Carta abierta a la cabo Faye
Turney
El deber de un militar (hombre o mujer, porque dentro de la milicia no
hay discriminación respecto a los deberes y obligaciones) consiste,
resumidamente, en combatir allá donde nuestra Patria nos lo exija. Punto. Y el
deber de nuestro Gobierno es ocuparse de nuestros hijos si caemos. Punto.
Pero por lo visto tú debiste firmar un contrato diferente. Según se
desprende de las cartas y entrevistas con que nos obsequiaste desde tu jaula de
oro en Irán, tu deber como militar británica destinada en Irak consistía en
colaborar servicialmente con el enemigo, sin ni siquiera la excusa de haber
sido torturada; humillar públicamente y ante el mundo entero a tu país,
ejército, uniforme y bandera; difamar la labor de tus camaradas en Irak;
injuriar a tu gobierno que nunca te ha abandonado; y, lo peor, avergonzar a tus
compatriotas que se baten el cobre (y mueren) en las arenas del desierto.
Dices que lo hiciste para volver a ver a tu pequeña Molly, pero tú
sabes bien que no te pagan por amar, cuidar y ver a tu hija. Te pagan por
defender los intereses de tu país, con armas si en el frente y con honor si en
prisión. De tu hija ya se ocupará la Nación si tú faltas.
En nuestra profesión es importante saber priorizar. Hay que saber hasta
dónde se está dispuesto a llegar, porque se corre el riego de traicionar a los
tuyos. Es cuestión de sinceridad con uno mismo. Si por sus hijos una mujer es
capaz de cualquier cosa, entonces no puede ocupar cualquier lugar. Es muy
legítimo lo primero, pero ambas cosas es irresponsabilidad.
Al alistarte voluntariamente en las fuerzas armadas te expusiste
conscientemente al combate, a caer prisionera y a tener que priorizar entre ser
madre y ser guerrera. Pero muchacha, tenías que haber escogido antes, mucho
antes. La maternidad es algo muy hermoso. De veras que lo es. Y si para ti la
maternidad estaba por encima de tu deber como militar, entonces no deberías
haberte alistado (o por lo menos no en una unidad combatiente). Pero lo
hiciste, firmaste y juraste. Y traicionaste.
Te preguntarás por qué te escribo yo, un español. Te lo diré. Porque tu
miserable actuación no sólo ha puesto en tela de juicio a todos los militares
británicos, porque con tu notoria y difundida cobardía nos has defraudado a
todos, porque con tu innoble proceder has fallado a Occidente.
No compararé tu lamentable papel (ya lo hacen muchos ahora) con el de
los trescientos espartanos en el paso de las Termópilas. Es tentador argumentar
que si los hombres de Leónidas hubieran sido como tú, probablemente habrían
asesinado a su rey para ganarse el favor de los persas y hoy, marinera de agua
dulce, estaríamos todos rezando en farsi arrodillados hacia La Meca. Tampoco
evocaré a Nelson, Wellington o Montgomery, que también son muy nombrados estos
días para abochornarte. No. Me limitaré a recordarte un par de nombres, mucho
más cercanos. El primero es Johnson Gideon Beharry. El público español no sabe quién
es, pero tú sí, ¿verdad? No, no agaches la cabeza, mírame. ¿Cómo ibas a olvidar
al soldado Beharry, del primer batallón del Real Regimiento de la Princesa de Gales? ¿Cómo olvidar a ese muchacho que en 2004 y con sólo 24 años recibió la
máxima condecoración al valor que otorga tu país, la Cruz Victoria? Y
precisamente en Irak, donde tú te has cubierto de gloria. ¿Te acuerdas cómo con
extraordinario coraje salvó por dos veces la vida de sus compañeros, haciendo
caso omiso del intenso fuego enemigo que acabó hiriéndole gravemente?
Pero Beharry fue el penúltimo en recibir esa distinción, ya que hace
unos meses tu reina entregó la última Cruz Victoria a la viuda de otro
compatriota tuyo, del tercer batallón del Regimiento Paracaidista. Bien sabes
su nombre: Bryan James Budd. ¿Recuerdas su hazaña en Afganistán? Claro que sí,
en tu ejército no se habla de otra cosa. El cabo Budd tenía 29 años cuando su
patrulla cayó bajo el fuego cruzado de numerosos ṭālibān. Inferiores en número, sin dónde cubrirse y con el enemigo
disparándoles como a patos de feria, estaban siendo masacrados. Sabes lo que
hizo Budd entonces, ¿verdad? Ordenó a sus compañeros que se replegaran con los
heridos, se levantó y se lanzó al asalto en solitario, a la carrera, fusil en
mano, como si de una carga del siglo XIX se tratara. Fue la última vez que se
le vio con vida. Llegaron refuerzos y helicópteros y sus camaradas pudieron ir
a por él. Y le encontraron. Muerto, junto a los cuerpos sin vida de tres
terroristas. Estaba casado, como tú. Tenía una hija de tres años, como tú. Y su
mujer estaba embarazada de ocho meses cuando murió… Pero no se excusó en sus
hijos para no cumplir con su deber. Tú sí.
Como cabo, eras la sexta en antigüedad de los quince detenidos. Tenías
pues una responsabilidad añadida de ejemplo y guía hacia los nueve soldados y
marineros bajo tu “mando”. Buen ejemplo les diste. Pero sé que la culpa no es sólo
tuya. Más culpables son los dos oficiales (un Teniente de Navío y un Capitán)
que estaban presos contigo, y cuyo deber era exigir de todos vosotros un
comportamiento honorable y digno frente a vuestros captores. Pero no lo
hicieron. Y más culpable aún es tu Gobierno, que no sólo no os juzga por delito
de alta traición, sino que os ha permitido enriqueceros con vuestra ignominia.
Sólo me queda esperar que tu preciosa hija, Molly, cuando crezca y sepa
lo que hiciste, se avergüence de ti y te desprecie. Como todos.
Bruno Navarro Rousseau-Dumarcet
Sargento de Infantería Ligera
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