Prof. Dr. Serguei AVERINTSEV
Moscú, Rusia
Ciertamente no soy profeta ni hijo
de profeta, y hablar sobre el futuro de nuestra fe en nuestra amadísima Europa
está por encima de mis fuerzas. Si me atrevo a proponer a esta digna asamblea
las consideraciones que siguen, lo hago, por así decir, ‘per sanctam oboedientiam’,
por la santa obediencia, siguiendo el deseo explícito del ‘Spiritus Rector’ de
este coloquio, pero contando también con la ayuda del ‘Creator Spiritus’.
Ante todo, quisiera llevar a cabo mi
tarea manteniéndome igualmente lejos de dos tonterías opuestas: la ‘Escîla’ del optimismo y el ‘Caribdis’ del pesimismo.
A nosotros, los cristianos, no nos
está permitido el pesimismo, porque sabemos por experiencia que nuestro Dios, a
pesar de todos los ideólogos y teólogos de la muerte de Dios, no está muerto,
sino que vive. Sabemos que la comunidad de los que permanecen fieles no es
vencida por las puertas del infierno, incluso donde estas puertas parecían tan
poderosas, como era el caso de mi patria en la época del bolchevismo. Sabemos
también que la Providencia está siempre dispuesta a realizar algo totalmente
inesperado e inimaginable por hombres y demonios, hoy igual que en tiempos, por
ejemplo, de Santa Juana de Arco, la personificación más singular de la Europa cristiana.
La táctica de Dios es de lo más sorprendente, inagotablemente sorprendente,
como ya deberíamos saber por la experiencia de la historia y por la vivencia
personal. ¿No es acaso precisamente esta peculiar eficacia de la Providencia,
que echa por tierra todos los cálculos de los que hacen pronósticos, la
indicada en el Salmo 2, cuando habla de que Dios se ríe de sus enemigos (‘irridebit
inimicos suos’)?
Ya que lo que acabo de decir es
cierto, el pesimismo se muestra desprovisto de sentido. Pero puesto que todo,
absolutamente todo lo demás en el mundo es incierto, el optimismo se revela
como mentira. Por consiguiente, el hombre está mal orientado. Dicho con
palabras de Schiller:
Mientras él cree en el tiempo dorado,
en el que el bien y lo noble vencerán,
el bien y lo noble combaten eternamente,
y el enemigo nunca sucumbirá.
La auténtica esperanza cristiana,
una virtud teologal, «la segunda virtud», cantada de modo tan bello por Péguy,
la «esperanza contra toda esperanza» paulina, la imposible, la única que no ha
engañado a nadie, es, por su propia esencia, profundamente ajena al optimismo y
al pesimismo. G.K. Chesterton alababa la disposición de los cristianos
auténticos de avanzar con alegre valentía en la oscuridad, hacia un posible
fracaso terreno, sin ninguna garantía:
Los hombres del Este pueden contar las estrellas
y anotar los tiempos y los triunfos,
pero los hombres sellados por la Cruz de Cristo
avanzan alegremente en la oscuridad.
El futuro de la esperanza no se
identifica con el futuro de los futurólogos. Los pensamientos de Dios, nos
enseña la Biblia, son distintos, totalmente distintos de los nuestros.
En otro tiempo, un poeta romántico
como Novalis pudo titular su famoso fragmento «Cristiandad, o Europa».
Ciertamente, incluso entonces, en 1799, justamente al final del siglo de
Voltaire y Diderot, después de las experiencias de la política de
descristianización de los jacobinos franceses –experiencias inauditas desde
Diocleciano–, ese título sonaba artísticamente antiguo, como conviene a una
obra romántica. Sin embargo, todavía era posible esa expresión. Desde entonces
han transcurrido menos de dos siglos, y ¿dónde nos encontramos hoy?
La noción archieuropea y paneuropea
de «Cristiandad» –en latín ‘christianitas’, en inglés ‘christendom’,
en francés ‘chrétienté’, atestiguado ya en la canción de Rolando, etc.–,
esta noción clave, acuñada por la mentalidad medieval y válida también para la
situación de comienzos de la edad moderna, ha devenido para nosotros tan lejana
e irreal.
