11 mar 2007

Crítica al padre Leonardo Boff, O.F.M.



«Idcirco ergo Concilium elegit verbum “subsistit”, ut patefaceret unam exsistere verae Ecclesiae “subsistentiam”, dum extra eius visibilem compaginem exsistunt tantumodo “elementa Ecclesiae”, quae –cum sint elementa ipsius Ecclesiae– versus Ecclesiam catholicam tendunt ad eandemque ducunt» (Congr. pro Doctrina Fidei, Notificazione sul volume “Chiesa: carisma e potere” del P. Leonardo Boff: AAS 77 [1985] 756-762).

«El Concilio había escogido la palabra subsistit precisamente para aclarar que existe una sola “subsistencia” de la verdadera Iglesia, mientras que fuera de su estructura visible existen sólo elementa Ecclesiae, los cuales –siendo elementos de la misma Iglesia– tienden y conducen a la Iglesia católica» (Congr. para la Doctrina de la Fe, Notificación sobre el volumen «Iglesia: carisma y poder» del P. Leonardo Boff, 11-III-1985: AAS 77 (1985) 756-762).

Leonardo Boff, La Eclesiología militante «Igreja: Carisma e poder. Ensaio de Eclesiologia militante» do Pe. Leonardo Boff, O.F.M. Editora Vozes, Petrópolis 1981, 249 pp.

Por Fr. Boaventura Kloppenburg, O.F.M. Rector del Instituto Teológico Pastoral del CELAM Medellín, Colombia (1982)


El Profesor de Teología Dogmática en el Convento Franciscano de Petrópolis, Estado de Río de Janeiro (Brasil), Leonardo Boff, tiene, en este conjunto de ensayos, la preocupación [...] de ayudar a la Iglesia a superar la constante tentación de transformar la sacra potestas en dominio, concentración de poder, arbitrariedad o autoritarismo, para crear o mantener en el interior de la Iglesia un ambiente de libertad, creatividad, comunión y participación. En este afán Leonardo Boff se transforma frecuentemente en cazador de dominadores y grandes o pequeños opresores y tiranos, fácilmente los descubre o pretende haberlos encontrado tanto en el Papa y su Curia como en los Obispos y sus curias, en este siglo como en los anteriores, desde que sea posterior al cambio constantiniano. Esta es entonces la Iglesia-institución con la cual pasa a entrar en constante polémica, para ensayar una «eclesiología militante» (subtítulo de la obra).

Como los diversos capítulos parecen ser escritos ocasionales, sin tener la intención desde el comienzo de hacer un conjunto sistemáticamente articulado y elaborado (Leonardo Boff promete al final de la p. 13 un futuro tratado sistemático De severina Ecclesia), no presenta siquiera un capítulo sistemático sobre el poder de enseñar, el poder de santificar y el poder de conducir, con todas las consecuencias de estas diferentes dimensiones de la única potestas sacra conferida mediante el Sacramento del Orden. La lectura de este texto de Leonardo Boff da a los lectores la penosa impresión de estar ante un libro totalmente contrario al poder en la Iglesia. Pues Leonardo Boff recurre más a la elocuencia que al raciocinio, usa un tono más demagógico que responsable, escribe más como indignado propulsor de una Iglesia que él quiere no solamente renovada sino nueva que como fiel teólogo de la vieja Iglesia siempre joven por obra del Espíritu Santo.

Sus páginas no se publican con el imprimatur de su Obispo y el anunciado nihil obstat (el autor del nihil obstat es el jefe de la revisión tipográfica de la editorial que publicó el libro) no tiene el visto bueno de su Superior.

Como juzgo este libro «totalmente superfluo y hasta inoportuno» (cf. p. 14), me consuela la certeza de saber que Leonardo Boff, que fue mi alumno, secretario y amigo, promete «no resentirse en manera alguna» (ib.) con los que así opinan de su obra. Me valgo de la «actitud de mutua crítica» propuesta por Leonardo Boff en la p. 219 como forma de impedir la absolutización-dominación. Profundamente identificado yo mismo con lo que Leonardo Boff denomina «Iglesia-institución» (pues otra simplemente no existe), me hago abogado de esta Iglesia impiadosamente criticada en esta obra.

El pensamiento eclesiológico de Leonardo Boff puede ser resumido en estas proposiciones:

1. Jesucristo predicó el Reino de Dios, pero lo que apareció después fue la Iglesia, surgida bajo la moción del Espíritu Santo por decisión de los Apóstoles, socialmente estructurada y configurada según el modelo socio-cultural de la época.

Leonardo Boff sabe perfectamente que la afirmación «Cristo fundó la Iglesia» pertenece al acervo inalienable de la fe cristiana y eclesial (p. 222).

No obstante y disociando excesivamente la Iglesia del Reino de Dios anunciado por Jesucristo, puede tranquilamente repetir: «Jesús no predicó la Iglesia sino el Reino de Dios» (pp. 102 y 223).

Informa ser éste el resultado de la exégesis seria y exigente (p. 223).

Por la misma razón afirma: «La Iglesia de ninguna manera ocupa el centro de las preocupaciones de Jesús» (p. 216).

El Jesús histórico, sujeto a las concepciones escatológicas de su ambiente, sólo pensaba en el Reino de Dios. En la p. 123 Leonardo Boff pregunta: «¿Estuvo en el pensamiento del Jesús histórico la instauración de una Iglesia organizada en sus estructuras esenciales?». Su respuesta será negativa, con esta tesis fundamental: «La Iglesia como institución no estuvo en los pensamientos del Jesús histórico, mas ella surgió como evolución posterior a la resurrección, particularmente como proceso progresivo de la desescatologización» (p. 123).

Afirmar que la Iglesia «resulta toda ella estructurada directamente de su fundador» (tesis caricaturizada) sería una «visión epifánica de la Iglesia» que es necesario superar (p. 216).

De hecho, dice Leonardo Boff, «de la Iglesia sólo podemos hablar, teológicamente, a partir de la resurrección y de Pentecostés» (p. 234).

Disertar sobre la Iglesia antes de la resurrección no sería un discurso teológico. En su gusto por las caricaturas, en la p. 120 Leonardo Boff resume así el modo tradicional de presentar la Iglesia: «Cristo dejó antes de subir al cielo la Iglesia toda lista con sus estructuras, su cuerpo doctrinal, sus varios ministerios y sus siete sacramentos. El problema de la Iglesia consistía en mantener todo eso en forma pura aunque a costa de una explicación libertadora, más peligrosa. La Iglesia debía permanecer inalterable en la historia. Iría como en una línea recta al encuentro del Señor en la parusía. Su evolución es rectilínea y su crecimiento meramente horizontal». Leonardo Boff informa a sus lectores que este era el concepto hasta el Concilio Vaticano II.

Para la existencia de la Iglesia Leonardo Boff señala dos condiciones:

a) que el Reino de Dios anunciado por Jesús sea rechazado por los judíos;
b) que el fin del mundo no sea inminente (p. 223).

Durante la vida de Jesús estas dos condiciones no se presentaban y, por esta razón, Jesús mismo no pensó en fundar la Iglesia, fue una decisión posterior de los Apóstoles, inspirados por el Espíritu Santo (p. 224).

Porque los judíos rechazaron el Reino de Dios predicado por Jesús, la Iglesia surgió como «sustitutivo del Reino» (p. 223) y sólo como su señal e instrumento y no como enseña el Concilio Vaticano II en Lumen Gentium n. 5, también como germen y comienzo del mismo Reino. Además para Leonardo Boff el Reino de Dios se encuentra «siempre y allá donde se construyen la justicia y la fraternidad y donde los pobres son respetados y hechos agentes de su propia historia» (p. 27).

No se habla de la filiación divina o de la gracia santificante como principal determinante del Reinado de Dios. Así el anti-Reino es simplemente el submundo de la miseria (p. 27).

La pregunta sobre instituciones inmutables de origen divino ya no parece tener sentido en la concepción eclesiológica de Leonardo Boff. Pues simplemente no parece haber instituciones divinas en la Iglesia (cf. pp. 71, 76, 123).

Todo en la Iglesia tuvo origen humano. Basado en teorías de Max Weber, Leonardo Boff concluye que la Jerarquía tiene su origen en principios socio-religiosos y no en la voluntad de Jesús. No admitir eso sería «ideologizar» y «mistificar» fenómenos que pueden ser clarificados por razones históricas identificables (p. 217).

Después en la p. 236-237 sostiene que la trilogía obispo-presbítero-diácono, ya clara en las cartas de San Ignacio, se hizo «no tanto por razones de orden teológico, sino extrateológicas» ya que se adecuaba más a formas autoritarias de poder propias de aquellos tiempos. Aunque sepa (cf. p. 236) que las Cartas Pastorales (Leonardo Boff dice equivocadamente cartas «católicas», así también en las pp. 86, 101 y 119) ya insinúan semejante «modelo», cosa que no le hace dificultad: es el pluralismo en el Nuevo Testamento, hasta contradictorio (cf. pp. 126 y 128).

Por otra parte, Leonardo Boff niega a la Jerarquía la capacidad de enseñar sobre sí misma: cuando ella enseña que es de origen divino, hace un «discurso ideológico», por ser discurso del mismo actor (p. 126).

Como también ideologiza cuando no toma en consideración los datos socio-religiosos que explican su origen humano (p. 217).

Leonardo Boff no niega la necesidad de un «mínimo de institución» (p. 84), pero afirma que la institución tiene un carácter derivado y funcional, sujeta a una «conversión permanente», esto es: con la capacidad de cambiar según las exigencias de la comunidad (p. 84).

Porque nada es divino todo es cambiable.

En las pp. 78-79 Leonardo Boff pretende mostrar que en la Iglesia primitiva había la estructura carismática de las comunidades paulinas, al lado de la estructura sinagogal de la comunidad de Jerusalén y de la estructura centralizada de las comunidades supuestas en las Cartas Pastorales. Sin sentirse incomodado por el hecho de que también las Cartas Pastorales son textos inspirados del Nuevo Testamento (pues en el Nuevo Testamento no sólo habría pluralidad de concepciones teológicas, sino verdaderas contradicciones, cf. pp. 126 y 128), Leonardo Boff constata que la eclesiología «centralizada» de las cartas Pastorales de hecho predominó en la Iglesia, comenzando de esta manera la discriminación entre ordenados y no ordenados, cosa que, en la opinión de Leonardo Boff, «ciertamente entra en conflicto con la intención fundamental de fraternidad presente en el mensaje de Jesús» (p. 79).

En las pp. 87 y siguientes Leonardo Boff describe los orígenes humanos del poder en la Iglesia como proceso de paganización del Cristianismo, sobre todo a partir del «viraje constantiniano». Pues según Leonardo Boff, antes del año 312 la Iglesia era «más movimiento que institución». Él asegura que en los tres primeros siglos no hubo preocupación por el aspecto institucional de la Iglesia. Aun citando conocidos textos de San Ignacio de Antioquía, es capaz de concluir tranquilamente: «Están lejos de cualquier episcopalismo posterior» (p. 87; pero véase lo que es afirmado en la p. 236: en San Ignacio «todo gira alrededor de la trilogía obispo-presbítero-diácono»).

Leonardo Boff llega incluso a informar a sus lectores que sólo «después del año 1000 más y más se fue imponiendo una Iglesia jerárquica» (p. 200).

Antes la Iglesia era una bella y pacífica communitas fidelium.

En la p. 71 Leonardo Boff formula muy bien una cuestión fundamental: «El problema que surge es si la actual estructura de poder puede invocar directamente origen divino, en los mecanismos de su diferenciación (Papa-obispo-presbítero-laico) o si estos mecanismos proceden de la inserción histórica de la Iglesia y de la autoridad divina». Su respuesta será negativa: la actual estructura de poder en la Iglesia no tiene origen divino, ella nace concretamente de la experiencia con el poder romano y la estructura feudal (p. 71).

«Con la entrada en la Iglesia de los funcionarios del Imperio que debían asumir la nueva ideología estatal, se procesó más bien una paganización del Cristianismo que una cristianización del paganismo» (p. 87).

Desconociendo el carácter atípico de la Iglesia como sociedad y su naturaleza mistérica, la Iglesia es sometida simplemente a los mismos criterios sociológicos (y hasta del tipo del análisis marxista) aplicados a cualquier otra sociedad puramente humana. El elemento divino, siempre presente y actuante en y a través del «sacramento de la Iglesia» no parece ser tomado en serio. Sólo se considera la parte humana y ésta frecuentemente caricaturizada. El recurso a la caricatura es constante. Leonardo Boff ciertamente superó el modo triunfalista de considerar la Iglesia. Pero cayó en el extremo masoquista. Muestra una gran habilidad en transformar conceptos, instituciones y personas en caricaturas para poder entonces arremeter contra ellos. Su eclesiología militante es la lucha de un don Quijote contra molinos de viento.

