede ser realmente útil a la
persona, a la sociedad, al bien común.
No ha de olvidarse, sin embargo, que la plena moralidad del
ejercicio de la autoridad no es dada por la fidelidad a un ordo rationis abstracto,
y menos por la realización de un buen estado de cosas cualesquiera (ética
teleológica), sino por el poner acciones o procurar condiciones que concurran efectivamente
a la actuación del bien humano en Dios. Es decir, su bondad moral no deriva
de la promulgación de leyes, incluso perfectas, pero que difícilmente pueden
ser observadas por la mayoría de los ciudadanos. Ni siquiera deriva de leyes
exclusivamente centradas sobre aspectos en el fondo marginales o secundarios de
la existencia, como el simple bienestar material, descuidando aquellos
relativos al espíritu y a la esencia racional de la sociedad. La plena moralidad
del ejercicio de la autoridad se ha de procurar sobre la base de una conciencia
histórica no abandonada a sí misma, sino vigilada constantemente por una
racionalidad especulativa y práctica, que juzga la coherencia entre conciencia
histórica y ser humano, entre reivindicación de los derechos y dignidad de la
persona. Gracias a una conciencia histórica vigilante y crítica, los falsos
derechos son desenmascarados como traducciones distorsionadas y engañosas de la
dignidad humana, extrañas a sus exigencias más profundas.
Más precisamente, el Estado de derecho recibe la medida de su
eticidad y laicidad desde el exterior, de la sociedad civil pluralista, pero,
sí armónicamente convergente. No la puede asumir mediante un mero conocimiento
racional, procedente de una filosofía totalmente separada del contexto
histórico. No existe, en efecto, una pura evidencia racional independiente de
la historia. En particular, el Estado laico de derechos recibe su sustento no
de una razón nuda, sino de tradiciones culturales y religiosas preexistentes
vividas críticamente. Lo recibe en concreto de una razón que, actuándose según
los diversos grados del saber, madura en el interior de prácticas e
instituciones a ella favorables, en la forma histórica de los diversos credos
religiosos que conservan vivo el sentido ético de la existencia y de su
trascendencia.
4. El carácter decisivo de la verdad sobre el ser humano
y sobre la sociedad para el futuro de la democracia
Se ha hablado ya de la crisis multidimensional de la democracia
de nuestros días. Es una crisis más que estructural. Es primariamente crisis de
sentido, crisis ética. Por lo tanto, su superación se ha de buscar no sólo en
el plano de las reformas institucionales y de los procedimientos, quizás
creando otros nuevos, adaptados a un contexto de globalización, sino
comprometiéndose también en otros niveles más decisivos para el futuro de la
democracia y de la humanidad.
En primer lugar, emerge el nivel de la verdad acerca
del ser humano y la sociedad. Si no fuese posible acceder, aunque sea sólo
imperfectamente, a la verdad ontológica y ética, pasando del fenómeno al
fundamento, cualquier discurso y debate en torno a la democracia y a su valor
humano no sería más que una mera pérdida de tiempo. En segundo lugar, es
necesario desplegar energías en el plano de la existencia y de la unidad moral
de los sujetos de la democracia. Para quién tiene interés por los éxitos del
propio pueblo, se crea seguramente un problema, el declive de los partidos como
arquitrabe de un sistema político fundado sobre la representación, no puede ser
menos preocupante la profunda fragmentación del ethos, que conduce
inexorablemente las sociedades occidentales hacia la experiencia paradójica de
Babel. El agnosticismo de fondo, la marcada divergencia entre las familias
espirituales y culturales parecen peligros mortales para la democracia más que
el dominio de poderosas oligarquías, más que los partidos personales, más que
el así llamado directismo que intenta puentear la intermediación ineficaz de
los partidos tradicionales, para llegar a incidir directamente en la gestión de
la cosa pública [26].
¿Qué cosa puede ayudar a las democracias occidentales a
superar la crisis que las apresa en una trampa mortal? Ha llegado el momento de
considerar las precondiciones gnoseológicas y ético-culturales de la democracia,
que constituyen su unión moral, el acceso a una plataforma compartida de
bienes-valores.
5. Precondiciones gnoseológicas y ético-culturales de la
democracia
La democracia, forma de gobierno íntimamente conexa con el ser
antropológico y ético de los pueblos, es inevitablemente animada y habitada por
un dinamismo interior y espiritual, pero no abstracto, que emerge
históricamente en el espacio y en el tiempo mediante la conciencia social de
los ciudadanos, con su progreso y, desgraciadamente, con sus retrocesos. La
vida moral de los pueblos, su percepción de los valores, así como sus prácticas
y estilos de vida, constituyen el elemento propulsor y orientador de las
democracias. Siendo expresión de personas libres y responsables, intrínsecamente
sociales y relacionales, abiertas a la Trascendencia, constituyen, respecto al
elemento estructural, aquello que da forma e invita a configuraciones
cada vez más humanísticas.
Como ya han detectado algunos pensadores católicos del siglo
XX, entre los cuales J. Maritain y E. Mounier, a lo largo del tiempo el cristianismo
ha hecho germinar en las culturas receptoras un substrato de valores que, a su
vez, han producido en el imaginario colectivo y en la realidad histórica un standard
(modelo) de democracia de no retorno. Los valores de libertad, responsabilidad,
igualdad y fraternidad sembrados en los surcos de la historia han fecundado
paso a paso la naciente dimensión estructural de la democracia, haciéndola a
ellos homogénea, al grado de aparecer hostil en relación a las visiones de la
persona y de la sociedad que los contradicen.
En la presente situación histórica, el agnosticismo dominante,
el secularismo avanzado, la fragmentariedad del ethos producida por el
multiculturalismo extendido, la multietnicidad y el particularismo localista
están sometiendo a dura prueba la unión moral de los pueblos occidentales. Su conciencia
social no consigue ya, por ejemplo, percibir como valores fundamentales el
derecho a la vida del ser humano por nacer; la familia como sujeto colectivo; la
dimensión comunitaria de los diversos credos religiosos; el bien común; la
justicia social; la autoridad como facultad de mandar según la razón: éstos
valores, codificados en las diversas Cartas constitucionales surgidas después
de la segunda guerra mundial.