En todo el mundo, en todos los
continentes, en los círculos culturales más diversos están presentes los
cristianos; a veces la fe de nuestros hermanos recién convertidos parece más
fresca que la nuestra. Sí, los cristianos están presentes en todas partes, pero
en general como una minoría y muy a menudo como una minoría atacada y
amenazada. Esto lo hemos visto también en Europa. En las ciudades de Occidente
las antiguas y venerables catedrales son superadas espectacularmente en altura
por los modernos edificios comerciales, y en ocasiones también por las
mezquitas surgidas recientemente. Por las calles de Moscú, mi ciudad natal,
anteayer capital de los ortodoxos, donde ayer resonaba «la internacional», se
oyen hoy los cantos de ‘Hare Krishna’
(han llegado a ser un elemento de la vida cotidiana moscovita hasta tal punto
que una sátira actual contra Yeltsin ha sido concebida como una parodia de
estilo ‘hare krishna’). Los
descendientes de la larga serie de generaciones cristianas, tanto si siguen
siendo nominalmente cristianos y pertenecientes a esta o aquella confesión,
como si se llaman agnósticos o librepensadores, en realidad con demasiada
frecuencia se muestran adoradores del espíritu radicalmente secularizado de
nuestro tiempo, teniendo como valores fundamentales la «eficiencia», el «estar
en buena forma» y la permisividad, quizá con la astrología y cosas semejantes
como sustitutos del misterio. O bien, cansados del secularismo, se convierten a
las religiones «exóticas», comprendido el islam, para no hablar de los extraños
demonios de la subcultura juvenil del llamado ‘New Age’.
Y donde hay cristianismo auténtico y
realmente vivido, cada vez menos es heredado de los padres, por la tradición
familiar o al menos determinado por la pertenencia étnica. Recordemos, por
ejemplo, los nombres de los protagonistas de la cultura católica del siglo XX:
entre ellos el número de los convertidos es muy elevado. Los antecesores de
G.K. Chesterton habían sido puritanos, por tanto muy anticatólicos. Jacques
Maritain era de procedencia hugonote, mientras su mujer Raissa, de origen
judío-oriental. Gertrud von Le Fort pertenecía a una vieja generación de
emigrantes hugonotes. El Cardenal Lustiger y tantas personalidades cristianas
preeminentes de distintas confesiones han sido hebreos de nacimiento. En cuanto
a la élite ortodoxa, sólo quiero citar al francés Olivier Clément, un teólogo
de relevancia ecuménica, que también era descendiente primero de hugonotes y
después de ateos, y que luego se convirtió a la fe gracias al ejemplo de
intelectuales rusos emigrados.
Una vez más vale, lo que había
valido en tiempos de Tertuliano: «fiunt, non nascuntur Christiani» –
cristiano se llega a ser, no se nace. Los papeles tradicionales se intercambian
cada vez con más frecuencia, y a los cristianos del Tercer Mundo no les resulta
extraño el pensamiento de evangelizar de nuevo Europa, como nosotros rusos,
desde siempre pueblo archiortodoxo, fuimos evangelizados otra vez en la época
soviética por un judío de nacimiento, el gran sacerdote misionero ortodoxo
Alexander Men', recientemente asesinado. Es verdad que nuestra amadísima Europa
sigue siendo «la hija mayor de la Iglesia», como antes se llamaba Francia,
aunque tomando literalmente la cuestión de la antigüedad, este privilegio
pertenece al cristianismo copto, sirio y armenio. En cualquier caso, debemos
recordar el hecho desengañante de que, en el curso de la historia de la
salvación, el derecho de primogenitura a veces ha sido quitado a uno y dado a
otro, y que en la parábola del hijo pródigo la figura del hijo mayor no juega
el papel más satisfactorio. También la admonición de Juan el Bautista, de que
Dios es suficientemente poderoso para sacar de las piedras del camino hijos de
Abraham, suena hoy muy actual. Debo reconocer que, sentimentalmente, yo mismo
soy un chauvinista europeo obstinado, como lo fueron bastantes rusos cultivados
(Dostojewsky habla de las «piedras sagradas de Europa» y también nuestro poeta
Ossip Mandelstam hablaba entusiasmado de Europa). Pero estamos llamados a
seguir la voz de la conciencia, no la del sentimiento.
En cierto sentido, a veces parecen
volver los tiempos de la ‘Carta a Diogneto’, conmovedor
monumento literario del cristianismo primitivo (siglo II). Allí se lee: «Ni el
país, ni la lengua, ni las costumbres distinguen a los cristianos de los demás
hombres. Compartimos los deberes civiles con los ciudadanos y las
contrariedades con los extranjeros. Todo país extranjero es para nosotros como
una patria, y toda patria como un país extranjero».
Hasta aquí la ‘Epistula ad Diognetum’.
Así como entonces, antes del nacimiento del orden medieval – aquel orden que,
una vez nacido, resistía seguro de sí durante largos siglos, y era aceptado
como algo natural, de nuevo ahora hay cristianismo sin cristiandad, fe sin
garantías, vida sin evidencias naturales.