Véase por ejemplo las caricaturas:

• de la Iglesia como sociedad perfecta en las pp. 17 y 18;
• de la Iglesia como mater et magistra en las pp. 18-20;
• de la teología como explicitación del depositum fidei en las pp. 31-32;
• de la autoridad de la Iglesia en estilo romano y feudal en las pp. 73-74;
• de la comprensión doctrinaria de la revelación en las pp. 73-74;
• de la preocupación por la verdad ortodoxa en la p. 74;
• del magisterio de la Iglesia en la p. 74;
• de los obispos en las pp. 82-83, 207-208 y 238-239;
• de la Iglesia-institución en las pp. 83-85;
• del poder en la Iglesia en las pp. 87-97;
• del Papa y su dictadura en las pp. 89-90;
• de la forma de gobernar la Iglesia en las pp. 91-93;
• de la eclesiología hasta el Concilio Vaticano II en la p. 120;
• de las patologías del catolicismo romano en las pp. 138-141;
• de la descripción de la unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad de la Iglesia en las pp. 180-182;
• del concepto de los laicos en la p. 187;
• del orden y disciplina en la Iglesia en la p.243.

2. Como Sacramento del Espíritu Santo, la Iglesia no debe sentirse atada ni a la doctrina ni a las instituciones del pasado y puede modificar sus estructuras según las exigencias y necesidades de las circunstancias.

La decisión de los apóstoles de fundar la Iglesia fue una moción del Espíritu Santo. Leonardo Boff concede mucha importancia al origen pneumatológico de la Iglesia (cf. pp. 220-233).

Con esta tesis puede afirmar que la Iglesia es el «Sacramento del Espíritu Santo» (pp. 220, título).

Las ventajas de esta «visión alternativa» (p. 220, título) son evidentes: «En la medida en que ella [la Iglesia] se origina del Espíritu Santo, que es el Espíritu de Cristo, ella posee una dimensión dinámica y funcional; ella se define en términos de energía, carisma y construcción del mundo, porque “el Espíritu sopla donde quiere” (Jn 3,7) y “donde está el Espíritu del Señor allí reina la libertad” (2 Cor 3, 17)» (p. 222).

Basado en la «libertad del Espíritu Santo», puede afirmar la competencia de la Iglesia para modificar sus estructuras. No siendo de fundación directa de Jesús, no se puede hablar de un inmutable ius divinum en las instituciones de la Iglesia. Por esta razón Leonardo Boff atribuye a la Iglesia de hoy la misma libertad que los Apóstoles tuvieron en la fundación de la Iglesia. Su «decisión» sería ejemplar e imitable. Como los Apóstoles, movidos por el Espíritu Santo, tuvieron plena libertad de crear instituciones según las necesidades de las circunstancias de tiempo y lugar, puede igualmente la Iglesia, «Sacramento del Espíritu Santo», modificar y adaptar sus estructuras e instituciones según las exigencias de las nuevas circunstancias con las cuales a todo tiempo y en todo lugar se encuentra (cf. pp. 224, 232-233).

En la p. 232 Leonardo Boff pregunta si «las decisiones de la Iglesia tomadas en el pasado [en la época apostólica] poseen una grandeza absoluta, de forma que se tornan intocables aun cuando se muestran disfuncionales»; y responde negativamente, con un discurso contra el «fijismo doctrinario, alegando que tales y tales palabras fueran pronunciadas por la boca del Verbo de la Vida», un cuidado, garantiza Leonardo Boff, que no tuvieron ni San Pablo ni San Juan (p. 233).

Ya que el Espíritu Santo es libre y la Iglesia es su Sacramento, libre es también la Iglesia y no debe sentirse atada ni a la doctrina, ni mucho menos a las instituciones del pasado.

Ante tan amplias conclusiones en esta visión alternativa de una Iglesia originada del Espíritu Santo, es indispensable revisar críticamente las premisas. Y la principal premisa está en la afirmación de la identidad entre Jesús Resucitado y el Espíritu Santo (pp. 225 y ss.).

En lugar de aclarar la distinción entre el Espíritu Santo y el Cristo Resucitado, mezcle y confunde todo, fundamentado en el muchas veces repetido «pluralismo teológico del Nuevo Testamento» y principalmente en 2 Cor 3,17, un texto de difícil exégesis. Sería de hecho mucho más correcto recurrir a las mismas palabras que san Juan atribuye a Jesús para aclarar las relaciones entre Jesucristo y el Espíritu Santo. Ejemplos:

• «El Espíritu Santo, que el Padre enviará en Mi nombre, Os lo enseñará todo y Os recordará todo lo que Yo os he dicho» (Io 14, 26);
• «El [Espíritu Santo] Me dará gloria, porque recibirá de lo Mío y Os lo comunicará a vosotros. Todo lo que tiene el Padre es Mío. Por eso he dicho: recibirá de lo Mío y Os lo comunicará a vosotros» (Io 16, 14-15).

Aquí la distinción entre el Hijo y el Espíritu Santo es muy clara, como también es evidente la naturaleza de la misión del Espíritu Santo: recordar a la Iglesia lo que Jesús (el Jesús histórico) enseñó y anunciar lo que de Jesús recibió. El Espíritu Santo garantiza y prolonga la misión que el Hijo recibió del Padre, pero no la sustituye. La «libertad» del Espíritu Santo en Su misión a la Iglesia es evidentemente limitada por aquello que el Hijo enseñó y determinó, como el Hijo encuentra Sus límites en aquello que el Padre le mandó enseñar y hacer (cf. Io 7,16; 8,26; etc.).

No se puede invocar la libertad del Espíritu Santo contra las enseñanzas y las determinaciones del Hijo. El criterio recomendado por Leonardo Boff de «no mirar tanto hacia el pasado y repetir lo que Cristo hizo y dijo», sino de «mirar al presente y dejarse inspirar por el Espíritu» (pp. 232-233), además de ser teológicamente inexacto, sujetaría a la Iglesia al constante arbitrio de un incontrolable situacionismo («mirar al presente»), capaz de justificar todo mediante una todavía más incontrolable moción del Espíritu Santo.

3. Mediante la aplicación de una especie de análisis marxista a la Iglesia, ésta es vista como una sociedad disimétrica, fundamentalmente dividida en dos clases:

• Una dominadora, expropiadora, dueña de todos los medios de producción religiosa (la «jerarquía»),

• Otra despojada, dominada y pasivamente consumidora (los «laicos»); ésta es ahora invitada a liberarse del dominio jerárquico para retomar sus poderes y constituirse en una Iglesia nueva sin clases.

Encontramos en esta obra un curioso ensayo de análisis marxista de la Iglesia. Leonardo Boff compara la eclesiología clásica con el sistema capitalista: «En esta concepción, el fiel no tiene nada. Solamente el derecho de recibir. Los obispos y curas recibieron todo: es un verdadero capitalismo. Ellos producen los valores religiosos y el Pueblo consume. Estilo monárquico y piramidal» (p. 207).

Leonardo Boff sostiene que «primitivamente el pueblo cristiano participaba del poder de la Iglesia», pero que después hubo «un proceso de expropiación de los medios de producción religiosa por parte del clero contra el pueblo cristiano», que fue así «expropiado» de sus capacidades; y sigue: «Se creó un cuerpo de funcionarios y peritos encargados de atender los intereses religiosos de todos mediante la producción exclusiva por ellos de bienes simbólicos para ser consumidos por el pueblo ahora expropiado» (p. 179).

Surgió de este modo una Iglesia «disimétricamente estructurada» (p. 179), del tipo capitalista (p. 176), con un «grupo dominante» que «secuestró» el mensaje liberador de Jesús «en función de sus intereses» (p. 190), «hasta el punto de expropiar del pueblo cristiano todas las formas de participación decisoria» (p. 191).

En esta Iglesia, ahora disimétrica, con dueños y expropiados, con opresores y oprimidos, con productores y consumidores, los jerarcas son los capitalistas, los dueños de los medios de producción religiosa («capital»), los monopolizadores del poder, los creadores y controladores del discurso oficial (p. 75): «espíritus poco evangélicos que se apropiaron privadamente del poder sagrado» (cf. p. 239).

En la p. 76 Leonardo Boff menciona «la carga doctrinaria oficialmente creada, reforzando los intereses de los portadores del poder sagrado». La doctrina de la Iglesia sobre el origen divino y los derechos y deberes de la Jerarquía será pura «ideología» justificadora de una estructura prepotente que ya no tiene razón de ser. De ahí la caricatura: «La cara del jerarca es generalmente tan triste como si fuese al propio entierro, grave como si cargase sólo la salvación del mundo entero. Por su espíritu capitalístico de acumular todo, empobrece a toda la Iglesia, ahogando posibles carismas y dando origen al miedo y a la multitud de mediocres de espíritu adulador, prontos a atender cualquier insinuación de su patrón eclesiástico» (p. 239).

Y viene otra caricatura: en esta Iglesia la Jerarquía «piensa, dice y no hace», mientras que el laico «no debe pensar, no puede decir, pero hace» (p. 85).

Semejante Iglesia es una «homogénea alineación de todos en un sistema cerrado y centralizado, con la descalificación de los que de ella se apartan con términos a veces solo aplicados a los depravados morales y a los criminales» (p. 105).

Pero saliendo de los moldes capitalistas, en las pp. 91-93 Leonardo Boff compara la forma de gobierno de la Iglesia con el tipo de gobierno del Partido Comunista en Rusia, con una extensa cita de un anónimo «analista brasileño» (que escribe en francés), al cual no hace ninguna restricción: el Papa es como el Secretario General del Partido Comunista, la Curia Romana como el Politburo, el Colegio cardenalicio como el Comité central; solo que el Papa es todavía más poderoso.

Y hay más: «La Iglesia-institución funciona, burocráticamente, como si fuera una gigantesca multinacional. El centro y la matriz donde se toman todas las decisiones ideológicas y estratégico-tácticas se sitúa en Roma con el Papa y la Curia a su alrededor. Las diócesis, prácticamente, equivalen a filiales implantadas por todo el mundo» (p. 93).

En esta Iglesia, en la cual el Evangelio es secuestrado por los jerarcas (cf. p.190), el expropiado pueblo cristiano transformado en pasivo consumidor (cf. p. 207), el laico no pasa de «un beneficiario de aquello que el cuerpo de funcionarios sagrados producía y un ejecutor de sus decisiones» (p. 187).

La rica doctrina oficial de la Iglesia sobre los laicos y su necesaria participación en la misión de la Iglesia queda totalmente ignorada.

Ya al final de la obra, en la p. 218, Leonardo Boff presenta una tesis con esta formulación: «La comprensión dicotómica de la Ecclesia docens y discens resulta de una visión patológica de la realidad de la Iglesia». Después, en el texto, explica: «La constitución de un cuerpo de peritos dicotomizado de la comunidad viene acompañada de un proceso de expropiación objetiva del poder religioso de los demás miembros que pasan a ser meramente laicos, despojados de fuerza productora de bienes simbólicos, relegados a simples espectadores de la vida de la Iglesia».

En seguida aclara con Pablo Freire que estamos ante una situación patológica. De esta visión patológica de la realidad de la Iglesia resultó la distinción (que para Leonardo Boff es «dicotómica» porque la caricaturiza) entre el docens y el discens en la Iglesia, suponiendo naturalmente que los que enseñan no aprenden. Y viene entonces esta caricatura: «De un lado se encuentra la Ecclesia docens que todo sabe y todo interpreta; de otro lado el laico que nada sabe, nada produce y todo recibe, la Ecclesia discens. La Jerarquía no aprende nada en contacto con los laicos; estos no tienen espacio eclesial para mostrar su riqueza» (p. 218).

Que la Iglesia sea «por institución divina esencialmente jerárquica» sería, según Leonardo Boff, afirmación de la «manualística teológica y especialmente canonística» (p. 215), olvidando todo el capítulo III de la Lumen Gentium del Concilio Vaticano II, que tiene como título De constitutione hierarchica Ecclesiae et in specie de Episcopatu. Pero el contenido de est capítulo no le interesa y será un discurso ideológico, por ser «discurso del actor» (cf. p. 216).

4. La Iglesia-institución, oportunista, como un dinosaurio insaciable para someter todo y todos a los propios dictámenes del poder extraído de la comunidad, neuróticamente cerrada sobre sí misma como una gran secta que acolita a la sociedad capitalista, ya ha dado todo lo que podría haber dado y ahora está en su ocaso, destinada a desaparecer.

Como si la una y única Iglesia o comunidad querida por Jesús no fuese al mismo tiempo también orgánicamente estructurada («institución») Leonardo Boff imagina una profunda dicotomía entre Iglesia-institución e Iglesia-comunidad (p. 83).

Esta sería «la comunidad de los que creen y testimonian en medio del mundo la presencia de Cristo resucitado como evento anticipador y lleno de sentido de la resurrección del hombre y del cosmos». La Iglesia-institución sería «la organización de esta comunidad de fieles, con su Jerarquía, con sus poderes sagrados, con sus dogmas, con sus ritos, con sus cánones y con su tradición» (p. 83).

Nótese bien el elenco de elementos esencialmente constitutivos de lo que Leonardo Boff llama «Iglesia-institución». Esta expresión, así grabada, es repetida innumerables veces y contra ella se acumulan tantos males, perversidades y patologías, que se tiene la impresión que Leonardo Boff está hablando de una entidad pervertida, pervertidora y patológica realmente diferente de la verdadera Iglesia de Jesucristo. A la Iglesia-institución o a la Iglesia-Jerarquía Leonardo Boff opone frecuentemente la Iglesia-comunidad o la Iglesia-Pueblo-de-Dios, como si ésta fuera otra, diferente, sin institución, sin poder, sin jerarquía e incluso sin dogmas y sin derecho canónico (cf. pp. 85, 106, 184, etc), insinuando además que tal era también el concepto del Vaticano II (cf. p.85).