Por
otra parte, la doctrina política de los pensadores contemporáneos más cotizados
que no parece estar en condiciones de ofrecer una salida de emergencia. Sus
propuestas, si bien refinadas, parecen débiles y no resolutivas para
predisponer una plataforma compartida y sólida de valores, porque no saben
ofrecer una justificación racional convincente. Baste sólo pensar en John Rawls
y en Amartya Sen.
Sea en el primer Rawls de Theory of Justice [27] (teoría de la
justicia) de los años setenta como en el segundo Rawls de Liberalismo
político [28]
de los años ochenta, la justicia y la solidaridad poseen una obligatoriedad
que no demanda exigencias y necesidades fundamentales propias de la persona
humana. No encuentran un fundamento objetivo en la constitución ontológica
y moral del ser humano. Su justificación se apoya o en una razón de tipo
kantiano, universal ciertamente, pero vacía de contenidos morales claros, o en
una razón de tipo sociológico y, por ello, intrínsecamente imposibilitada para
suministrar un fundamento crítico. Si en el primer Rawls se evidencia
mayormente un individualismo radical, que rechaza la idea de contexto
social, porque la persona humana, en definitiva, es concebida como un «todo
perfecto y solitario», que interactúa con los otros de manera mecánica como si
estuviera absolutamente indiferente y despegado de ellos [29], en el
segundo Rawls los individuos asumen su concretez individual y social, pero esto
va en menoscabo de la universalidad de los valores comunes, que aparecen
ligados a lo contingente, a un contexto cultural histórico.
Ironía de la suerte: en el momento en que John Rawls, impelido
por las objeciones de los comunitaristas, recupera la referencia al contexto
comunitario, a la individualidad histórica de los ciudadanos, es criticado por
Amartya Sen. Éste, en vista de la realización de una justicia global, desacredita
el procedimiento rawlsiano de tipo contractualista y afirma que prefiere el
enfoque del espectador imparcial de Adam Smith [30].
Sin embargo, porque el espectador imparcial smithiano no parece
que deba ser guiado por un telos normativo de la vida humana, es fácil
respaldar cualquiera de las potencialidades humanas de los individuos y
de los pueblos, incluso las negativas.
En efecto, hoy es exactamente éste el mayor peligro que se
debe evitar. Se encuentra en todas aquellas posiciones que, al frente del
pluralismo amplio de las concepciones del bien, reaccionan proponiendo un mero
procesalismo.
La ausencia o la debilidad de un ethos mínimo
compartido por todos, transforma en precario o diluido el libre consenso social,
que debe animar la democracia formal o estructural. Síguese de esto que la
democracia de las normas es inconsistente. El principio de mayoría – importante
norma para el correcto funcionamiento de la democracia y para la formación de
decisiones colectivas – privado de la referencia a bienes-valores ciertos, queda
expuesto en gran parte a formas autoritarias, al decisionismo, al poder del que
logra apoderarse de él.
Por
lo que respecta a las precondiciones gnoseológicas, para la doctrina social de
la Iglesia (=DSI), la posición del escepticismo metodológico y el relativismo
ético afín, que son premisas del nihilismo cultural, que banalizan la capacidad
de lo verdadero y del bien así como la de Dios. Semejante capacidad, hay
que reafirmarla con fuerza en
nuestras sociedades multiculturales, en las cuales está
prevaleciendo la opinión de la inconmensurabilidad entre las diversas
concepciones del bien, con una especie de politeísmo de los valores en
competencia conflictiva entre ellos, para expresarlo con el lenguaje de Max
Weber – constituye la razón profunda de la igualdad entre los seres
humanos. Los une en una búsqueda común, evidenciando en todos la
posibilidad de converger en una verdad universalmente reconocible, aunque en la
diversidad y en la relatividad de los enfoques. Está en la base
del respeto del amor recíproco, de la tolerancia, de la amistad cívica. Sin una
verdad que de alguna manera los comunique, no hay razón para respetar o tolerar
las diversas concepciones del bien. La comunicación y el diálogo se hacen
imposibles.
Así el diálogo público, base de la vida política – como bien
ha recalcado Hannah Harendt – desempeña una función heurística respecto de la
verdad, sólo si, trasmite la discusión y la argumentación, si mira a una verdad
reconocible por todos; es en la confrontación como se enriquece el propio punto
de vista. El diálogo, cumpliendo una función terapéutica como señalan los
psicólogos, se realiza en su esencia profunda, cuando los ciudadanos convergen
sobre las nociones de verdad y de bien, y se comprometen a potenciarlos
corresponsablemente como patrimonio común.
En pocas palabras, el bien humano es reconocido como presente
en el otro, quien lo hace aparecer semejante a nosotros y proporciona
las razones de la benevolencia, de la amistad, de la colaboración y de la
justicia. Si existe un bien humano común, el otro ya no es extranjero. Su bien
no me es extraño. Sino al contrario, en él el bien común, que en parte me
pertenece, hay que amarlo y cultivarlo. Se comienza a ver al otro también con
los ojos del corazón. Se convierte en un bien-persona, que hay que guardar, respetar,
favorecer, colaborar con él. En efecto, el bien que hay en cada uno no es todo
el bien humano posible. Es acrecentado mediante la práctica de la solidaridad.
Para la DSI, la democracia subsiste en términos más humanos no
sólo gracias a opciones gnoseológicas precisas, que valoran la razón
especulativa y práctica, sino también gracias a instituciones y ordenamientos, a
prácticas, actitudes y estilos de vida que, cuando son acordes con la vocación
comunitaria y relacional de las personas y de la sociedad, la convierten en un
espacio donde las personas pueden experimentar y desarrollar su dimensión de
trascendencia hacia el otro y hacia Dios.
Para permitir a las personas conseguir la propia perfección, la
democracia debe estar habitada por esferas de vida organizadas lo más
posible como «comunión de personas», como un «nosotros» que trasciende el
nosotros étnico, racial, mercantil, jurídico-contractual, donde el otro, cualquiera
que sea, es querido y amado en última instancia por sí mismo, es considerado
como un tú, es decir, como un sujeto libre y responsable, relacional, abierto
a la trascendencia.
6. ¿Cuál consenso democrático?