Los rusos hemos experimentado esta
situación del modo más radical en la época bolchevique, cuando todo lo que de
la tradición cristiana se podía destruir fue destruido, sin escrúpulos,
sistemáticamente y en gran estilo, de modo que sobrevivió sólo la fe desnuda,
abandonada a sí misma. ¡Qué convincente es la fe si se halla completamente
abandonada a sí misma, desprovista de apoyo, y si las lenguas de fuego del
Espíritu sólo pueden estallar en el aire – ‘omnia possideat, non possidet aëra Minos’!
Ahora, como es sabido, ha pasado el tiempo de las persecuciones y nos amenaza
más bien el peligro opuesto: una parodia burda del «establishment» ortodoxo del
estilo zarista tardío. Pero precisamente los trazos grotescos de esta parodia
nos recuerdan una verdad que fue pagada demasiado cara para ser hoy olvidada.
Me parece que para el futuro, y no sólo para el nuestro, la experiencia de la «situación
límite» soviética de la fe no carece de importancia. El príncipe de este mundo,
‘princeps
huius mundi’, de quien ayer hemos visto con dolorosa claridad la faz
llena de odio, la cara de la bestia del apocalipsis, sigue siendo el mismo hoy,
y esto de ningún modo vale sólo para los países ex-comunistas. Sólo ha cambiado
sus tácticas, no sus objetivos.
Esto no lo digo en el sentido de un
cierto pánico pseudoapocalíptico, propio de los fundamentalistas y de los
llamados tradicionalistas, ¡Dios me libre! Pero verdaderamente sería una
lástima si el ‘ethos’ cristiano de
resistencia propio del pasado totalitario se perdiese para el cristianismo
futuro. Porque la resistencia sigue siendo un imperativo cristiano en todas las
circunstancias, una norma de vida cristiana: la oposición al príncipe de este
mundo – también allí donde esta resistencia poco o nada tiene que ver con la
política. «Nolite conformari huic saeculo», nos enseña Pablo: nosotros
no debemos adaptar acomodaticiamente nuestra alma y nuestro espíritu a este
mundo. Esta adaptación, que llamamos conformismo, le está absolutamente vedada
al cristiano: ‘nolite conformari!’ Aunque hoy no percibamos algunas
verdades espirituales tan clara e inmediatamente como nuestros antecesores del
tiempo clásico de la cristiandad, esta verdad nos ilumina de modo tan
penetrante como sólo a pocos se ha mostrado desde la época cristiana primitiva
del «primer amor»: un cristianismo conformista es una ‘contradictio in adiecto’.
No en balde Nuestro Señor ha sido llamado «signo de contradicción» (Lc.
2,34). Pero no hemos de rechazar sólo el conformismo político, sino también el
ético, el conformismo en la concepción global del mundo y en el estilo de vida,
el conformismo de la moda y de la modernidad. Un cristiano que no esté
dispuesto a que se burlen de él y lo ultrajen por vivir diferentemente de como
lo hacen los hijos de este mundo y de como el gusto del tiempo quiere, no merece
ser llamado cristiano.
Una vez más advierto que no se
confunda erróneamente lo que he dicho: no tengo ninguna simpatía por el «zelotismo»,
tan sentimental y a la vez tan inhumano, ni por el «fariseísmo», que todavía
intenta cargar a los fieles con pesos insoportables, ni por el restauracionismo
soñador. Hay que evitar todos los conflictos ‘inútiles’ con la
realidad de nuestro tiempo. En principio, estoy plenamente de acuerdo con el ‘aggiornamento’
católico, aunque en concreto lamento algunos errores. Y por lo que se refiere a
la situación del Este, en especial de Rusia, soy partidario, con la
contrariedad de no pocos compatriotas, de un ‘aggiornamento’ ortodoxo
todavía por llegar. Pero es ciertamente incuestionable que en ninguna
circunstancia el espíritu del tiempo debe convertirse en la última instancia de
la conciencia, de la doctrina y del ‘ethos’
cristianos.
Este espíritu del tiempo, para
decirlo con el Cardenal Poupard, se revela como un relativismo total, dispuesto
a aceptarlo todo, menos la cuestión de la verdad absoluta. Este espíritu del
tiempo favorece la revolución sexual, que actúa no sólo de modo permisivo, sino
agresivo, y que hasta es capaz de ejercer un terror moral, que deja muy atrás
todos los errores de la hipocresía de otro tiempo, cumpliéndose la regla
general según la cual las represalias de una revolución son más efectivas que
las del antiguo régimen. Si el ‘ethos’
cristiano permanece fiel a sí mismo, se convierte inevitablemente en un desafío
para el modo de pensar que celebra su victoria y que quiere obligar a todos a
una rendición sin condiciones.