Cuando p.e. hace esta caricatura demagógica: «después de siglos de silencio, el Pueblo de Dios toma la palabra» (p. 197), la categoría «Pueblo de Dios» es mal usada como sinónimo de lo que con gusto Leonardo Boff llamaría «laicos expropiados» y no ya en el sentido del Vaticano II como analogía para la Iglesia de Cristo en toda su compleja riqueza y variedad de ministerios, servicios y carismas.

Algunos ejemplos de las acusaciones y ataques a la Iglesia-institución:

a) Es una Iglesia «hambrienta de poder» (p. 87).

Ya hemos visto algunos de los numerosos textos según los cuales los jerarcas «expropiaron» el pueblo cristiano de su poder (a la palabra «expropiar» recurre en las pp. 179, 187, 191, 218, 236).

En esta Iglesia el poder será como un «dinosaurio insaciable» para «someter todo y todos a los propios dictámenes del poder» (p. 88).

La potestas es imaginada como categoría-clave para la autocomprensión de la Iglesia: «El poder se instaurará como el horizonte máximo a partir del cual será asimilado, comprendido y anunciado el Evangelio», ideologizando el Evangelio (p. 88).

«El poder eclesiástico leía, releía y volvía a leer del Nuevo Testamento casi que exclusivamente las epístolas Católicas (aquí, como en otras ocasiones, Leonardo Boff ciertamente quería escribir Epístolas “Pastorales”) en donde ya aparecen los primeros signos de un pensar en términos de poder, de ortodoxia, de tradición, de preservar más que de crear, de moralizar más que de proféticamente proclamar» (p. 101).

Según Leonardo Boff «el ejercicio del poder en la Iglesia siguió los criterios del poder pagano en términos de dominación, centralización, triunfalismo, hybris humana bajo capa sagrada» (p. 98).

En la Iglesia el ejercicio del poder «poco tiene de divino» (p. 91).

b) La Iglesia-institución es oportunista, no profética.

Generalizando, Leonardo Boff sostiene que la Iglesia posterior al s. IV es simplemente «oportunista» y no profética (p. 96).

Su discurso es «sacerdotal sin ningún matiz profético» (p. 19).

Ignorando las Encíclicas contra el fascismo y el nazismo y toda la arriesgada actividad de Pío XII durante la última guerra mundial, Leonardo Boff caricaturiza en la p. 95: «La Iglesia-institución no actúa proféticamente, con riesgo de ser eliminada de una región; preferirá sobrevivir, actuando oportunísticamente, aun cuando tenga que presenciar violaciones gravísimas de derechos humanos como exterminio de millones de judíos y de millares de intelectuales católicos polacos, como fue el caso de la Segunda Guerra Mundial» (p. 95).

c) La Iglesia-institución está neuróticamente preocupada consigo misma:

Lo que le interesa es «reforzar la supervivencia de la institución» (p. 96) y por eso Leonardo Boff fantasea la Iglesia «neuróticamente preocupada consigo misma y, por tanto, sin interés real por los grandes problemas de los hombres» (p. 97).

Así como en esta última afirmación parece ignorar todo el empeño social que movió a la Iglesia de nuestro siglo, así parece desconocer también el formidable impulso misionero, cuando informa a sus lectores que la preocupación de la Iglesia-institución está en su autoconservarse y extenderse, autojustificarse y autodefenderse (p. 107).

d) La Iglesia-institución corre el riesgo de ser una gran secta cerrada sobre sí misma:

Garantiza Leonardo Boff que la Iglesia surgió primero como «ruptura de la sinagoga» (pp. 85-86), pero que después de su institucionalización corrió el riesgo de «transformarse ella misma en una sinagoga, una gran secta cerrada sobre sí misma y controlada en todo por los clérigos» (p. 91; véase también la dedicatoria del libro en la p. 5).

Pues «la lógica del poder es querer más poder, conservarse, preservarse, entrar en compromisos y caso de correr riesgo, hacer concesiones para sobrevivir. Todo eso podemos averiguarlo en la historia de la Iglesia-institución» (ib.).

e) La Iglesia-institución causa grandes males a la Iglesia y a los hombres:

Sus estructuras perpetúan iniquidad, discriminación, falta de participación, etc., «causando los más graves daños para la Iglesia y para los hombres» (p. 97).

Y citando a Pascal, «jamás se hace tan perfectamente el mal como cuando es hecho con buena voluntad y pureza de corazón», aplica el dicho a la Iglesia. Entre las prácticas de Iglesia en choque con su proclamación de los derechos humanos (cf. título de la p. 60) enumera:

• la centralización del poder decisorio en la Iglesia (pp. 61-62);
• la legislación que orienta la reducción de sacerdotes al estado laical (pp. 72-73);
• la discriminación de la mujer en el seno de la Iglesia (pp. 63-64);
• el control casi inquisitorial sobre los medios católicos de información y expresión (pp. 65-66);
• los procesos doctrinarios de la Sagrada Congregación para la Fe (pp. 66-69), que sería un «proceso doctrinario kafkiano» (p. 67).

En la Iglesia-institución valdría esta norma: «La razón abdicará de su función crítica, para ser mero instrumental del sistema» (p. 90).

f) La Iglesia-institución no es sacramento o señal e instrumento de salvación.

En las pp. 174-175 Leonardo Boff introduce otra profunda dicotomía entre Iglesia-institución e Iglesia-sacramento: «En la Iglesia detectamos dos dimensiones, cada cual con una naturaleza propia, pero mutuamente relacionadas: la Iglesia en cuanto campo religioso-eclesiástico (institución) y la Iglesia en cuanto campo eclesial-sacramental (sacramento, señal e instrumento de salvación). Por campo religioso-eclesiástico entendemos el complejo de instituciones eclesiásticas y el conjunto de actores religiosos en interacción entre sí y con las instituciones. Como son dimensiones de la misma y única Iglesia es necesario articularlas bien para evitar todo paralelismo real y lingüístico. La afirmación básica consiste en sostener que el campo eclesiástico es soporte del campo sacramental-eclesial; la institución es el vehículo para el sacramento; la visibilidad social de la Iglesia vuelve palpable la gracia y el Reino de Dios». La institución como tal, por consiguiente, no se identifica con el sacramento: es solamente su «vehículo». Nótese bien que esta afirmación es considerada «básica».

g) La Iglesia-institución acolita a la sociedad capitalista:

La Iglesia-institución se realiza históricamente en los marcos de un mundo disimétrico de producción simbólica, «acolitando a la sociedad capitalista» (p. 180).

Así ya habría sido inmediatamente después del viraje constantiniano, pasando la Iglesia a ser «la ideología sacral del Imperio» (p. 87).

En Hispanoamérica esta Iglesia «estuvo presente en el proceso de consolidación del bloque hegemónico, actuando, tendencialmente, como agente conservador y legitimador» (p. 180).

Por ser policlasista (esto es: admitir en su seno varias clases sociales), la Iglesia ideologiza buscando ocultar los conflictos sociales e intra-eclesiásticos con un discurso unitario y ambiguo: «unitario ocultando los conflictos que de por sí generarían diversidad de discursos; ambiguo atendiendo a varias demandas y conservando de este modo el bloque unido; el discurso parcializado introduciría la posibilidad del conflicto. Este discurso unitario y ambiguo generalmente se concentra en temas no conflictivos, privilegia la armonía, niega explícitamente la existencia o importancia de la división de clases o niega la legitimidad de las luchas de los dominados en búsqueda de su libertad secuestrada, se ensancha con llamadas a lo sobrenatural y a la observancia moral. La unificación de las clases dentro de una misma Iglesia es meramente simbólica con la función de favorecer socio-políticamente la clase dominante» (p. 181).

Como consecuencia, «las grandes virtudes del santo católico son la obediencia, la sumisión eclesiástica, la humildad, la referencia total a la Iglesia» (ib.), como si la fe, la esperanza, la caridad, etc. no hubiesen tenido importancia para los buenos Santos de la Iglesia-institución.

h) La Iglesia-institución «ya ha dado todo lo que podría haber dado» (p. 101) y «muestra visibles señales de cansancio y de disolución» (p. 106).

Ahora ella debe «convertirse», esto es: cambiar todo (p. 97), «urge re-crear» (p. 101).

Además la Iglesia-institución ya está en el ocaso: «Todo parece indicar que la experiencia de la Iglesia con el poder ya está llegando a su ansiado ocaso» (p. 99).

Ya en la p. 88 Leonardo Boff había proferido semejante profecía. En la p. 99 Leonardo Boff hace suya esta tesis: «La desintegración institucional es la condición sine qua non de la participación del laico en la Iglesia del Brasil». El que todavía se preocupa por la institución «deja de trabajar para el futuro de la Iglesia» (ib.).

La verdadera eclesiología «está sepultada dentro de las instituciones eclesiásticas» (p. 15).

La institución es pues la tumba de la verdadera eclesiología.

i) A pesar de todo Leonardo Boff termina diciendo que su modo de hablar no significa rechazo de la Iglesia-institución del pasado.

«Todo cristiano debe asumir este pasado que no puede ser desconocido ni reprimido. Existe una neurosis que surge exactamente del rechazo del propio pasado inicuo. Nadie es invitado a ser un cristiano neurótico, sino más bien a asumir críticamente el pasado de su Iglesia-institución e impedir que él se perpetúe en el presente y en el futuro. Asumir el pasado no es justificarlo» (p. 100).

La Iglesia-institución se asume pero no se justifica. Nuestro deber es no perpetuarla. Lo que debemos es acabar con ella. Y no olvidemos el elenco de los elementos esencialmente constitutivos de la Iglesia-institución según Leonardo Boff: su jerarquía, su poder sagrado, sus dogmas, sus ritos, sus cánones, su tradición (cf. p. 83).

¿Acabaremos con todo eso? ¿Y entonces? Leonardo Boff anuncia que el futuro de la Iglesia está en la «Iglesia nueva» (p. 107).

5. En la clase subalterna, despojada y empobrecida, está naciendo una nueva Iglesia, en la cual el poder reducido a la función es restituido a la comunidad toda ella apostólica, teniendo en la opción por los pobres su principio de unidad, con nueva concepción de catolicidad y nuevo estilo de santidad.

A pesar de las repetidas advertencias del Papa Juan Pablo II en México y del Documento de Puebla, Leonardo Boff continúa usando sin escrúpulos y sin reservas la expresión Iglesia «nueva». El título de la p. 106 es expresivo: «Eclesiogénesis: de la vieja nace la nueva Iglesia». En la p. 109 profetiza: «una Iglesia nueva está naciendo en el sótano de la humanidad». Esta Iglesia Nueva es llamada también

• «Iglesia en la base» (p. 184) o
• «Iglesia en las bases» (p. 180) o
• «Iglesia que nace de las bases populares» (p. 15) o
• «Iglesia que nace del pueblo» (p. 174), o
• «Iglesia a partir de los pobres» (p. 23),
• «Iglesia de los pobres, hecha de pobres» (p. 106), o
• «Iglesia de los pobres» (p. 185),
• «Iglesia de los despojados» (p. 186), o
• «Iglesia del pueblo» (p. 190) o también
• «Iglesia popular» (pp. 188, 191, 208).

El sentido exacto de lo «nuevo» imaginado por Leonardo Boff será entendido mejor a partir de consideraciones de algunas de sus afirmaciones más características:

a) «Eclesiogénesis» es un neologismo inventado por Leonardo Boff.

Hay otro libro del mismo autor con este título (Petrópolis 1977).

En la presente obra este su vocablo predilecto aparece en las pp. 25, 78, 106, 174, 184 y 204. En la p. 184 explica que es la «génesis de una nueva Iglesia, pero no diferente de aquella de los Apóstoles y de la Tradición». Pues aquella Iglesia de los Apóstoles y de la Tradición era, según Leonardo Boff, puramente comunitaria (cf. pp. 78-79, 237-238), en la cual el carisma constituía «la estructura estructurante de la comunidad» (p. 238).

La nueva eclesiogénesis «se realiza en las bases de la Iglesia y en las bases de la sociedad, vale decir, en las clases subalternas, despojadas religiosamente (sin poder religioso) y socialmente (sin poder social). Analíticamente importa captar bien la novedad: estas comunidades significan ruptura con el monopolio del poder social y religioso y la inauguración de un nuevo proceso religioso y social de estructuración de la Iglesia y de la sociedad, con una división social diversa del trabajo y también una división religiosa diferente del trabajo eclesiástico» (p. 184).

Leonardo Boff piensa que así era también en el comienzo de la Iglesia: «Jesús, los apóstoles y las primeras comunidades cristianas eran gente del pueblo, pobres y miembros de clases subyugadas» (p. 190).

De esta manera su Iglesia Nueva «prolonga la gran Tradición» (p. 190 título).

Leonardo Boff no siente la necesidad de «demostrar que las comunidades de base componen la verdadera Iglesia de Cristo, porque partimos de la aceptación de que ellas son, verdaderamente, la Iglesia de Cristo y de los Apóstoles realizada en la base» (p. 173).