El
alma antropológica y ética de la democracia, según el personalismo comunitario
y relacional propuesto por la DSI, solicita que se reflexione el consenso
social, el
ejercicio de la autoridad, el uso del método de la mayoría en
términos no meramente formales o legales. La democracia no es el régimen del
número, sino el del derecho y, por tanto, implica una conexión con la moral.
Volviendo al consenso social, hay que decir que, por
indispensable que sea para indicar los valores compartidos, no los funda ex
nihilo. Los revela, enucleándolos como válidos y universales, valiéndose de
juicios éticos anteriores que no se realizan con criterios matemáticos o
estadísticos.
Lo específico de la DSI, a propósito del diálogo público, está
justamente en la afirmación de que, si en las comunidades políticas
contemporáneas es imprescindible el consenso social para acordar nuevos pactos,
exigidos por otra parte por el cambio de circunstancias, los contenidos éticos
de tal consenso no pueden reducirse a un mero aporte cultural o al resultado de
un overlapping (solapado) consensus prevalentemente sociológico o
fortuito, como parece emerger en el «segundo» John Rawls. Si así fuese, el
diálogo público se asentaría sobre arenas movedizas de valores sólo
puntualmente acreditados por las conciencias de los ciudadanos, que, sin
embargo, no los creen objetivos y por tanto en último término obligatorios.
El consenso social y los diversos pactos, para la DSC, son
ciertamente actos históricos – expresión de conciencias sociológica y
culturalmente contextualizadas – pero también son momentos reveladores de
bienes-valores, fruto de una búsqueda común de la verdad, del bien y de Dios.
Por consiguiente, los bienes-valores que afloran en la conciencia no se
encuentran en esa como un mero fruto histórico, heredado de la tradición o de
la educación, como si fueran realidades provenientes completamente del exterior,
y ni siquiera como un fenómeno espiritual pasajero, que encuentra
correspondencia, en una intersección contingente, en más mundos interiores y en
más familias culturales. Allí se encuentran reflexiva y críticamente como bienes
en sí, enraizados en las inclinaciones del ser humano, unión indisoluble de
cuerpo y alma, y que la conciencia reconoce y ordena según una imagen integral
del ser humano, mediante un conocimiento especulativo y práctico, sapiencial.
Por ello, el consenso social es con seguridad necesario para
la comunidad política democrática, en orden a su existencia cohesionada y a su
reforma profunda. Debe ser lo más amplio posible. Sin embargo, no es en
definitiva válido para los fines políticos, que no pueden resultar normativos
solamente a merced de un acuerdo o de una votación mayoritaria. Lo que hace
posible la comunidad política y democrática es seguramente el consenso, pero, aquello
que cuenta mayormente es la capacidad constitutiva de los ciudadanos de estar
orientados a la verdad, al bien, a Dios. Esto les permite formar parte de una
comunidad política no por motivos extrínsecos, sino en razón de una estructura
ontológica y ética que los inclina al bien común y los habilita para escoger
las modalidades de la realización histórica del mismo a la luz de un
imprescindible discernimiento entre el bien y el mal, entre lo justo e injusto.
7.
La accesibilidad a los valores, el compartirlos en contexto de
multiculturalidad. El diálogo posible sobre la base de la razón.
Para poder ser subsidiaria en relación al crecimiento de los
pueblos, la democracia debe actuarse tanto en el plano estructural como en el
sustancial, en términos antropológicos y éticos adecuados. Debe convertirse en ambiente,
o sea, conjunto de condiciones psicológicas, morales, económicas, religiosas y
culturales [31], que consientan a la dignidad humana de todo ser
humano ser respetada y promovida.
Exactamente con referencia al aspecto antropológico y ético, la
cultura actual está llamada a afrontar seriamente, por lo menos, dos órdenes de
problemas, que han emergido ya en las precedentes reflexiones y que en ningún
modo son marginales al destino futuro de la democracia: la accesibilidad a los
valores y su compartición en un contexto de multiculturalismo extendido; la
relación entre conciencia histórica de los pueblos y derechos del ser humano. Dada
su perentoriedad los consideraremos uno por uno.
Afrontamos en este párrafo ante todo el imprescindible
problema de la accesibilidad a valores comunes por parte de todos los
ciudadanos.
En efecto, si, como se ha ya afirmado, la democracia, aun
teniendo un aspecto fuertemente formal, no puede prescindir de un alma ética, es
necesario, que a pesar del agnosticismo y el relativismo ético dominantes, sea
detectable una plataforma de valores comunes, a los cuales se atribuya un
significado ante todo unívoco.
Pero ¿cuáles son las condiciones para encontrar valores
universalmente compartidos, más allá de los diversos sistemas ético-cultuales a
los que se pertenece? Es ésta la preocupación de muchos pensadores
contemporáneos. ¿Cómo salir del impasse (atolladero) del pluralismo
absoluto, ni dialogante, ni razonable que vuelve al multiculturalismo
humanamente y políticamente inmanejable? Si existe de hecho una unificación
técnico-práctica entre las culturas, ¿es realmente imposible y no sugerible una
correspondiente unificación en el plano ético-cultural? ¿Sobre qué bases
buscarla?
Es éste el problema de la existencia o no de un principio
unificador de las multiplicidades culturales. Según Francesco Botturi, no
es distinto del principio tradicional del pluralismo cultural intersocietario, del
cual se ha ocupado con insistencia la filosofía contemporánea y que, en las
democracias europeas, obliga ahora a la confrontación con figuras culturales
externas a la tradición occidental [32].
La cuestión de un principio que unifique la multiplicidad cultural
no se resuelve a la manera de los neoliberales y de los neocomunitarios. Es
menester superar los extremismos tanto del universalismo apriorístico y
abstracto, como del contextualismo. Emblemáticos de tales soluciones
insatisfactorias son los intentos de John Rawls y de Alasdair MacIntyre [33].
El
problema del multiculturalismo, como problema de la convivencia de diversos
componentes étnicos y culturales, puede ser afrontado y puede encontrar
justificación razonable en una prospectiva de comunicación mínima como punto de
partida, sólo si se reconoce presente y operativa en toda tradición la
búsqueda dela verdad y del bien.