La protección terrena e inmanente
que el sistema del viejo orden parecía dar a los fieles es irrecuperable. Para
el presente y para el futuro previsible nos vemos invitados a una profunda
meditación sobre el texto de la ‘Carta a los Hebreos’ 13,14: «No
tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la que ha de venir» (‘non
enim habemus hic manentem civitatem, sed futuram inquirimus’).
Evidentemente no debemos formular
juicios globales. Dios conserva todavía aquí y allá en Europa algunos
fragmentos del cristianismo de otro tiempo: oasis donde la hermosa herencia de
la piedad tradicional determina el estilo de vida. Estamos obligados a valorar
estos oasis y en lo posible a protegerlos. Quizá ofrecerán todavía consolación
y enseñanza a nuestros niños. Pero, ¿no penetra también allí la modernidad con
sus consecuencias, como la ya mencionada revolución sexual? Para el heroico
catolicismo polaco la permisividad cuasi democrática deviene un enemigo más
peligroso que la ideología comunista y la ocupación soviética de antes. En todo
caso, los oasis son precisamente eso: oasis en un amplio desierto. Y «el
desierto crece», como había predicho Nietzsche. En el desierto, no en otro
lugar, la voz del profeta manda preparar los caminos del Señor (Is. 40,3).
¡Bienaventurado el que en el desierto moderno manifiesta el ‘ethos’ de los antiguos padres del
desierto! Por lo que sé, así entiende su tarea la parisina Comunidad de
Jerusalén: enfrentarse al desierto en el corazón de una metrópolis moderna.
Si Dios quiere, de la acción de los
nuevos padres del desierto resurgirá una nueva cristiandad. Será algo nuevo,
jamás vivido todavía: pues Dios no se repite – El «hace nuevas todas las
cosas». Pero para el futuro próximo, hasta donde alcanza mi débil mirada,
veo el desarrollo ulterior de los resultados lógicos de la situación del
desierto, es decir del «cristianismo sin cristiandad».
Debemos identificar con precisión el
adversario principal. No se trata de un ateísmo fundado científica o
pseudocientíficamente. Este ateísmo está medio muerto desde hace tiempo, y el
futuro próximo está dispuesto a darle el golpe de gracia. La «experiencia» del
ateísmo, tan detalladamente discutida por los teólogos y filósofos de la
religión del siglo XX –recordemos por ejemplo el «Theos Atheos» de un Leopold
Ziegler– se ha acabado, en cuanto problema. Si alguna vez tuvo un contenido
autónomo, lo cual es en sí discutible, ese contenido fue digerido desde hace
tiempo a fondo por el pensamiento cristiano. Pero en sí misma la caída del
ateísmo no constituye todavía una ocasión para la alegría de los creyentes.
Hubo épocas más ingenuas, cuando para los apóstatas de la cristiandad el
pensamiento de Dios seguía siendo tan enorme y genuinamente importante que sólo
su negación formal y teórica permitía librarse de él. Ahora estos tiempos han
pasado. El relativismo y pragmatismo radical, junto con la práctica de la vida
a la moda, crean un específico estado del alma, en el que ciertamente no se
niega la cuestión de la existencia de Dios, pero se le roba toda seriedad.
Visto antropológicamente, esto es mucho peor que el ateísmo.
El cristianismo del futuro debe
oponer a este mal una seriedad firme, inflexible, que deshaga el engaño. Para
llevar a cabo esta tarea, no es necesario ser específicamente «conservador» ni
específicamente «liberal» y «progresista», sino sólo convincente. Probablemente
habrá siempre teólogos relativamente «conservadores» y relativamente «liberales».
Pero en cuanto ‘ideas’, tanto el conservadurismo teológico como su
necesariamente correlativo liberalismo teológico tienen que perder
esencialmente su sentido, pues según su acepción, ambas tendencias están
demasiado determinadas por la situación de la desintegración de la vieja
cristiandad: el conservadurismo se esforzaba por conservar los vínculos en vías
de descomposición, mientras que la teología liberal trataba de liberar la fe
individual de esos vínculos. Es fácil ver que en una ‘Secular City’ el
conservadurismo ya no salvaguarda nada, como tampoco la teología liberal libera
a nadie. El primero se reduce a una nostalgia sin esperanza, la segunda a un
activismo sin sentido.