Esto que es tan fundamental (es la «teología fundamental») simplemente se «acepta»; pues, «demostrar» sería una apologética que ya pasó de moda. Además, si Jesucristo «no predicó la Iglesia» (cf. pp. 102, 223) ni la Iglesia estuvo en el centro de Sus preocupaciones (cf. p. 216), ¿cómo se puede no obstante hablar ahora de la «verdadera Iglesia de Cristo»? ¿Cuál es entonces esta «verdadera» Iglesia de Cristo? Es superfluo hacer tan elemental pregunta a Leonardo Boff dado que él está persuadido que la tradicional distinción entre «notas» y «propiedades» de la Iglesia, además de ser académica (¿sin valor?), es «infructífera» (p. 173).

b) La Iglesia Nueva es una Iglesia de la clase subalterna.

Sin atender al sentido que el concilio Vaticano II da a la expresión «Pueblo de Dios», Leonardo Boff identifica la imaginada Iglesia Nueva con Iglesia-Pueblo-de-Dios (p. 184, título) teniendo el cuidado de precisar que la categoría «pueblo» es tomada «en el sentido de pueblo-clase-subalterna que se define por ser excluida de la participación y reducida a un proceso de masificación (cosificación)» (p. 184).

Los que no son de esta clase subalterna y expropiada no son «pueblo» ni mucho menos Pueblo-de-Dios. Leonardo Boff insiste muchas veces en este particular (cf. pp. 185, 186, 192, 196, etc.) contra todo lo que nos es enseñado en los documentos de Medellín, en el de Puebla, en las exhortaciones de Pablo VI, en la Evangelii Nuntiandi y de Juan Pablo II en el documento especial dirigido a los jefes de las comunidades eclesiales de base del Brasil. Leonardo Boff piensa que las comunidades de base constituyen «la forma adecuada de la Iglesia para las víctimas de la acumulación capitalista en contraposición a la Iglesia tradicional, jerarquizada, con sus asociaciones clásicas (Apostolado, Vicentinos) y modernizantes (Cursillo, TLC, MFC, Renovación Carismática), más adecuada a una sociedad de clases, integrada en el proyecto de las clases hegemónicas» (p. 186).

El gran adversario de las comunidades eclesiales de base, sería la «Cristiandad»: una «Iglesia asociada a los poderes hegemónicos de la sociedad de clases» (pp. 188, 190).

c) En la Iglesia Nueva el poder, ahora reducido a puras funciones, es restituido a la comunidad.

En la Iglesia «vieja» la Jerarquía había monopolizado en sus manos todo el poder sagrado y los fieles habían sido literalmente expropiados (cf. pp. 179, 187, 191, 218, 236).

Ahora, con Leonardo Boff, todo vuelve a la comunidad, al pueblo, esto es: a los pobres. En este sentido sus afirmaciones son apodícticas:

• «La comunidad se considera depositaria del poder sagrado y no solamente algunos dentro de ella» (p. 187);
• el poder es «función de la comunidad y no de una persona» (ib.);
• «se deberá pensar el poder como depositado en la comunidad toda entera; a partir de ella el poder se reparte en diferentes formas según lo exigen las necesidades, hasta el supremo pontificado» (p. 188).

Por tanto también el poder del Papa viene de la comunidad. Ignorando que alrededor del Jesús histórico había muchos discípulos de entre los cuales el mismo Señor escogió y «constituyó Doce» (Mc 3, 14), confiriéndoles poderes especiales, Leonardo Boff imagina que la primera y minúscula ecclesia alrededor de Jesús era precisa y solamente esta pequeña comunidad de los Doce («apóstoles»), concluyendo: «Por tanto es la comunidad la que es apostólica y no solamente algunos portadores del poder sagrado» (pp. 193-194).

Después de describir las comunidades carismáticas paulina (como lo hicieron Kaesemann, Küng y Hasenhüt), Leonardo Boff exclama estusiasmado por tantos carismas: «Cuán diferente es este estilo de vivencia cristiana de aquel en el que la Jerarquía acumula todo el poder sagrado y todos los medios de producción religiosa en sus manos y prácticamente dicta a los laicos: “tú, escucha, obedece, no preguntes y obra”. Es la completa dominación de la cabeza sobre los pies, las manos y hasta sobre el corazón» (p. 238).

d) La Iglesia Nueva soñada por Leonardo Boff «renunció definitivamente al poder» (p. 106).

En la Iglesia Nueva el poder «será de pura función de servicio» (p. 108).

Pues el poder simplemente es «pura función de servicio» (p. 98).

El poder debe entenderse «como servicio y no como poder que se ejerce a partir del propio poder, pero como mediación para la justicia, la fraternidad y la coordinación del pueblo, sin permitir que se creen estructuras monopolistas y marginados en su seno» (p. 185).

En verdad Leonardo Boff no estudia con suficiente seriedad exegética el concepto de exousía de Jesús y de los Apóstoles (cf. pp. 102-104).

Su modo de hablar es retórico y agresivo, no exegético y teológicamente correcto. Vacía totalmente la exousía evangélica. Con razón afirma en la p. 104 que «la exousía fundamenta la diaconía», pero luego olvida el anunciado fundamento y sigue hablando tan solo de la diaconía o servicio como si no hubiese una previa capacitación o exousía. Es simplemente falso afirmar que «el mensaje de Jesús no era de poder» (p. 105) o que «Jesús no apeló a la plenitud de poderes, no se preocupó en legitimarla» (p. 78).

Con frecuencia insiste en los adjetivos del Jesús «débil, pobre, servidor», etc., pero se olvida de los substantivos de Jesús Pastor, Guía, Maestro, Profeta, Rey, Sacerdote Eterno, Mediador, etc. Son substantivos fuertes e importantes animados por aquellos adjetivos. Para Leonardo Boff los adjetivos parecen más importantes que los substantivos.

e) En la Iglesia Nueva el papado, el episcopado y el presbiterado «recibirán otras funciones» (p. 108).

Leonardo Boff no se anima a declarar simplemente superadas estas instituciones, pero garantiza que «la categoría Pueblo de Dios e Iglesia-comunión permite redistribuir mejor la potestas sacra al interior de la Iglesia, permite que surjan nuevos ministerios y un nuevo estilo de vida religiosa encarnada en los medios populares. La Jerarquía es de mero servicio interno y no constitución de estratos ontológicos que abren camino para divisiones internas al cuerpo eclesial y de verdaderas clases de cristianos (sentido analítico)» (pp. 248-249).

«Esta función jerárquica es desempeñada sea por el coordinador de la comunidad de base, por el presbítero de la parroquia, por el obispo en su diócesis y por el Papa en la Iglesia universal» (p. 248).

Coordinador de la comunidad de base o Papa en la Iglesia universal: en el fondo todo igual; habrá diferencia de grado, pero no de naturaleza. En la p. 207 Leonardo Boff enseña que lo específico de los Jerarcas «no es consagrar, sino ser unidad, en el culto, en la organización, en la transmisión de la fe». No nos informa a quién en la Iglesia compete la función de «consagrar». Además, con relación al Sacramento del Orden, el lector de este libro queda sin saber qué sentido tiene todavía este Sacramento y qué tipo de gracia o poder confiere: todo ya está en la comunidad, que indicará las funciones que se hacen necesarias. Leonardo Boff concede la existencia en la Iglesia de una instancia que asuma de forma especial la función de enseñar (p. 215), pero en las pp. 216-217 aclara que tal instancia surge del proceso natural de racionalización de la religión, que sobre todo en la urbanización, según le explica Max Weber, «propició el surgimiento de un cuerpo de peritos encargados de la preservación, la codificación y exégesis oficial y auténtica del capital religioso común a todos los fieles». Lo que importa es esto: el Magisterio no es una institución divina, es simplemente una necesidad sociológica. También con relación al Magisterio vale que «el sujeto portador es la comunidad en el interior de la cual brota la función magisterial como su órgano de expresión» (p. 217).

f) La Iglesia Nueva encuentra su principio de unidad no en el pastor, ni en la Eucaristía, sino en la opción por los pobres (pp. 191-192).

Leonardo Boff no acepta el principio anunciado por Jesús: una grey bajo un Pastor. El Pastor como principio unificador fue precisamente lo más fatal para la Iglesia: «Llegó a una elaboración exacerbada del poder centralizador (teoría de la cefalización) hasta el punto de expropiar del pueblo cristiano todas las formas de participación decisoria». Para tener su unidad, dice Leonardo Boff, la Iglesia debe partir de su misión, como ahora se hace en las comunidades de base. Y la misión de la Iglesia Nueva es ésta: «Pensar y vivir la fe de forma liberadora, comprometida con los humillados, luchando por su dignidad y ayudando a construir una convivencia más conforme a los criterios evangélicos. Esta opción se impone de forma cada vez más ineludible en todas las comunidades de base sea en medio rural, sea en medio suburbano. Las divisiones no se producen, normalmente, en el nivel de la fe, de los sacramentos o de la dirección, sino en el nivel del compromiso con la realidad. Podríamos decir que se construye sobre esta opción: una optio, unus grex (una opción, un pueblo)» (p. 192).

En la p. 198 informa que la tensión en la Iglesia es entre una Iglesia que optó por los pobres y los grupos que no hacen esta opción. Nótese que a pesar de indicar aquí la opción por la liberación de los pobres como principio de unidad y negar explícitamente al pastor esta función, en las pp. 207 y 248-249 Leonardo Boff dirá que el mantenimiento de la unidad es la única «función específica» de los jerarcas. Siendo ésta sustituida por la opción por los pobres, ya no se ve ninguna razón de ser para los jerarcas.

g) La Iglesia Nueva tendrá también una nueva concreción de la catolicidad (p. 192-193).

En el concepto de la vieja Iglesia se privilegiaba el aspecto cuantitativo de la catolicidad: la misma Iglesia presente en el mundo entero (p. 182).

La Iglesia Nueva abandona el poder cuantitativo: «Las comunidades de base poseen una nítida inscripción social (pobres, explotados), mas al mismo tiempo explicitan una vocación universal: justicia para todos, derechos para todos y participación para todos. Los derechos de todos pasan por la mediación de los derechos asegurados y recuperados de los pobres» (p. 192).

«Todos, de cualquier clase, que optaren por la justicia y se articularen con sus luchas encontrarán lugar en su seno» (ib.).

Eso no sería posible en el sistema capitalista: «Una sociedad democrática y socialista ofrecería mejores condiciones objetivas para una expresión más plena de la catolicidad de la Iglesia» (ib.).

En la Iglesia Nueva, para ser auténticamente católico, es mejor ser socialista...

h) La Iglesia Nueva realiza un nuevo estilo de santidad (pp. 194-195).

En esta Iglesia hay un «nuevo estilo de santidad», con «nuevas virtudes» (las virtudes sociales) y nuevo tipo de «confesores» y «mártires». Leonardo Boff no niega las antiguas virtudes personales, de lucha contra las propias pasiones, pero ellas son secundarias y no parecen ser condiciones determinantes de los nuevos «santos»: si lucha por la liberación, es santo «confesor»; y si muere en esta lucha, es santo «mártir». La santidad personal, por ser secundaria, no será objeto de investigación en el proceso popular de canonización. Ya los tenemos, así proclamados en Hispanoamérica, y ya aparecen los nuevos calendarios con los nombres de los nuevos «santos».

i) La Iglesia Nueva en posible actitud de leal desobediencia al Vaticano.

Como todos los movimientos de renovación, también la Iglesia Nueva emerge en lo periferia: «Solo aquí hay posibilidad de verdadera creatividad y libertad frente al poder» (p. 107).

Claro que entonces surgirá el problema de su relación con el Centro. Este Centro es el Papa y su Curia (cf. p. 93).

Pero Leonardo Boff ofrece una orientación firme a los miembros de su soñada Iglesia Nueva: «Evidentemente la vieja Iglesia mirará con cierta desconfianza la nueva Iglesia en la periferia y las libertades evangélicas que ella se toma. Podrá ver en ella una competencia; gritará en términos de Iglesia Paralela, magisterio paralelo, falta de obediencia y lealtad para con el Centro. La Iglesia nueva deberá saber utilizar una inteligente estrategia y táctica: no deberá entrar en el esquema de condenaciones y sospechas como podrá hacer el Centro. Deberá ser evangélica, comprender que la institución en cuanto es poder solamente podrá utilizar el lenguaje que no ponga en riesgo el propio poder, que siempre temerá cualquier alejamiento del comportamiento dictado por el Centro y verá eso como deslealtad. A pesar de poder comprender todo eso, la Iglesia nueva deberá ser fiel a su camino; deberá ser lealmente desobediente. Me explico: deberá buscar una profunda lealtad para con las exigencias del Evangelio; deberá oír la voz del Centro para cuestionarse sobre la verdad de su interpretación evangélica; en el caso en que esté crítica y profundamente convencida de su camino, deberá tener el coraje de ser desobediente en el Señor y en el Evangelio a los imposiciones del Centro, sin rencor ni lloriqueo, pero en una profunda adhesión a la misma voluntad de ser fiel al Espíritu como presumimos existir también el el Centro. Se salva por lo tanto la comunión básica. Esta pureza evangélica es pro-vocación para el Centro con el fin de que el mismo despierte al Espíritu que no puede ser canalizado según los intereses humanos. La apertura a la comunión con el todo, la exclusión siquiera de la posibilidad de una ruptura que destruyese la unidad y la caridad, aún cuando eso signifique aislamiento, persecución y condenación por parte del Centro, constituye la garantía de la autenticidad cristiana y el sello de la inspiración evangélica» (p. 107).