Solamente así reunidas y unificadas son posibles la
comunicación y la valorización de las tradiciones y de las legítimas diferencias,
entendiéndolas como riqueza expresiva del universal humano concreto que es
único, aun diferenciándose por aspectos étnicos, religiosos. En resumen, existe
un principio unificador de las multiplicidades culturales, porque existe
en toda tradición una naturaleza común que las abre desde dentro a la
comunicación recíproca y a compartir los valores.
La posibilidad radical de la comunicación entre las personas y
culturas no puede ser reconocida procediendo con un método filosófico de
estampa idealista que busca, como desde el exterior, puntos de contacto entre
realidades radicalmente inconmensurables. Una comunicación real y fructuosa no
es posible sobre la base de un mínimo común denominador unificador, neutral y
extrínseco a todas las tradiciones, quizá establecido desde el puno de vista de
un espectador imparcial, sino gracias a un elemento común que habita las
estructuras en su germinal apertura recíproca. Se da la posibilidad de la
comunicación desde el principio o no se da en ningún caso. Esto puede ser
reconocido y comprendido sólo gracias a un método realístico y crítico, que
diversos pensadores han puesto como alma de su filosofía, para el cual hay
conmensurabilidad y, por tanto, posibilidad de comunicación entre diversas
culturas y concepciones del bien, en cuanto son expresión de una búsqueda de la
verdad que une a todos. Tiene sentido comprometerse en una comparación
razonable entre diversas culturas si, mediante discusión y argumentación, se
mira a una verdad conocible por todos, que es tal en razón de la natural
capacidad de cada uno de acceder a la verdad y al bien, a Dios. De otra manera,
queda solo la alternativa de la incomunicabilidad radical entre las tradiciones
y las visiones de bien, con la consecuencia de que toda comunicación social y
todo diálogo público, indispensable para la convivencia democrática de cada
pueblo, permanezcan cerrados o fuertemente afectados.
8. Conciencia de los pueblos y derechos del ser humano
Como se ha ya enfatizado, aunque sea indirectamente, el
elemento sustancial y específico de la democracia es dado por el reconocimiento
de los derechos de la persona humana. Ellos constituyen una plataforma
universal a la que apelan todos los pueblos y todas las familias culturales.
También
la DSI ha afirmado en repetidas ocasiones que ellos deben ser considerados como
directrices de realización del bien común nacional y mundial. Sin
embargo, en nuestros días debemos advertir que a su universalización y a su
estabilidad en las conciencias de los pueblos se interponen numerosos
obstáculos que terminan por poner en riesgo la sustancia ética y la solidez de
los ordenamientos jurídicos, fundamento de la democracia (cf. CA 47) [34].
Las conciencias de los pueblos, lugar epifánico de los derechos y de los deberes,
no parecen constantes en percibirlos como tales y, por ello,
han sido
irregulares en el garantizar su absolutez e incontrovertibilidad.
Entonces, en vista de una democracia más plena no se trata
sólo de tutelar y promover todos los derechos en cuanto son interdependientes e
indivisibles. Sino que es necesario asumirlos en las conciencias y
especificarlos en el orden jurídico como manifestación de la vida moral de los
ciudadanos, que aspiran a la realización humana en Dios. Por ello es menester
hacer hincapié sobre la dimensión suprahistórica de la conciencia.
Entre las dificultades que se encuentran se pueden enumerar:
1) La multiplicidad de las
interpretaciones de los contenidos de los derechos: a la codificación
universal de los derechos corresponde con frecuencia, en nuestras sociedades
multiculturales, una babel de significados. A la vez algunos países orientales,
aun reconociendo los derechos del ser humano, rechazan su interpretación
occidental.
2) La frecuente confusión del
derecho con el arbitrio: no son pocos los que entienden sus derechos como
pretensiones individualistas, ilimitadas, hasta el punto de ignorar el derecho
ajeno, como si no existieran también los deberes. En referencia a los
derechos, es necesario que se repiense la libertad. De hecho la libertad no
consiste en la simple posibilidad de hacer o no hacer lo que se quiere. Al
contrario, esa está intrínsecamente marcada por aquella racionalidad, para la
cual nuestro ser de personas no es concebible fuera de un tejido de relaciones
con los otros, mediante los cuales recibimos y, a la vez, damos. Para
realizarse de manera auténtica, no unilateral e ilusoria, nuestra libertad no
sólo debe respetar el derecho del otro, sino que debe hacerse cargo de él, y
promoverlo. Esto último es condición de nuestro mismo bien.
3) Las renacientes ideologías liberales, según las
cuales los derechos sociales serían una variable independiente de los mercados.
Ellos no serían parte integrante de los derechos propios del ciudadano. Pues bien,
semejantes visiones cuestionan el nexo inseparable entre derechos civiles, políticos
y derechos sociales, y entre estos últimos y la ciudadanía democrática. Sin
los derechos sociales, los derechos civiles y políticos se banalizan, quedan
impracticables. Sin los derechos sociales, no se da una democracia sustancial o
«de alta intensidad». La promoción de una categoría de derechos es garantía del
pleno respeto de todas las categorías de los derechos humanos. Una
categoría de derechos no puede ser promovida sin la promoción simultánea de las
otras categorías.
Son
éstas algunas de las causas que impiden a las conciencias de los pueblos
mantener una relación estable con los derechos de cada ser humano. Es menester educar
la conciencia de los pueblos, no únicamente para discernir el verdadero
bien del ser humano y las exigencias morales para realizarlo en orden a la
felicidad personal y a la convivencia social ordenada y pacífica, sino también
a convertirse en conciencia recta y estable porque, a causa de la maldad
y de la debilidad humana, ella es capaz de traicionar o de borrar incluso los
derechos de los ordenamientos jurídicos.
Es necesario educar las conciencias mediante prácticas de
vida virtuosa, haciendo crecer a las personas en instituciones, organizaciones,
asociaciones, empresas donde es permitido experimentar la propia dimensión de
trascendencia, tanto horizontal como vertical.
Mediante la educación de la conciencia hacia la rectitud, los
seres humanos son anclados más sólidamente en una cuestión moral común. Buscan
y encuentran con más facilidad, según la verdad y la justicia, las soluciones a
los numerosos problemas, que convocan a la ciudadanía a emitir juicios
puntuales acerca del bien humano, lo justo y lo injusto, el derecho y el
arbitrio.