El futuro son las generaciones
venideras. El cristianismo debe mostrarse convincente para ellos. Por esto es
necesario recordar un juicio de T.S. Elliot: a los jóvenes valiosos no hay que
ofrecerles de ninguna manera algo cómodo, sino un cristianismo lo más exigente
posible. La comodidad sólo les escandaliza.
Para ser convincentes y para entusiasmar
e iluminar la élite futura, el cristianismo debe distanciarse con suficiente
claridad de los objetivos heterogéneos, como por ejemplo los objetivos
nacionalistas. Precisamente hoy experimentamos en la Europa del Este un
progreso catastrófico del nacionalismo, que trae consigo incluso una imitación
moderna de las guerras de religión de la época confesionalista, por ejemplo en
Yugoslavia. Pero esperemos que este ímpetu nacionalista, que ha sido provocado
por la momentánea situación de «vacío ideológico» postotalitario y que carece
de motivos sólidos, tenga una vida breve. Luego, probablemente habrá una
reacción inevitable. Todo lo que ahora está comprometido con el nacionalismo
será entonces despreciado, como sucede hoy con todo lo que había estado comprometido
con el totalitarismo. Los objetivos heterogéneos deforman siempre el sentido
del mensaje cristiano. Estamos llamados a buscar primero el reino de Dios; «todo
lo demás» –el bienestar de nuestra patria terrena o de toda la civilización,
también la prosperidad de Europa– se nos dará por añadidura, y no al revés. Las
generaciones venideras no preguntarán por el cristianismo nacional o liberal,
sino por el cristianismo cristiano.
Por eso, buscarán también la ‘Una
Sancta’ antes que la identidad confesional. Más arriba he hablado de
que la fe cristiana y sus formas concretas se heredarán cada vez menos por
derecho de nacimiento. Este hecho está ligado ciertamente a muchos procesos de
destrucción, que son desfavorables para ciertas evidencias de la tradición,
pero a la vez significa una nueva oportunidad para la reunificación de los
cristianos. Porque con la fe heredada uno recibe también los viejos prejuicios
y resentimientos confesionales. Con la cultura religiosa tradicional se hereda
también la exclusividad de esa cultura. Pero para quien se decidirá por Cristo
en medio del desierto creciente del relativismo total, las viejas listas de
agravios comunes de las diversas confesiones apenas tendrán importancia.
Ciertamente la verdadera síntesis de los tipos culturales condicionados por las
confesiones sigue siendo una tarea para el futuro que exige muchos esfuerzos.
Hoy sólo algunas comunidades totalmente extraordinarias, como la abadía
benedictina de Chévetogne en Bélgica, hacen pregustar esa síntesis. Probablemente
es un signo de los tiempos que esta abadía, que ya antes se servía de la
colaboración de pintores ortodoxos de iconos de Grecia o de la diáspora rusa
para la decoración de sus iglesias, haya conseguido recientemente la
cooperación de un preeminente monje pintor ruso, el Padre Zenón. Pero
Chévetogne sigue siendo un lugar totalmente especial, un caso excepcional.
La tarea de esta síntesis es
bastante difícil, a causa del fuerte peligro de una confusión general ecléctica
y sincretista, que amenaza con causar todavía ulteriores pérdidas al ya
desorientado sentido del estilo. Sin embargo el buen resultado de esa tarea
sería una ayuda enorme para la solución de tantas otras tareas vitales del
cristianismo. El occidente cristiano necesita urgentemente el sentido oriental
del misterio, del temor de Dios, del pecado, de la originaria distancia óntica
entre el Creador y la creación. De lo contrario, los jóvenes del occidente, que
no se cansan de buscar la verdadera religión, se dirigirán al oriente no cristiano,
por ejemplo al islámico. El oriente cristiano necesita con no menor urgencia la
reflexión teológica occidental en la moral y en el derecho, la experiencia
occidental de la confrontación plurisecular con el Iluminismo, el sentido de la
sinceridad intelectual y de los matices, la sabiduría espontánea y llena de
humor de bastantes santos occidentales como Francisco de Asís o Felipe Neri. De
lo contrario, en el oriente siempre se continuará a aprovecharse del derecho a
la existencia de la civilización democrática en contra del cristianismo.
Sólo así se podrá alcanzar el nuevo
equilibrio y la nueva totalidad de lo cristiano, capaces de enfrentarse a todos
los desafíos del futuro.
***
Fuente:
CONSEJO
PONTIFICIO DE LA CULTURA, Cultures et Foi
- Cultures and Faith - Culturas y Fe. Vol. I - N. 1 - 1993. Klingenthal '93
Serguei
Averintsev, ‘Perspectivas sobre el futuro
del Cristianismo en Europa’