6. La lucha por la justicia y la liberación de los oprimidos es una dimensión no solamente integral sino esencialmente constitutiva de la evangelización, que, por eso, es naturalmente política y debe ser politizada.

En las pp. 45-54 Leonardo Boff pretende demostrar que los documentos oficiales de la Iglesia enseñan que el deber de todo cristiano de empeñarse en la lucha por la justicia es un elemento constitutivo esencial o central de la evangelización y no solamente su parte integral. El considera esta doctrina como «afirmación fundamental, tesis central» (p. 46, título) y sabe sacar sus consecuencias con vigor para venderlas con elocuencia. Saca, por ejemplo, estas consecuencias:

• «La Iglesia, por tanto, debe incluir en su evangelización esencial el mundo con sus problemas y glorias» (p. 49).
• «Como la justicia, la política constituye parte de su [de la Iglesia] misión y esencia» (p. 51).
• Dado que estos temas son tan centrales y esenciales, encuentran «su lugar también en el púlpito y en la Misa» (p. 52).

Y así Leonardo Boff espera poder superar el «reduccionismo político» (p. 49) y el fatal «apolitismo» (p. 51), para entonces tener «politizadas» (pp. 53-54) la Iglesia y su acción evangelizadora, incluso la predicación y la Santa Misa.

Para tan importantes como amplias conclusiones Leonardo Boff declara ampararse en «recientes documentos oficiales de la Iglesia» (p. 45).

Método que, como afirma enseguida, tiene sus ventajas: «Así tendremos la seguridad de una doctrina obligatoria para todos los cristianos».

Cita en su favor la conocida afirmación del Sínodo de los Obispos de 1971: «La acción por la justicia y la participación en la transformación del mundo nos aparecen claramente como una dimensión constitutiva de la evangelización». Y comenta: «No se dice que la justicia es tema integrante (no esencial) sino constitutivo» (p. 46).

Pero no sabe que en el Sínodo de los Obispos de 1974 esta misma expresión fue objeto de una aclaración oficial. Pues la palabra «constitutivo» es genérica: algo puede ser constitutivo «esencial» o constitutivo «integral». El Sínodo de 1974 aclaró que la acción por la justicia es un elemento constitutivo «integral» de la evangelización. Así lo recuerda explícitamente el Documento de Puebla en el n. 1254.

Leonardo Boff cita también para su tesis la Evangelii Nuntiandi diciendo: «El Papa enfatiza fuertemente que la liberación hace parte del contenido esencial de la evangelización» y manda ver el n. 30 de la Evangelii Nuntiandi y el n. 351 del Documento de Puebla. Pero de hecho este n. 351 de Puebla no se refiere a la liberación y el n. 355 declara expresamente que «la promoción humana en sus aspectos de desarrollo y liberación» es «parte integrante de la evangelización». Tampoco en el n. 30 de Evangelii Nuntiandi contiene la anunciada enseñanza. En las pp. 48-49 escribe Leonardo Boff: «Otro argumento decisivo desarrollado ampliamente en la Evangelii Nuntiandi y retomado bajo todas las formas por Puebla, consiste en la inclusión de la justicia en el contenido central de la evangelización (toda la tercera parte de la Evangelii Nuntiandi y segunda parte del Documento de Puebla, cap. I-II)». Pero en vano buscaremos en la tercera parte de Evangelii Nuntiandi y en la segunda parte del Documento de Puebla esta inclusión de la justicia en el contenido central de la evangelización. Se enseña precisamente lo contrario. El Papa Juan Pablo II, en su Discurso a la Conferencia de los Obispos del Brasil resume los dos documentos citados por Leonardo Boff con estas palabras: «El Documento de Puebla sigue de cerca la inspiración de la Evangelii Nuntiandi cuando, al hablar del contenido de la evangelización, presenta como “contenido esencial” (n. 351) las “verdades centrales” (n. 166) sobre Jesucristo (n. 170 ss.), sobre la Iglesia (n. 220 ss.) y sobre el hombre (n. 304 ss.), designando todo lo más como “parte integrante” de la evangelización».

Así, pues, «recientes documentos oficiales» nos enseñan que la acción por la justicia, la promoción humana, la liberación económica, social y cultural de los pobres y oprimidos, son ciertamente importantes para los cristianos, pero no son elementos esencialmente constitutivos de la evangelización como tal. Ojalá tenga esta enseñanza «la seguridad de una doctrina obligatoria para todos los cristianos» (cf. p. 45), también para Leonardo Boff.

7. El dogma es una clave descifradora válida para un determinado tiempo y circunstancias, pero no para todos los tiempos y de forma exclusiva.

En la p. 127 Leonardo Boff declara que la Iglesia debe tener el «coraje para el dogma», como también el «coraje de denunciar aquellas formulaciones en las cuales juzga no poder identificar el mensaje liberador de Jesús» pues él bien sabe que «hay doctrinas y maneras de articular la fe y la revelación que inducen a una falsa representación de Dios y de su amor» (p. 80).

«Aquí cabe la vigilancia de la Iglesia» (ib.).

Leonardo Boff concede que «la afirmación dogmática es legítima y también necesaria en razón de las amenazas de herejía y de perversión de la experiencia cristiana» (p. 127).

Pero, opina enseguida Leonardo Boff, en su formulación esta afirmación dogmática «es una clave descifradora, válida para un determinado tiempo y circunstancias. Cuando se olvida esta instancia temporal e histórica y se pretende, en su formulación, hacerla valedera para todos los tiempos y de forma exclusiva, entonces se transforma en obstáculo para las necesarias y nuevas encarnaciones del cristianismo. La dogmatización exclusivista del texto es siempre una forma patológica de una verdad. La obligación del dogma está ligada a la verdad enunciada y no a la exclusividad del modo de enunciación» (pp. 127-128; con relación a lo «patológico» véanse también las pp. 120-121).

En esta serie de afirmaciones apodícticas cada frase sería una tesis para ser discutida. Leonardo Boff entra en el complicado tema de la distinción entre una «verdad enunciada» cuya obligatoriedad acepta y el modo de su «formulación» o «enunciación» que no tendría obligatoriedad. Su distinción entre una «verdad enunciada» cuya obligatoriedad acepta y el modo de su «formulación» o «enunciación» que no tendría obligatoriedad. Su distinción entre la verdad enunciada y la misma enunciación es por lo menos inadecuada o hasta impracticable y contradictoria en sus mismos términos. Sería la total relativización del dogma como tal. En la p. 80 Leonardo Boff llega a afirmar que la «rigidez dogmática» o fijación doctrinal sería «pervertirse».

Leonardo Boff habla en tesis sobre el dogma en abstracto, sin mencionar un dogma concreto. En otro capítulo refiriéndose más concretamente a un dogma del Concilio de Trento que declaró la existencia en la Iglesia de siete Sacramentos, ni más ni menos, Leonardo Boff comprueba que la comunidad eclesial de base, «liturgificando lo popular y popularizando lo litúrgico», «recupera de este modo la amnesia sacramental a la que toda la Iglesia había sido reducida mediante la limitación en el Concilio de Trento de toda la estructura sacramental a los siete sacramentos» (pp. 189-190).

Y manda leer su libro Minima Sacramentalia (Petrópolis 1976), en el cual vuelve a un concepto vago e indeterminado de sacramento, identificado simplemente con el símbolo o la señal pero no ya con un signo «eficaz de la gracia», que es su elemento determinante constitutivo esencial. ¿Sería progreso o regreso? ¿Podemos con tanta facilidad abandonar la formulación o el «modo de enunciar» del Concilio de Trento? Claro que de esta manera ya no tenemos ninguna «rigidez dogmática» pero, ¿tendremos todavía alguna «verdad enunciada»? ¿Todavía habría «doctrina ortodoxa»? Semejante mentalidad determina también la actitud de Leonardo Boff ante la ortodoxia y la preocupación por la verdad «ortodoxa». Esta preocupación tan presente ya en todas las Cartas Apostólicas del Nuevo Testamento (y no solamente en las Cartas Pastorales), es constantemente caricaturizada y ridiculizada por Leonardo Boff (cf. pp. 17, 19, 73-74, 79, 101, 139).

Véase, por ejemplo, esta caricatura de la p. 139: «El cristianismo fue en la comprensión patológica católica reducido a una simple doctrina de salvación: importa más saber las verdades sicut oportet ad salutem consequendam, que hacerlas en una praxis de seguimiento a Jesucristo. Se adora Jesús, su tierra, sus palabras, sus historia, se veneran los santos, se exaltan los mártires, se celebran los heroicos testimonios de la fe, pero no se insiste en lo principal que es ponerse en el seguimiento de ellos y hacer lo que ellos hicieron...». Semejante concepción sería en verdad «patológica» pero la afirmación de Leonardo Boff es ahistórica y abstracta. Claro que la Iglesia siempre insistió en la necesidad de una fides quae para la salvación, como en las profesiones de fe desde la época apostólica, pero jamás se enseñó que el saber es más importante que el hacer. Siempre se dijo que la fe no vivida o no llevada a la práctica es muerta, capaz de conducir a la condenación eterna.

Toda esta problemática está íntimamente ligada a otro concepto que es necesario considerar:

8. La concepción doctrinaria de la revelación divina debe ser substituida por una comprensión existencial.

Para Leonardo Boff «el nudo gordiano del problema» está en la «comprensión doctrinaria de la revelación» (p. 73).

Primero viene la caricatura: «Dios revela verdades necesaria, algunas inalcanzables por la razón, otras comprensibles, pero aún así reveladas, para facilitar el camino de la salvación. Por lo tanto, el Magisterio posee, recibido de Dios, un conjunto de verdades absolutas, infalibles, divinas. El Magisterio habita un discurso y articula una doctrina absoluta, libre de cualquier duda. Cualquier cuestionamiento que nazca de la vida y cuestione la doctrina solo puede ser equivocado. La vida, la experiencia y todo lo que viene de abajo es sustituido por la doctrina» (pp. 73-74).

De ahí la intolerancia y el dogmatismo. Pero la caricaturización sigue cruel: «La salvación, por tanto, depende del conocimiento de la verdad ortodoxa. Discurso y ser coinciden: quien tiene la verdad divina está salvado. La verdad es más decisiva que la bondad» (p. 74).

Dentro de esta concepción doctrinaria de la revelación el hereje es un criminal «contra la propia realidad de la Iglesia-portadora-de-las-verdades-divinas». Debe ser tratado con el implacable rigor que «todavía hoy preside la mentalidad doctrinaria de los prepósitos de la Sagrada Congregación de la Doctrina de la Fe» (ib.).

Leonardo Boff proclama entonces la necesidad de superar «la comprensión dogmática y doctrinaria de la revelación y de la salvación de Jesucristo». El piensa incluso que «ya está ocurriendo en la teología y en la Iglesia una superación progresiva de la comprensión doctrinaria de la revelación y de la fe que inducía a un fatal dogmatismo» (p. 79).

Y enseguida presenta su doctrina: «Dios, primeramente, no reveló proposiciones verdaderas sobre sí mismo, el hombre y la salvación» (p. 79).

Leonardo Boff escribe como si, por ejemplo, en los libros sapienciales del Antiguo Testamento o en los discursos de Jesús o en las cartas apostólicas del Nuevo Testamento no hubiese proposiciones ni afirmaciones doctrinarias o como si éstas no fuesen también objeto de revelación divina positiva y, por eso, de fe cristiana. No hay duda que, como dice aquí Leonardo Boff, Dios «se reveló a sí mismo, en su misterio, en su vida y en sus designios». Pero no podemos decir simplemente que la revelación «es la vida divina que invadió la vida humana» (p. 79).

Como si alguno ya hubiese afirmado que las verdades formuladas nos salvan, Leonardo Boff sentencia: «Lo que nos salva no son verdades formuladas en frases, sino que Dios mismo se da en salvación» (pp. 79-80).

El garantiza que en su sentido primitivo la fe «consiste en la adhesión total al Dios vivo y no simplemente en la aceptación de un credo de proposiciones» (p. 80).

Esta sería «la comprensión existencial y bíblica de la revelación y de la fe», que abre espacio a diferentes acercamientos a la Verdad absoluta (p. 80).

9. La Iglesia Católica no puede pretender identificarse con la Iglesia de Jesús:

Al lado de otras iglesias cristianas, ella es una de las posibles legítimas mediaciones del Evangelio.

Para Leonardo Boff el Evangelio solo existe en las mediaciones (p. 124).

Los propios textos de los cuatro evangelios son mediaciones, no el Evangelio. El mismo Evangelio es como la Vida, «que crea estructuras, articulaciones, osamentas que manifiestan la vida, viven de la vida pero no pueden ser identificadas con la Vida» (p. 124; es la misma doctrina que en la p. 118 Leonardo Boff había resumido como «protestante»).

Como los cuatro evangelios y la predicación ya eran traducciones o mediaciones del Evangelio, así el Catolicismo también será una mediación. Pero debe tener la conciencia de que es solamente una de las posibles mediaciones, siempre «en apertura y en autotrascendencia de suerte que dé lugar a otras posibles mediaciones del Evangelio» (p. 124).