Si la educación en los diversos espacios por excelencia, la
obra de la ley moral es blanda o carente, las conciencias no aprenden a
reconocer ágilmente su dictamen y quedan en alto grado expuestas al arbitrio, con
la consiguiente pérdida de la verdad y, por consiguiente, de la libertad. Dicho
de otra manera, la rectitud de los ciudadanos es fruto, en particular, de la
educación en las grandes virtudes cardinales. Éstas perfeccionan las
facultades intelectivas y prácticas, como también las conciencias de los
ciudadanos, tendiendo con más firmeza y perseverancia a la verdad, al bien, a
Dios, son puestas en condiciones de no caer en la dramática confusión entre el
bien y el mal, sancionando como derecho lo que es delito.
Pero aquí, en particular queremos sostener que la afirmación
universal de los derechos del ser humano, en nuestros tiempos es indispensable,
además de la educación de la conciencia de los pueblos, la búsqueda de su
fundamento metapositivo y racional, junto con la laicidad del Estado.
Desgraciadamente, en una situación de pluralismo cultural con frecuencia
extendido y, por ello, con la imposibilidad práctica de una convergencia mínima,
se dice que uno debería contentarse con verificar los derechos así como son
percibidos por el ethos popular vigente, con frecuencia desenfocado o
manipulado por los medios de comunicación social.
Esta posición no permite establecer un examen crítico acerca
de la rectitud de la conciencia popular y expone a la exploración del simple
dato histórico. En esta línea se colocan el americano Richard Rorty y los
italianos Gianni Vattimo y Norberto Bobbio, muerto en 2004, el cual pensaba que
la búsqueda de un fundamento indiscutible para los derechos era una empresa desesperada.
Sin embargo, sin un tal fundamento los derechos no serían incontestables, sino
momentos pasajeros de la conciencia histórica. No se podría proceder a
distinguir los derechos verdaderos de los falsos.
De este modo se está ante una encrucijada. O se admite que los
derechos son controvertibles y por tanto mudables, o se procede a la búsqueda
de un fundamento incontrovertible para las normas morales y para los derechos.
Como enseñan la DSI y el mismo Tomás de Aquino, el fundamento
incontrovertible de la ley moral y de los derechos hay que buscarlo en el ser
humano en cuanto capax – no se trata sólo de capacidad intelectual, sino
también moral, sobre la base de la libertad y de la responsabilidad… - veri,
boni et Dei.
Se puede pensar que todas las culturas, a pesar de su
diversidad, aceptan universalmente los derechos y los hacen remontar a un
fundamento objetivo, cuando se reconocen partícipes de una búsqueda común
del verdadero bien humano, búsqueda que puede alcanzar la ley moral, la cual
está sembrada por Dios en las conciencias. Es en la capacidad humana de
perseguir la búsqueda del bien, de reconocerlo, de adherir a él libremente
orientándose hacia Dios, donde se encuentra el fundamento de la inviolabilidad
de la dignidad de la persona y de sus derechos. Tal fundamento, entre otras
cosas, ofrece la razón de la benevolencia y del respeto del otro, de la
colaboración en empresas comunes, de la inviolabilidad de las normas de la
justicia, que deben permitir a cada uno la búsqueda de los bienes necesarios, comprendido
el Bien sumo, Dios.
Con esta premisa, he aquí algunos puntos fundamentales para la
educación de la conciencia de los pueblos:
a) Mostrar a todo ser humano que
en él está ínsita una capacidad natural de conocer, de querer, de elegir la
verdad, el bien y a Dios, aunque sea paso a paso dentro de las propias
limitaciones. Si el verdadero bien humano no fuese accesible, no se podría
reconocer un fundamento seguro para los derechos, necesario para discernir
acerca de su autenticidad y para no confundirlos con la arbitrariedad.
b) Además de formar en los
derechos, formar también en los deberes correlativos (al derecho del
trabajo corresponde el deber de trabajar, al derecho al estudio corresponde
estudiar, y así sucesivamente);
c) Cuidar, paralelamente a la
dimensión histórica, la dimensión suprahistórica de la conciencia. En efecto, si
la conciencia colectiva es falible y puede ser inconstante, hay que fortalecer
el engarce suprahistórico del que está dotada por naturaleza, para que
permanezca fiel en el mayor grado posible a los derechos fundamentales:
d) Pensar en los derechos del ser
humano no prescindiendo de Dios, antes bien teniendo como parámetro fundamental
la realización humana en él. La historia del derecho, desde Hugo Grozio a
nuestros días, muestra que el intento de pensar en los derechos separándolos
del fundamento del orden moral, es decir, de Dios, lleva al vaciamiento de sus
contenidos y conduce a una laicidad desemantizada del Estado;
e) Acostumbrar al uso crítico de los medios (de
comunicación), que poseen una fuerte capacidad para formar las conciencias ya
adormeciéndolas mediante la cultura del consumo y de la violencia
despertándolas, como sucedió a propósito de la guerra en Iraq, presentando las
despreciables acciones llevadas a cabo por los descendientes de Caín.
9.
La función correctora de la religión, o bien la recuperación de una razón
práctica integral, abierta a la Trascendencia
Para Benedicto XVI, las normas necesarias a la vida recta de
los gobiernos democráticos son de por si formulables con las simples fuerzas de
la razón, sin que deban ser involucrados los contenidos de la revelación. Y
esto, porque la razón del ser humano ha sido creada por Dios con una capacidad
semejante, que por eso es innata. Siempre según el pontífice, la religión, que
no tiene el cometido de proporcionar a los gobiernos las mencionadas normas o
de dar soluciones políticas concretas, pero tiene una propia función específica,
de ayudar a la razón, purificándola e iluminándola en el descubrimiento y en la
formulación correcta de los principios morales objetivos [35]. Se
trata de un papel auxiliar, «corrector», que presupone la previa capacidad de
conocer la verdad y el bien por parte de la razón. La religión, por tanto, sostiene
la razón para que supere su fragilidad y ofuscamientos momentáneos o
contingentes.
La CIV, en particular, nos ha hecho y nos hace comprender cómo
la religión o, mejor dicho, cómo una reflexión teológica adecuada sobre la
experiencia religiosa puede concretamente ayudar tanto a la razón a ser sí
misma, como a poner la democracia al servicio del desarrollo integral del ser
humano.
Permaneciendo
en la Caridad y en la Verdad de Cristo, el telos humano se ha hecho
accesible a todos [36]. En él, la capacidad innata de verdad,
de bien y de Dios, presente en toda persona – con independencia de la raza, de
la cultura de la misma opción religiosa – es reforzada, curada de su debilidad.
Viviendo en Cristo una existencia de plena comunión con Dios, toda persona es
en mayor medida estabilizada en su relación con la Suma Verdad y el Sumo Bien, sobre
cuya base se estructura el propio telos normativo, como conjunto de
bienes ordenados entre ellos por el amor a Dios. Gracias a un telos humano,
hecho por Cristo Jesús más gozoso en el plano universal y más cierto, gracias a
la recuperación de la moral natural que consiste justamente en el ordenar y
regular el deseo humano en vista del telos personal y común, aumenta la
motivación – motus ad actionem – a la benevolencia recíproca, a la
fraternidad, a la colaboración en adquisición del bien común. Los propios
deseos e intereses no prevalecen, pero son guiados y regulados según las
exigencias del bien universal. El desarrollo social es perseguido como conjunto
de condiciones que favorecen la plenitud del ser humano
La recuperación del telos humano en el orden moral, para
Benedicto XVI, es especialmente decisivo en el repensar el desarrollo social, en
toda la complejidad de sus articulaciones y especificaciones. Y ello, básicamente,
porque favorece la superación de aquellas dicotomías éticas de la modernidad
que estructuran y desemantizan el desarrollo tanto integral como social. Con el
restablecimiento de un telos normativo, la conducta de los ciudadanos es
pensada y actuada como un todo interdependiente, en el que no se dan
separaciones o contraposiciones entre los bienes, entre ética y verdad, entre
ética personal y ética pública, entre ética de la vida y ética social, entre
ética y finanza, entre trabajo y riqueza, entre ética y mercado, entre ética y
técnica, entre ética ambiental y ecología humana, entre fraternidad y justicia
social.
Para el desarrollo integral y social, la CIV postula una ética
de primera persona, es decir, pensada sobre el fundamento de la intrínseca
capacidad de todo sujeto humano de tender al bien perfecto, a Dios. Y esto, al
contrario de cuanto sucede últimamente en las éticas seculares, éticas de
tercera persona, escépticas acerca del conocimiento de la verdad, del bien y de
Dios, que no conducen a la colaboración según la justicia entre individuos que
no raramente se creen libres para perseguir cualquier fin. Ni tampoco conducen
a un buen estado de cosas, porque optimizan el lucro medio de la sociedad, dejando
de lado a los ciudadanos más débiles, incapaces de diálogo o de contratación.
En conclusión, la religión o, mejor, una reflexión crítica
sobre la experiencia religiosa, ayudan a recuperar una razón práctica integral,
en cuanto la colocan en un amplio contexto de vida y de saberes que, mientras
relativizan su pretensión de ser la única fuente de las normas, la refuerzan, indicando
la dimensión metasociológica y metahistórica, que superando lo fenoménico – sin
negarlo, por otra parte – les permite formular el telos humano, o sea un
conjunto de bienes ordenado sobre la base del metro de medida que es el Sumo
Bien.
10. La función purificadora de la razón en relación de
las distorsiones de la religión
La religión no siempre es disponible para ejercer un
ministerio de purificación de la razón. Esto sucede, recuerda Benedicto XVI, cuando
la religión padece distorsiones a causa del sectarismo y del fundamentalismo.
La religión, entonces, antes que ser «recurso» para la sociedad y para la
democracia, se convierte en un problema que hay que resolver. ¿Cómo purificar
la experiencia religiosa de racionalismos deletéreos para ella y para la
sociedad? Como el pontífice ha enseñado en la CIV, esto es posible únicamente
sobre la base de un juicio ético que se estructura gracias a una razón no
aprisionada en lo empírico, sino abierta a la integralidad de la verdad y al
Trascendente.
Una
racionalidad de este tipo subsiste y se ejerce solamente dentro de un discernimiento
basado y centrado en la caridad y en la verdad (cf. CIV n. 55). La
experiencia cognoscitiva, propia de la caridad en la verdad, hace
emerger de su seno el criterio «todo el ser humano y todos los seres humanos», que
permite juzgar y purificar todas las religiones, estructurándolas
coherentemente en su esencia.
11. Conclusión: una laicidad positiva; las religiones, recurso
y fuerza de la democracia
La resemantización de la laicidad de un Estado democrático
presupone una sustancial confianza en la persona humana, en su razón, capaz de
conocer la verdad y el bien, pero que también es falible, en la conciencia
moral.
Frente al fenómeno moderno y posmoderno de la desemantización
progresiva de la laicidad, a causa de la consolidación de una cultura cada vez
más secularizada que penetra en el secularismo, resulta indispensable, como ha
sido pedido repetidas veces por Benedicto XVI, un compromiso pluriarticulado
dirigido al redescubrimiento de una razón integral y a la difusión de un ethos
abierto a la Trascendencia así como a la realización de una nueva
evangelización. Ésta parece esencial no sólo en orden al anuncio primario
de Cristo Salvador en una sociedad multiétnica y multirreligiosa, sino también
para la liberación y la humanización de las culturas y de los ethos, que
sirven de fundamento a los ordenamientos jurídicos y de la laicidad del Estado
democrático.
El Estado laico de derecho, frente al primado de la persona y
de la sociedad civil, no puede considerarse fuente de la verdad y de la moral
en base a una doctrina propia o ideología. Él, como ya hemos afirmado, recibe
del exterior, de la sociedad civil pluralista y armónicamente
convergente, la indispensable medida de conocimiento y de verdad acerca del
bien del ser humano y de los grupos. El intento actual de apartar la religión
de la esfera pública, mientras por un lado promete una y otra vez hacer más
vivible y pacífica la vida democrática, por el otro provoca su debilitamiento, porque
le roba la linfa vital.