Nótese bien: «otras posibles mediaciones». Leonardo Boff afirma enseguida la identidad y la no-identidad entre Iglesia y Evangelio. «Identidad» significa que la Iglesia Católica en esta mediación concreta, de hecho es la Iglesia de Cristo; «no-identidad» significa que la Iglesia Católica «no puede pretender identificarse exclusivamente con la Iglesia de Cristo, porque ésta puede subsistir también en otras Iglesias cristianas» (p. 125).

Así interpreta Leonardo Boff el subsistit in de LG n. 8. El Concilio Vaticano II tenía la intención de enseñar precisamente que exclusivamente en la Iglesia Católica subsiste la plenitud o totalidad de los «elementos eclesiales» determinados por Jesucristo, aunque conceda que fuera de la Iglesia Católica puedan estar también algunos o hasta muchos (pero nunca todos) de estos elementos. Sería señal de desconocimiento de la doctrina y de las intenciones del Vaticano II afirmar que la Iglesia Católica es solo una de las posibles mediaciones del Evangelio, al lado de otras mediaciones igualmente legítimas. Sería la negación de la unicidad de la Iglesia de Cristo.

Aunque cite algunas veces el Documento de la reciente Tercera Conferencia General del Episcopado hispanoamericano (cf. pp. 26, 41, 42, 43, 45, 46, 48-49, 50-51, 52, 53, 54, 57 y 196) y reconozca que el Documento de Puebla es de los que nos dan la «seguridad de una doctrina obligatoria para todos los cristianos» (cf. p. 45), Leonardo Boff de hecho no se siente de manera alguna ligado obligatoriamente a la parte doctrinaria del documento de Puebla. Justamente ciertas corrientes eclesiológicas en la reflexión teológica hispanoamericana era una de las grandes preocupaciones de los actuales Pastores hispanoamericanos.

Para dar normas pastorales y ofrecer orientaciones doctrinarias también a nuestros teólogos, el Documento de Puebla presenta extensos capítulos

• sobre la Iglesia, sobre la Jerarquía,
• sobre la Iglesia local (particularmente sobre las comunidades eclesiales de base),
• sobre los laicos,
• sobre el sentido exacto de la liberación «en Cristo»,
• sobre la noción de la Evangelización y su contenido central o esencial y
• sobre la naturaleza de la opción preferencial por los pobres.

Toda esta rica, oficial y autorizada orientación teológico-pastoral está completamente ausente en esta obra de Leonardo Boff, escrita en Hispanoamérica, para Hispanoamérica, después de Puebla y precisamente sobre estos mismos temas. Uno tiene la nítida impresión de que este actual y actualizado Magisterio oficial del Episcopado hispanoamericano, aprobado como tal también por el Papa Juan Pablo II, no solo no es, de ninguna manera, considerado y tomado en serio, sino que Leonardo Boff hasta se opone frontal y conscientemente (pues él no desconoce el Documento de Puebla) a las más características tomas de posición doctrinaria del Documento de Puebla. Todo el amplio capítulo «La verdad sobre la Iglesia» ciertamente no ha recibido su simpatía ni orientó su reflexión eclesiológica. Basta analizar el contenido, punto por punto, de este capítulo, desde la taxativa afirmación de la fundación de la Iglesia por el Jesús histórico (n. 222) hasta la firme corrección hecha a la Iglesia «popular» (n. 263) o a la soñada Iglesia «nueva» (n. 264) y confrontar todo, también punto por punto, con la enseñanza de Leonardo Boff y se ha de verificar que estamos de hecho ante aquello que el Papa Juan Pablo II y el Documento de Puebla denunciaron como «magisterio paralelo». Y así sucesivamente con los otros mencionados capítulos eclesiológicos de Puebla.

• No basta, por ejemplo, comprobar que en Puebla nuestros Obispos aprobaron la creación y piden la intensificación de las Comunidades eclesiales de base: es necesario considerar también los criterios teológicos y las normas pastorales por ellos cuidadosamente trazados o hasta prescritos.

• No basta afirmar que en Puebla los Obispos recomendaron multiplicar nuevos ministerios confiados a laicos: es preciso considerar con igual cuidado y entusiasmo los presupuestos y condiciones indicados para el correcto funcionamiento de estos nuevos servicios en la Iglesia.

• No basta repetir que en Puebla nuestros Obispos hicieron una profética opción preferencial por los pobres: es indispensable estudiar así mismo lo que ellos dicen sobre los medios y los modos como se debe o no se debe hacer semejante opción.

No basta decir que, según Puebla, la acción por la justicia, la promoción humana, la liberación de los oprimidos, la defensa de los derechos humanos hacen parte de la evangelización. Nuestra coherencia nos pide discernir también en qué sentido tales actividades «políticas» entran en el variado conjunto de la acción evangelizadora o pastoral de la Iglesia, para entonces ubicarlas correctamente en su conjunto, sin transformar lo integral en esencial, sin transferir lo central a la periferia y sin olvidar aquello que por su naturaleza es y debe ser la acción específica y tal vez exclusiva de la Iglesia o de la sociedad civil, para no retroceder a un nuevo tipo de «cristiandad», ahora de izquierda, en la cual se barajan las atribuciones y competencias religiosas y políticas.

Aunque todo y todos tengan una dimensión religiosa (de relacionamiento con Dios) y política (de relacionamiento con el prójimo), lo religioso y lo político, ambos humanos, no dejan de ser campos nítidamente diferentes que piden también su correspondiente armoniosa división de atribuciones y de trabajo. Todo este cuidado teológico en aclarar conceptos y ubicar servicios, que sería la contribución específica de un eclesiólogo en Hispanoamérica, está ausente en esta obra totalmente inoportuna (cf. p. 14) de Leonardo Boff, destinada más a confundir los espíritus que a edificar la Iglesia en nuestro Continente.

***

1 mar 2007

Raskolniks



Ab initio enim quando ad nos Dei Verbum assumpta carne descendit, unicam firmam basim et fundamentum omnes ubique christianorum Ecclesiae, quae ibi [Romae] est, maximam nacti sunt habentque Ecclesiam: ut in quam, iuxta ipsam Salvatoris promissionem, portae inferi haudquaquam praevaluerint.

«En efecto, desde la venida a nosotros del Verbo encarnado, todas las Iglesias cristianas de todas partes han tenido y tienen a la gran Iglesia que está aquí [en Roma] como única base y fundamento porque, según las mismas promesas del Salvador, las puertas del infierno no han prevalecido jamás contra ella».

San Máximo el Confesor, Opuscula theologica et polemica: PG 91, 137-140.

Raskolniks

[En ruso raskolnik, un «cismático», un «disidente»; de raskol, «cisma, fractura»; ésta a su vez de raz, «aparte», y kolot’, «fracturar»; plural, raskolniki].

Es un término genérico para disidentes de la Iglesia establecida en Rusia. Bajo el nombre raskolniki, los historiadores rusos y escritores eclesiásticos han agrupado los varios retoños y cuerpos que se originan en la Iglesia ortodoxa griega del Imperio Ruso. Estrictamente hablando, el nombre raskolniki se refiere solo a quienes han conservado las formas externas del rito bizantino; quienes han desertado del ritual así como de sus enseñanzas son agrupados bajo el nombre de sekstanstvo (sectarianismo). [...]

Los raskolniks representan en cierta forma en la Iglesia rusa la antítesis del protestantismo hacia la Iglesia Católica. Los protestantes dejaron la Iglesia Católica porque alegaban un deseo de reformarla quitando dogmas, creencias y ritos; los raskolniks dejaron la Iglesia rusa porque deseaban mantener vivos ritos y prácticas a los que estaban acostumbrados y objetaban que la Iglesia rusa los reformara en cualquier aspecto. Al hacerlo cayeron en la más grande de las inconsistencias y una sección de ellos, mientras conservaban las minucias del ritual, rechazaban casi todas las doctrinas que la Iglesia enseñaba por todo el mundo.

[...] Ya desde el tiempo en que los rusos fueron convertidos al Cristianismo, había entre ellos varias sectas disidentes que reproducían en cierta manera las casi olvidadas herejías de de las edades primitivas de la Iglesia. Hoy día éstos son solo nombres, pero la principal separación de la Iglesia rusa establecida sobrevino en 1654 cuando Nikon, Patriarca de Moscú, convocó un Sínodo en Moscú para la reforma de los rituales y la corrección de los libros de la Iglesia.

Por el tiempo en que el aire en el sur de Rusia estaba lleno de la idea de unión con Roma, en Rusia central y en el norte había temor de una invasión polaca y que se tomaran las costumbres latinas. Cuando Nikon corrigió el servicio de la Iglesia, donde se habían introducido muchos errores a través del copiado descuidado y los conformó con el texto griego, se expresó gran queja de que estaba separándose de las viejas y vacías palabras eslavas y que estaba haciendo causa común con el extranjero fuera de Rusia. Cuando se abocó a cambiar el estilo de formas y ceremonias populares, tales como la señal de la cruz, la escritura y pronunciación de «Jesús», afeitarse la barba, o diferir en el número de Aleluyas antes del Evangelio, incitó resentimiento popular que se elevó hasta convertirse en abierto rompimiento en el que cada punto que propuso fue rechazado.

Después, cuando Pedro el Grande llegó al trono (1689-1725) e introdujo costumbres occidentales, abolió el Patriarcado de Moscú, sustituyó el Santo Sínodo y se constituyó a sí mismo en cabeza de la autoridad de la Iglesia, cambió la forma de las antiguas letras ruso-eslavas, y estableció muchas cosas nuevas en la Iglesia y el Estado, los seguidores del viejo orden de cosas lo condenaron públicamente como el Anticristo y renunciaron para siempre a la Iglesia del Estado asiéndose a las antiguas formas de sus padres.

Pero tanto Nikon como Pedro tenían con ellos a todo el episcopado ruso así como también la gran mayoría de los clérigos y la gente rusa. Los disidentes que de esta forma se separaron de la Iglesia greco-rusa ortodoxa fueron conocidos también como stariobriodtsi («viejos ritualistas») y staroviertsi («viejos creyentes»), en alusión a su adherencia las formas y enseñanzas prevalecientes antes de las reformas de Nikon.

Como ninguno de los Obispos se separó de la Iglesia establecida, los raskolniks tenían por ende una forma incompleta de Iglesia. Desde luego que un número de diáconos y sacerdotes se les adhirió, pero como no tenían Obispos, no podían incrementar el número de clérigos. La muerte pronto empezó a adelgazar las filas clericales y se volvió aparente que en un breve período se quedarían sin sacerdocio. Entonces empezaron algunos de sus líderes a negar que el sacerdocio fuese necesario.

Esto condujo a la división de los raskolniks en dos ramas distintas: los popovsti («sacerdotalmente», i.e., «Papa-lmente»), que insistían en la jerarquía y el sacerdocio, y los bezpopovsti («sin sacerdotes», i.e., «sin Papas») quienes negaban totalmente la necesidad de sacerdocio. Sin embargo estos últimos aceptaban sus servicios. Las fortunas de estas dos denominaciones de sectas fueron sumamente diferentes. Los primeros crecieron alcanzando gran importancia en Rusia, y se dice ahora que llegaron a tener entre trece y quince millones de adherentes. Los últimos se subdividieron una y otra vez en sectas más pequeñas y se dice que son entre tres y cuatro millones incluyendo a todos. Los consideraremos separadamente.

Popovtsi o raskolniks jerárquicos

Estos renovaron sus clérigos aceptando sacerdotes insatisfechos o expulsados de la Iglesia ortodoxa establecida a quienes hacían jurar contra todas las reformas instituidas por Nikon y Pedro; pero este método era difícilmente satisfactorio, pues en la mayoría de los casos el material así obtenido era de bajo grado moral. Creían que todo el Episcopado ruso se había ido con el Anticristo, pero que aún eran Obispos válidos e intentaban hacer que los ordenaran, pero en vano. Buscaron por el mundo oriental un Obispo que compartiera sus particulares ideas y parecía que tendrían eventualmente que cambiar por falta de sacerdotes cuando una oportunidad los ayudó. Una comunidad de monjes popovtsi que se había establecido en Bielo-krinitsa (Fuente Blanca) en Bukowina.

Ambrosio (1791-1863), un monje griego, fue designado Obispo de Sarajevo en Bosnia y fue consagrado por el Patriarca de Constantinopla. Subsecuentemente fue depuesto por un posterior Patriarca, y cuando sus resentidos sentimientos contra las autoridades de Constantinopla se encontraban en su clímax, los raskolniks se le acercaron solicitando se convirtiese en su Obispo.

El 16 de abril de 1846 Ambrosio aceptó pasarse a su fe y adoptar todas las prácticas antiguas, consagrar otros Obispos para ellos y convertirse en su Metropolitano o Arzobispo. El 27 de octubre de 1846 fue solemnemente recibido en el monasterio de Bielo-krinitsa, tomó los necesarios votos, celebró Misa pontifical y asumió la jurisdicción episcopal.

Bielo-krinitsa está a solo unos cuantos kilómetros de la frontera rusa y pronto vio la luz una jerarquía para Rusia. Después de consagrar Obispos para Austria y Turquía, fueron consagrados e instalados los Obispos en Rusia. El gobierno ruso no pudo aplastar la cabeza de la Iglesia raskol porque estaba en Austria. El popovsti creció a grandes pasos, comenzó a mantener clérigos educados y contendió con la Iglesia establecida. En el presente, desde el decreto de tolerancia de 1905, tienen una jerarquía rusa bien establecida con el Metropolitano en Moscú y Obispos en Saratoff, Perm, Kazan, Caucasus, Samara, Kolomea, Nijni-Novgorod, Smolensk, Vyatka y Kaluga.