En efecto, una sana democracia tiene necesidad de reconocer
las creencias personales y su pertenencia comunitaria. No le puede bastar ni
una «religión civil», reconocida sólo sobre la base de un mero consenso social
– una «religión» así se funda sobre bases morales frágiles y mudables como las
modas – ni una religión encerrada en lo privado, es decir, concebida como
opción subjetiva, irracional, y por ello irrelevante o incluso dañina para la
vida social. Ni tampoco le ayuda una religión que mortifique la dignidad de las
personas y su realización humana según una trascendencia horizontal y vertical.
La dimensión religiosa de la persona no se exilia de la
universalidad de la razón, a lo sumo la trasciende, sin contradecirla. La fe de
los ciudadanos, como las correspondientes comunidades religiosas que la educan,
alimentan aquel «capital social» – hecho de racionalidades estables, de estilos
de vida, de valores compartidos, de amistad civil, de fraternidad – de los
cuales ninguna democracia puede prescindir, si no quiere reducirse a pura
administración conflictiva de intereses dispares.
Si esto es verdad, las democracias deben cultivar hacia las
religiones una actitud de apertura no pasiva sino activa, en el sentido de que
deben reconocer y promover, por lo que concierne a su competencia, el espacio
público – bien distinto de la institución estatal y presente en la misma
sociedad civil – donde se forman aquellas familias espirituales y culturales, aquel
ethos que las vivifica especialmente en la edificación plural y
convergente del bien común. El Estado, como aparato, como conjunto de
procedimientos, garantizará consiguientemente a las creencias personales y a
las comunidades religiosas la posibilidad de ofrecer su propuesta de vida buena,
regulándolas en la libre comparación democrática, pública y múltiple [37].
La verdadera tolerancia se funda sobre la libertad religiosa y
no sobre el rechazo de las religiones. La laicidad del Estado no quiere decir
neutralidad frente a las diversas religiones. Significa, por el contrario, acogida
y, a la par, imparcialidad, o sea reconocimiento sin injustos privilegios para
ninguna.
Madrid
septiembre 2013
NOTAS
[1] Cf C. CROUCH, Postdemocrazia, Laterza, Roma-Bari
2009.
[2] Cf R. DAHRENDORF, Dopo la democrazia. Entrevista
curada por Antonio Polito, Laterza, Roma-Bari 2001, p. 4 y p. 71.
[3] Cf sobre este argumento, ver U. ALLEGRETTI, Diritti
e Stato nella mondializzazione, Città Aperta, Troina (EN) 2002.
[4] El populismo es
un concepto del cual hoy se hace amplio uso, tanto en la literatura
especializada como en el lenguaje común. Un análisis de sus significados y de
sus más relevantes manifestaciones, para una definición y la consideración de
su relación con la democracia véase P. TAGGART, Populism, Open
University Press, Buckingham 2000, trad. it.: Il populismo, Città aperta,
Troina (EN) 2002. Completa el volumen la postfación La sfida populista e il
caso italiano (pp. 207-221) de Massimo Crosti, que afronta los nudos
teóricos del populismo en relación a la situación italiana y europea.
[5] Cf D. FISICHELLA,
Critica di destra alla democrazia, ovvero le ragioni del torto, Costantino
Marco Editore, Lungro di Cosenza (CS) 2002, pp. 5-6; véase además del mismo
Autor, Denaro e democrazia. Dall’antica Grecia all’economia globale, Il
Mulino, Bolonia 2000, en particular las pp. 129-160.
[6] Cf Intervención de la Santa Sede en Tirana
(21 de mayo de 2013): defender los derechos de los cristianos y de los miembros
de otras religiones en la zona de la OSCE contra la discriminación, en
«L’Osservatore Romano» (miércoles 29 de mayo de 2013), p. 2.
[7] El 18 de julio de 2013, luego de una breve
lectura en la Cámara de Lords, el Marriage (Same Sex Couples) Bill
ha obtenido la aprobación de la Reina. Por lo tanto, los primeros
«matrimonios» podrán ser celebrados a partir del año 2014.
[8] Cf La
divergencia entre el derecho y la sociedad, en «L’Osservatore Romano»
(viernes 19 de julio de 2013), p. 7. La cuestión, para la Iglesia católica, pero
también para otras comunidades está estrechamente vinculada con aquella otras
más generales de la libertad religiosa. Así, la aplicación futura de la nueva
ley podría entrar en conflicto con la tradicional enseñanza religiosa al
interno de las escuelas. Existe, en sustancia, el riesgo de que las
indicaciones que serán dadas por el ministerio competente sobre la educación
sexual en las escuelas entren en conflicto con la enseñanza de la religión católica.
Las escuelas católicas podrían ser obligadas a promover y apoyar los
matrimonios homosexuales. Además, existe el peligro de que los católicos, así
como otros ciudadanos, sean discriminados si en su lugar de trabajo expresaran
un parecer contrario. Las garantías ofrecidas por el actual Gobierno a fin de
que ninguna persona pueda sufrir un daño o un trato desfavorable en el caso de
que retenga que el matrimonio sea sólo aquel realizado entre un varón y una
mujer, desafortunadamente pueden mutar una vez que haya un Gobierno diverso.
[9] Cf BENEDICTO
XVI, Carta encíclica Caritas in veritate (29. 06. 09), Librería Editrice
Vaticana, Ciudad del Vaticano 2009, n. 24 (= CIV).
[10] Un caso que ha
provocado discusión respecto de la competencia del Estado para interferir en la
libertad de conciencia de los individuos y los grupos, es el de la obligación
impuesta, mediante un mandato federal, por parte de la administración Obama a
la Iglesia católica de los Estados Unidos, de ofrecer a los propios
dependientes cobertura sanitaria para métodos contraceptivos y para prácticas
abortivas. Forzando así a sostener prácticas de birth control contra la
propia conciencia incluso a aquellos que las consideran contrarias a la ética
coherente con la propia fe. No se trata de un mero problema de derecho
asegurativo. Se trata de un gravísimo problema conexo con el derecho a la
libertad religiosa, en el sentido más amplio del término, y además también con
la misión universal de la Iglesia. Para estar exentos de esta medida, los entes
católicos deberían limitarse a la evangelización y a prestar sus servicios solo
a personas que profesan la fe católica. Lo cual contradice la misma misión
universal de la Iglesia que, por voluntad de su Fundador, está al servicio de
todo ser humano y de todo el ser humano, independientemente del credo de
pertenencia. En definitiva, se trata de una coartación por parte de un gobierno,
que pretende establecer cuál debe ser la misión de una comunidad religiosa.
[11] Cf R. PETRELLA, Il bene comune. Elogio
della solidarietà, Diabasis, Reggio Emilia 1997, p. 75.
[12] En referencia a
este prejuicio léase la respuesta de S. ZAMAGNI, DSC, welfare e crescita,
en «La Società» 1 (2013), pp. 36-43.
[13] A este respecto véase el ya citado R. PETRELLA,
Il bene comune. Elogio della solidarietà, p. 75.
[14] Cf Z. BAUMAN, Vite di scarto, Laterza, Roma-
Bari 2005, p. 115.
[15] Ib., pp. 84-85.
[16] Cf ID., Fiducia
e paura nella città, Mondadori, Milán 2005, pp. 74-75.
[17] Cf J. M. BERGOGLIO, Noi come cittadini, noi
come popolo, presentación de M. TOSO, Librería Editrice Vaticana-Jaca Book,
Ciudad del Vaticano-Milán 2013, p. 31.
[18] Cf ib., p.
53.
[19] F. OCCHETTA, La crisi della democrazia?,
en «La Civiltà Cattolica», II (6 de abril de 2013), pp. 63-64.
[20] Cf J. M. BERGOGLIO, Noi come cittadini, noi
come popolo, p. 29.
[21] Cf ib., p.
32.
[22] Cf ib., p. 43.
[23] Cf ib., p.
92.
[24] Sobre los conceptos de verdadera soberanía y
universalidad de la autoridad, véase ib. pp. 96-98.
[25] Cf JUAN XXIII, Carta
encíclica Pacem in terris, n. 21, en AAS 55 (1963) 254-304 (= PT).
[26] Respecto al
directismo contemporáneo, véase M. CALISE, Il partito personale, Laterza,
Roma-Bari 2000, pp. 22-28.
[27] Cf J. RAWLS, A Theory of Justice, The
Belknap Press of The Harvard University Press, Cambridge 1971, tr. it.: Una
teoria della giustizia, S. MAFFETTONE [ed.], Feltrinelli, Milán 19832.
[28] Cf ID., Political liberalism, Columbia
University Press, New York 1933, tr. it.: Liberalismo politico, Comunità,
Milán 1994.
[29] Cf P. ROSANVALLON, La crise de
l’État-providence, Seuil, París 1981, tr. it.: Lo Stato provvidenza tra
liberalismo e socialismo, Armando, Roma 1984, pp. 86-94.
[30] Cf A. SEN, Globalizzazione
e libertà, Mondadori, Milán 2002, en particular las pp. 22-49.
[31] A este respecto véase P. PAVAN, La
democrazia e le sue ragioni, Studium, Roma 2003, pp. 171-179.
[32] Cf F. BOTTURI, Pluralismo culturale e unità
politica nella globalizzazione postmoderna, en AA. VV., Per un dialogo
interculturale, V. CESAREO [ed.], Vita e Pensiero, Milán 2001, pp. 13-26.
[33] A este respecto
nos permitimos reenviar al texto de M. TOSO, Democrazia e libertà. Laicità
oltre il neoilluminismo postmoderno, LAS, Roma 2005, pp. 71-74.
[34] Cf JUAN PABLO
II, Centesimus annus (=CA), Librería Editrice Vaticana, Ciudad del
Vaticano 1991.
[35] Cf BENEDICTO XVI, Discurso en el
Westminster Hall, en Una nuova cultura per un nuovo umanesimo. I grandi
discorsi di Benedetto XVI, L. LEUZZI (ed.), Librería Editrice Vaticana, Ciudad
del Vaticano 2011, pp. 127-133.
[36] La vida en
comunión con Cristo, con Su modo de pensar y de amar, acrecienta en su
potencialidades humanas las capacidades cognoscitivas y volitivas de las
personas, así como las correspectivas virtudes. La experiencia de una
existencia de comunión con la Caridad y la Verdad, introduce en un horizonte
sapiencial que permite acceder, gracias a la transdisciplinariedad en él
implícita, a esas síntesis culturales humanísticas que son indispensables para
una visión no fragmentaria del desarrollo. La «caridad en la verdad» consiente
el acceder a un contexto de sentido que, superándolos y concretizándolos, comprende
muchos saberes, respetándolos en sus competencias específicas, armonizándolos
en un todo interdisciplinar. En dicha síntesis, hecha de unidad y de distinción,
las ciencias positivas se abren y se integran con las ciencias prescriptivas y
metafísicas; la fe dialoga con la razón sin jamás prescindir de las
conclusiones de esta y sin contradecir los resultados, más aun incluyéndolos. Dentro
de un semejante vientre sapiencial, en el cual convergen saberes racionales y
suprarracionales – éstos últimos revelados, no irracionales, más precisamente
suprarracionales –, los conocimientos humanos, insuficientes para indicar por
si solos la vía hacia el desarrollo integral del ser humano, son llamados a
ampliarse y a ir aún más allá de sí mismos. Ya que parte del punto de vista confesional
de la Revelación, la prospectiva de la «caridad en la verdad» podría aparecer
como una limitación de campo en el enfoque de los problemas sociales, pero en
realidad no es así. Sino que abre prospectivas teórico-prácticas, un horizonte
sapiencial vasto y comprensivo, al interno del cual la razón está salvaguardada,
purificada y dilatada en sus diversas articulaciones. Las sectorialidades de
los saberes son superadas en una síntesis cultural que valoriza los diversos
tipos de racionalidad, sin anularlos, sino potenciándolos, por lo cual se puede
y se debe colaborar también con el no creyente, siempre y cuando tenga en alta
estima el destino de la humanidad y cultive con pasión y honestidad la propia
persona y la propia profesión.
[37] Cf A. SCOLA, Una
nuova laicità, Marsilio, Padua 2007, pp. 44-45.