Su asentamiento principal lo tienen en el barrio Rogozhsky de Moscú, ahí tienen su gran cementerio, monasterio, catedral, templo y capillas. En 1863, al tiempo de la insurrección polaca, el Arzobispo raskolnik y sus consejeros laicos emitieron una Carta Encíclica a la «Santa Católica Apostólica Iglesia de los Viejos Creyentes», apoyando al Zar y declarando que estaban de acuerdo con la Iglesia establecida en todos los puntos principales. Esto dividió nuevamente a la Iglesia en dos facciones que perduran hasta hoy: los okruzhniki o «enciclicalistas» y los raznordiki o «controversialistas», que negaron los puntos de acuerdo con la Iglesia nacional.

Adicionalmente, la Iglesia establecida ha formado una sección de estos raskolniks en unión con ella, pero les ha permitido que conserven todas sus peculiares prácticas y se les llama los yedinovertsi o «uniatas». Muchos de la sección controversial de los raskolniks están viniendo a la Iglesia Católica y ya se han recibido de ocho a diez sacerdotes.

Los bezpopovtsi o «aclérigos»

Los bezpopovtsi, o «aclérigos», parecieron representar el lado desesperado del cisma. Tienen su asentamiento más fuerte en el barrio Preobrazhenky de Moscú y son fuertes también en el gobierno de Archangel. Adoptaron la visión de que Satanás había conquistado y estrangulado la Iglesia a tal grado que los clérigos habían equivocado el camino y se habían convertido en sus sirvientes, que los sacramentos, excepto el Bautismo, habían sido quitados al laicado y que se habían quedado sin líderes. Reclaman el derecho de libre interpretación de las Escrituras y así moldear sus vidas.

No reconocen ministros, excepto sus lectores que ellos eligen. Sin implicar que es igual al protestantismo, hay que decir que hasta donde es posible conservaron todas sus formas ortodoxas de servicio: persignadas, reverencias, imágenes, velas, ayunos y similares, y han mantenido regularmente monasterios con sus monjes y monjas. Pero no tienen elemento de estabilidad y sus sectas se han vuelto innumerables, siempre cambiantes y variables con incesantes divisiones y subdivisiones. De estas subdivisiones las más importantes son:

1. Los pomortsi; o habitantes cercanos al mar, una división rural que es muy devota;
2. Los feodocci («teodosianos») que fundaron hospitales y han puesto énfasis en buenas obras;
3. Los bezbrachniki («libre-amantes») que repudiaron el matrimonio, semejantes a la comunidad Oneida de Nueva York;
4. Los stranniki («migrantes») una secta peripatética que salió por todo el país declarando sus doctrinas;
5. Los molchalniki («mudos»), que rara vez hablaban, creyendo que el mal venía a través de la lengua y la conversación ociosa; y
6. Los niemoliaki («no-orantes») que enseñaban que puesto que Dios lo sabe todo, es inútil rezarle, ya que Él sabe lo que uno necesita.

Estas varias divisiones de los aclérigos se dividen nuevamente en otras más pequeñas, como muchas de las sectas extrañas de Inglaterra y América, haciendo casi imposible seguirlas. Frecuentemente se permiten la más salvaje inmoralidad justificándola bajo la cubierta de algún distorsionado texto de la Escritura o alguna frase del servicio de la vieja Iglesia. [...].

Leroy-Beaulieu, The Empire of the Tsars, III (Nueva York, 1902); Heard, The Russian Church and Russian Dissent (Nueva York, 1887); Pravoslavnaya Bogoslavskaya Enciclopedia, II (San Petersburgo, 1903); Ignatius, Istoria Raskola v russkom starovierykh Raskolnikoff (San Petersburgo, 1895).

Andrew J. Shipman

Transcrito por M. Donahue.
Traducido por Javier L. Ochoa M.

The Catholic Encyclopedia, Volume I.
Copyright © 1907 by Robert Appleton Company.
Online Edition. Copyright © 1999 by Kevin Knight.

Artículo tomado de la Enciclopedia Católica. Copyright © ACI-PRENSA.

Nihil Obstat, 1 de marzo de 1907. Remy Lafort, S.T.D., Censor. Imprimatur, + John Cardenal Farley, Arzobispo de Nueva York.

Elementos fundamentales de la liturgia romana



Adrien Ysenbrandt, «The Mass of Saint Gregory the Great»

Netherlandish, about 1530s - 1540s.
Oil on panel. 14 1/4 x 11 1/2 in. 69.PB.11. The J. Paul Getty Trust.

Elementos fundamentales la liturgia romana

Elementos fundamentales de la liturgia romana (I): la participación
Elementos fundamentales de la liturgia romana (II): el culto cristiano
Elementos fundamentales de la liturgia romana (III): el gregoriano, el silencio y... la campanilla

VATICANO – LAS PALABRAS DE LA DOCTRINA de don Nicola Bux y don Salvatore Vitiello

Elementos fundamentales de la liturgia romana (I): la participación

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) – Entre clérigos y «laicos comprometidos» se ha difundido la idea de que la participación activa en la liturgia consiste en implicar en la acción el mayor número de personas posibles, lo más a menudo posible, llevándolas a cantar todo y a responder en voz alta, a moverse del puesto en diversos momentos, a comulgar todos, pues de otro modo la Misa no sería válida, y más cosas por el estilo. Existe el presupuesto irreal de que todos los participantes sean «fieles doc» y no, mezclados entre ellos, catecúmenos, penitentes y buscadores de Dios o de la verdad, como siempre ha ocurrido en la historia de la Iglesia y de sus ritos.

Pero el término «acción», del que se deduce «particip-acción», se refiere según las fuentes litúrgicas, a la gran oración, la oratio o canon eucarístico: en síntesis, participar quiere decir rezar. Parece una cosa obvia: si la liturgia no fuera oración ¿qué sería? ¿Una recitación, una ficción de actores y espectadores? Sucede con frecuencia que tanto el sacerdote como los fieles cuando rezan y actúan, están físicamente con la mirada que gira en torno a la asamblea, por tanto distraída y no dirigida a Dios.

Resuena las palabras del profeta: «solamente me honra con los labios pero su corazón está lejos de mí» (Is 29,13). Pero de la orientación de la oración trataremos más tarde. Aquí apuntamos que «la definición de la Eucaristía como oratio fue luego una respuesta fundamental tanto para los paganos como para los intelectuales que buscaban. Con esta expresión se decía en efecto a los que estaban buscando: los sacrificios de animales, y todo lo que había y hay en torno a vosotros y que no puede satisfacer a nadie, ahora son liquidados. En su lugar entra el sacrificio-palabra. Nosotros somos la religión espiritual, en la que tiene lugar el culto divino dirigido a través de la palabra; ya no son sacrificados machos cabríos y becerros, sino que se dirige la palabra a Dios, a Aquel que mantiene nuestra existencia y esta palabra se une a la Palabra por excelencia, al Logos de Dios que nos levanta a la verdadera adoración» (J. Ratzinger, Introducción al espíritu de la liturgia, San Pablo 2001, p. 168).

Por tanto, la forma de la liturgia, esto es la Misa y los sacramentos, es la oración: esta debe ser también restaurada en relación al contexto actual de confrontación con los hombres no creyentes o atraídos por otras religiones. La liturgia es la obra de la oración, el opus Dei, en una palabra: el culto de adoración público e integral, que nace de la certeza de la presencia de Dios que nosotros queremos conocer, entender e intentar alcanzar.

La liturgia es el acto más manifiesto del sentido religioso: el culto, un acto que «cultiva» (de colere) lo que es importante, análogo a todo lo que lleva a hacer cultura, palabra que tiene la misma raíz. Vemos a Dios, que es invisible, en los signos visibles que obra; Él habla, tenemos experiencias de ello. La liturgia es la experiencia de Dios: lo descubrimos, lo amamos sin verlo, nos consideramos su obra «hemos sido hechos por Él», Él está en nosotros y nosotros estamos en Él. Él es fuerte y nosotros somos débiles. Él es potente y nosotros impotentes. Él es espíritu y nosotros somos cuerpo. La liturgia sirve para llevarnos de nuevo a Dios después del pecado, para convertirnos a Él, dirigirle a Él nuestro corazón, sintiendo la necesidad de rezar, de entrar en contacto con su santidad, a Él que es el tres veces Santo, hablamos como un hijo al Padre.

Pero estas palabras son las mismas que Él nos ha dirigido antes, en la «liturgia de la Palabra», llenas de amor, misericordia y paz. Nosotros le respondemos ofreciendo el sacrificio de nuestra palabra, de nuestra razón. Sacrificio que es uno con el de Jesucristo, la «liturgia Eucarística». Un diálogo de fe y amor que exige contemplación y silencio, para que se pueda escuchar lo que Dios discretamente quiere decir al corazón.

Todo esto es la oración sin la cual no existe la liturgia: más bien la liturgia conduce a esta oración. Al sacrificio a Él agradable, para buscar en cada cosa lo que a Él gusta y a Él no hay nada que le guste más que escuchar a Su Hijo y la oferta del Hijo. La oración se hace de palabras, pero las palabras no hacen la oración. La oración la hace la verdadera religión, la devoción, la piedad que advierte su Presencia. Así la oración se convierte en relación de amor con Dios desde la profundidad del corazón, de la conciencia.

No hay necesidad de muchas palabras entre los que se aman ni de muchos gestos. Basta con la mirada contemplativa: saber que Él está a la puerta del corazón, llama y espera que la libertad abra para entrar y cenar con nosotros: Él se ha dado a sí mismo a cada uno de nosotros. Para acoger toda esto, la liturgia debe estar entretejida de silencio; para escuchar a Dios que llama debe cesar el ruido de las pasiones. De este modo, la liturgia expresa la verdadera religión porque «lleva» a Dios, «une» totalmente en Dios, esconde, como dice san Pablo, mi vida en Él: «No soy yo quien vive, es Cristo que vive en mí» (Gal 2,20). Por tanto, la participación en la liturgia nace de la conciencia de sólo basta su Gracia (2 Cor 12,9). (Agencia Fides 11/1/2007)

Elementos fundamentales de la liturgia romana (II): el culto cristiano

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) – La Constitución Litúrgica del Concilio Vaticano II, tras haber descrito la presencia de Jesucristo en la Iglesia y en diversos modos en la liturgia, sobre todo en la Eucaristía, indica que tal presencia brota de una «obra tan grande por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados» (SC n. 7). Obra de Cristo es la liturgia en cuanto se asocia siempre a la Iglesia que «invoca a su Señor y por Él tributa culto al Padre Eterno». La obra se muestra como «ejercicio del sacerdocio de Jesucristo» es decir, el hombre es santificado por medio de signos eficaces de la liturgia y así la Iglesia Cuerpo místico de Cristo, cabeza y miembros, ejercito «el culto público e integral».

La participación es aquí en su esencia, verdaderamente eficaz para la gloria de Dios y salvación del hombre. Además «en la Liturgia terrena preguntamos y tomamos parte en aquella Liturgia celestial, que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos» (n. 8), unidos al canto de Cristo y de los santos. En tal modo se realiza el ingreso en la liturgia celeste, el cielo desciende a la tierra, como decía Dionisio y como describen los mensajeros de Vladimir en Constantinopla en la crónica de Néstor. El Apocalipsis, en efecto, se muestra como el libro típico para la liturgia de la Iglesia que no es ‘creativa’ sino imitativa (mimesi) de la del cielo.

Si la Presencia del Señor es la condición sin la cual no subsiste la liturgia, deriva que el primer «acto» de la participación es la conversión a Él, elevando en alto los corazones: «Están levantados hacia el Señor» es la respuesta en el diálogo que abre la Oración Eucarística. El segundo es el ofrecimiento de sí: «Ofreced vuestros cuerpos en sacrificio espiritual» (Rm 12,1). Esta cita es decisiva para la noción de culto cristiano; ofreced (texto gr. parastêsai, lat. exhibeatis) indica el acto de poner delante de Dios el sacrificio de sí mismos (en latín devovere).

La devoción es el ofrecimiento, acto culminante del culto cristiano y expresión realizada del espíritu de la liturgia; el devocionismo indica en cambio la reducción de aquel acto, al solo aspecto formal y exterior. No es ésta la enfermedad más difundida hoy entre los cristianos; es más bien la duda, la ausencia o la poca fe, el escepticismo, la inconciencia de la Presencia de Cristo y de Su acción en la Iglesia y en el mundo, en fuerza del Misterio Pascual: todas cosas que pueden ser dirigidas a la pregunta por el sentido que brota del hombre.

El tercer acto, si queremos la consecuencia de los dos primeros, está constituido por la piedad y la devoción. «Leiturghia» quiere decir acción del pueblo santo de Dios, caracterizado por pietas, por ello es popular. La pietas hacia Dios, el reconocimiento y la adoración, es el espíritu de la liturgia. Finalmente se da el acto culminante: la comunión al Cuerpo místico que precede aquella Eucarística, se esté o no en las condiciones necesaria para recibir esta última. La comunión al cuerpo místico en la liturgia «nos hace filósofos», haciendo confluir fe y razón en el culto visible, porque la liturgia romana, la liturgia cristiana tout-court, a diferencia de las otras religiones, es el culto conforme a la razón. Todo esto hace que la participación sea fructífera.

Hemos dado en cierto sentido los «criterios» para verificar hasta que punto en diversas iglesias y comunidades la liturgia romana es respetada o no. Por ejemplo, si el sacerdote quiere seguir el ars celebrandi, según el genio propio de la liturgia romana, debería tener como referencia la celebración monástica benedictina, ahí donde ha conservado algunos cánones: sobre todo recitar y cantar con voz que acompaña, sin alzar el tono o peor gritar; hacer la homilía y exhortaciones en modo sobrio y breve, evitando –como dice Jesús– la verbosidad de los paganos que creen ser escuchados forzando las palabras. Justamente la liturgia medieval ha enseñado a usar las campanas para su discreción en el llamar la atención en los momentos más importantes. Finalmente desarrollar los diversos ritos con simple solemnidad, sin ostentación alguna, de modo que expresen la verdad del corazón; se diría en griego con eusèbeia, en latín pietas, es decir devotio o piedad de los Padres.

Este es el culto de la verdadera religión, porque no somos nosotros los protagonistas de la liturgia mas el Señor: «es Él que bautiza» y nosotros somos pequeños delante a Él que debe crecer mientras nosotros disminuir. Ha sido confrontado por Gustave Bardy el culto humilde de los cristianos con aquel orgulloso de los paganos; en el respeto y amor por la divinidad, el culto cristiano no debe ser espectacular. La diferencia de ellos es que nosotros glorificamos Dios y no los hombres y sus gestas. (Agencia Fides 8/2/2007)

Elementos fundamentales de la liturgia romana (III): el gregoriano, el silencio y... la campanilla

Ciudad del Vaticano (Agencia Fides) – El canto gregoriano, por el hecho de que carece de todo protagonismo, es idóneo al espíritu de la liturgia romana, como los iconos lo son para la bizantina. Guilmard ha escrito que se debe tener presente el sentido del texto, la forma musical, el curso general del desarrollo melódico, el tipo de adorno, el mismo modo, el sentido musical del conjunto. Además: el grado de competencia del coro, la acústica del lugar, el número de coristas. Y no digamos menos de la voz.

El gregoriano, que armoniza cuerpo y alma, está compuesto por contemplativos más que por grandes artistas; así inspiró a Palestrina y puede seguir inspirando la música sagrada de los tiempos venideros. Ciertamente el gregoriano, escribía Juan Pablo II en el Breve Iubilari feliciter de 1980 [Italiano, Latín, Portugués], continua siendo el lazo musical unificador de los católicos, que hace sentir, como ha dicho Benedicto XVI, la unidad de la Iglesia.

La celebración debe conservar un equilibrio fónico homogéneo, por ello, en los cantos y en las oraciones, la voz sumisa es el mejor, ella va conforme a la actitud de humildad y discreción que debemos tener ante Dios. Se deben por ello tener especial cuidado en evitar los tonos «gritados» mas bien usar los sumisos, propios de la oración que se hace en el secreto (cfr. Mt 6,5). En este sentido debe considerarse la liturgia monástica benedictina como el modelo en que inspirarse. Por tanto, comenzando por el sacerdote que guía el pueblo de Dios, se debe restablecer, especialmente en las solemnidades, el canto gregoriano en el Ordinario –ya conocido en lengua italiana– y quizá algunas partes del Propio.

Está luego en la liturgia el silencio, fundamental para escuchar a Dios que habla a nuestro corazón. El alma no está hecha para el ruido y las discusiones sino para el recogimiento; síntoma de ello es el hecho de que el ruido molesta. Ante todo, se debe devolver a la iglesia su dignidad de templo sagrado, dónde nadie habla en voz alta, comenzando por los sacerdotes y los ministros que dan ejemplo. La iglesia es el lugar donde todos se dirigen a Dios en humilde silencio o con voz baja.

Todo eso constituye el rito que es un término que significa reiteración y del que no se debe tener miedo, porque el fiel lo necesita para hacer memoria de Cristo. Los ritos ayudan a los fieles a la familiaridad con el lenguaje litúrgico, gracias a la repetición de los gestos y de los cantos: una elección estilística constante y homogénea que constituya nuestra identidad de orantes de la Majestad de Dios, diferente de la cotidianidad ensordecedora de la vida, de la fragmentación de lenguajes y alambiques que distraen la atención de la centralidad del misterio.

A modo de ejemplo, son erróneos y desvían, las Orientaciones y Normas para Acólitos y Lectores preparados por la Oficina litúrgica diocesana italiana. En el art. 49 p. 15, acerca del momento de la consagración, después de haber recordado la posibilidad de incensar la hostia y el cáliz consagrado, con celo digno de la mejor causa, se indica: «No deben sumarse en este momento velas, campanillas, maestros de ceremonias u otros ministros que sólo servirían para reemplazar las antiguas balaustradas impidiendo la visión y la participación en el Misterio que se celebra en el altar. Para el empleo de la campanilla, en realidad el número 150 (del Caeremoniale episcoporum) está escrito según las costumbres locales, pero en nuestra Iglesia diocesana ya no existe esta costumbre». Aparte de la equiparación de personas y cosas y la ignorancia sobre el sentido y la función de la cerca (balaustrada en Occidente e iconostasio en Oriente) que desde la época judía y paleocristiana distinguía el santuario o presbiterio de la nave o aula, parece, para el redactor de susodichas notas, que el Misterio se ve mejor sin tal «área» –hoy se usa «presbiteral o ministerial»– y por lo tanto se puede participar. ¡Pobres cirios y... pobres balaustradas –no incluimos el iconostasio, porque no es correcto hablar mal de los orientales– culpables de no hacer participar a los fieles! Dónde con grave estrago, han sido desmanteladas, no parece que haya aumentado la fe. Salvaremos el patrimonio de la fe precisamente dejándolo en su hábitat que es la liturgia y no relegándolo a los museos diocesanos y a los conciertos en las iglesias.

En cuánto a la campanilla, con expresión decidida, como en muchos otros casos, un individuo decide por todos que «ya no existe esta costumbre». Pero si se va por ahí, todavía se oye, porque parece que a pesar de todos los esfuerzos por parte de los ministros, los fieles se distraen y la campanilla, mucho más discreta que una llamada verbal, ayuda a recogerse en el momento más solemne. Ésta –hermana menor de las campanas– con su sonido renueva el eterno recuerdo de Dios. ¿O queremos también abolir las campanas? Menos mal que al final las Orientaciones y Normas en cuestión concluyen: «... la Iglesia no nos ofrece liturgias intangibles reguladas en todas partes con normas férreas. Ofrece posibilidades de elección y espacios de adaptación». Por tanto, por encima de las «orientaciones y de normas»... que cada uno se arregla como pueda. ¿Es éste el espíritu de la liturgia del que hablan Romano Guardini y Joseph Ratzinger y, entre los dos grandes teólogos, el Concilio? ¿Si la liturgia no es opus Dei, a alabanza de Su gloria, ¿dónde encuentra su fundamento el ars celebrandi? Apremia la formación de los futuros sacerdotes, la educación de los fieles y en primis de los «liturgistas». (Agencia Fides 1/3/2007)

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15 feb 2007

Montecassino

La Abadía antes de la última destrucción

Cuando se viaja en vacaciones no faltan en modo alguno las ocasiones para hacer provechosas reflexiones. Por ejemplo, quienes al dirigirse a las playas meridionales desciendan hacia el sur de Roma podrán meditar un poco sobre la razón de que la Abadía de Montecassino todavía se alce sobre la acrópolis, aunque sólo sea como una reconstrucción completa, como falsificación histórica.

En las décadas posteriores a la segunda guerra mundial, se llevaron a la práctica como nunca se había producido antes los esquemas del maniqueísmo: sólo existía el bien en un bando, el de las democracias anglosajonas, portadoras de civilización siempre y en cualquier lugar; el mal reinaba en el otro lado, el de la Alemania nazi, toda barbarie y maldad.

[...] Pero era Montecassino lo que había provocado nuestra reflexión. Conviene volver a ello para observar que el odio anticatólico (no hay otra explicación) llevó a resquebrajar el esquema «civilización angloamericana contra barbarie alemana».

En esta celebérrima montaña situada al sur de Roma, fueron nada menos que los nazis quienes cumplieron el papel de «amigos del hombre y de su cultura». Los alemanes habían extendido en esa zona, tras el revés italiano y el desembarco aliado en el Sur, una apresurada «línea Gustav». Montecassino, con su roca elevándose solitaria en la llanura, resultaba una base ideal, pero el Mariscal de Campo Albert Kesserling, un católico bávaro representante de la antigua casta militar prenazi que añadía a la dureza su peculiar concepto del honor, no se sintió capaz de fortificar el lugar, exponiéndolo de ese modo a la destrucción.

Los alemanes (hijos, pese a todo, de uno de los países más cultos del mundo y católico al menos en un tercio de su población) sabían bien lo que representaba para la civilización universal el lugar donde reposaba, junto a santa Escolástica, Benito de Norcia, que no por casualidad fue proclamado principal patrón de Europa.

Aquí se escribió aquella Regola que durante el derrumbamiento de la civilización clásica contribuyó en gran manera a salvar lo mejor del mundo antiguo y a inaugurar el nuevo. Aquí, en los grandes scriptoria, los monjes habían copiado obras inmortales que de otro modo se habrían visto destinadas al olvido o a la destrucción. Aquí se encontraba el corazón de un probo ejército que, desde Escocia a Sicilia, había trabajado durante más de mil años por la salvación eterna de los hombres pero también por una vida mejor en la tierra.

Así pues, contra cualquier fórmula táctica y estratégica, Kesserling excluyó Montecassino de la línea de defensa, permitiendo que dentro de esos muros venerables hallasen refugio una multitud de prófugos, heridos, enfermos, viejos y mujeres que eran acogidos por los monjes.

Es un dato conocido en la actualidad que los aliados, principalmente los americanos, sabían que en el monte y el interior de la Abadía no se hallaban tropas alemanas. También lo es que decidieron la destrucción por motivos no militares, empujados por un deseo de destrucción que sólo puede explicarse por el deseo de hacer desaparecer de la faz de la tierra uno de los símbolos más significativos del detestado «papismo» católico. También confirma que la vandálica operación respondía a otros objetivos distintos a los estratégicos el que se anunciaran públicamente el día y la hora del bombardeo.

Así se proporcionó a los alemanes la ocasión de reafirmarse como, al menos en este caso, «amigos» de la civilización. A pesar de estar afectada por una dramática crisis de transporte, la Wehrmacht encontró los camiones necesarios para poner a salvo en el Vaticano parte de los tesoros artísticos y culturales de la Abadía. Empezando por el extraordinario archivo en el que, entre otros, se encuentra el primer documento escrito en lengua vulgar italiana.

Una vez despejada la Abadía de objetos y personas, el 15 de febrero de 1944, tan puntualmente como se había anunciado, una nube de fortalezas volantes americanas apareció en el cielo de Montecassino e inició el bombardeo «de precisión», mientras, para completar la destrucción, desde la llanura empezaban a disparar las armas de grueso calibre de los aliados. Estuvieron bombardeando y disparando durante tres días hasta que tuvieron la seguridad de que de la Abadía sólo quedaban ruinas insalvables (luego se descubrió que se había destruido todo menos la cripta, en la que se hallaron intactas las reliquias de Benito y Escolástica). Se había concebido la acción como un «espectáculo», de modo que un equipo de cineastas oficiales filmó el acontecimiento.

Cuando acabó el bombardeo, viendo que no quedaba nada por salvar, la Wehrmacht ocupó el monte y se hizo fuerte entre los escombros. En el plano estratégico el vandalismo americano resultó muy valioso para los alemanes porque hallaron en las ruinas un refugio ideal para asentamientos tan seguros que fueron capaces de resistir durante meses y meses los encarnizados asaltos. Los treinta mil caídos aliados, muchos de ellos polacos, que reposan en los cementerios de la zona también deben achacarse a la decisión americana de destruir la Abadía.

Fue una locura desde la perspectiva militar y un crimen desde el plano cultural pero, probablemente, una exigencia irreprimible y oscura, una necesidad liberadora para aquel cóctel de protestantismo radical e iluminismo masónico que, desde el principio, distingue a la clase dirigente americana. Incluyendo, por tanto, a los altos mandos militares. Pero tal vez esta llamarada de odio ayude a iluminar mejor la gran aventura monástica, mostrando su importancia histórica incluso en medio del desencadenamiento de tanta furia destructiva.

Si luego apareciera quien juzgara nuestras sospechas de fines no militares en el bombardeo de la venerable Abadía, considerándonos afectados de exageradas manías persecutorias, que lea, entre otros, a Giorgio Spini. Historiador de confianza por tratarse de un valdense, tenaz defensor de la supremacía del protestantismo, Spini describe «las proporciones que alcanzan en Estados Unidos los movimientos anticatólicos, con la desagradable brutalidad de algunas de sus manifestaciones». Prosigue este historiador reformado: «Aun prescindiendo de semejantes muestras de intolerancia e histeria, es indudable la existencia en la historia norteamericana de un estado de alarma por la inmigración católica y por la amenaza que podría representar para las principales instituciones americanas».



Vittorio Messori, Leyendas Negras de la Iglesia, 59. Montecassino

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