30 nov 2007

Materialismo error común de Marx y capitalismo


El materialismo es el “error fundamental” de Marx y del capitalismo

El error fundamental de Marx

‘El error de Marx ... está más al fondo ... Creyó que, una vez solucionada la economía, todo quedaría solucionado. Su verdadero error es el materialismo: en efecto, el hombre no es sólo el producto de condiciones económicas y no es posible curarlo sólo desde fuera, creando condiciones económicas favorables’.

BENEDICTO XVI, ‘Spe salvi’ (30 de noviembre de 2007), n. 21


Praecipuus Marx error

‘Marx ... altius inhaeret error eius ... Censebat, semel ordinata oeconomia, omnia ordinata esse futura. Eius verus error est materialismus: homo, revera, non est tantummodo condicionum oeconomicarum fructus eumque resanare non possumus solummodo ex externo prolixas creantes condiciones oeconomicas’.

BENEDICTUS PP. XVI, ‘Spe salvi’ (die 30 m. Novembris, A.D. 2007) - Litterae Encyclicae, n. 21


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29 nov 2007

Autarquía para Las Españas



Esbozo de mapa de Reinos de Las Españas

«Yo soy partidario de la autarquía en el Municipio, en la comarca y la región, y no quiero que tenga el Estado más que las atribuciones que son propias de lo que he dado aquí hace años como fórmula que entonces produjo algún asombro y ahora no puede producirlo; una Monarquía Representativa y Federativa que es mi ideal político.

Las Cortes castellanas, aragonesas, catalanas, navarras y valencianas expresaban la idea federativa, y por eso, aún en esos tiempos llamados de absolutismo, al frente de los documentos reales se ponía siempre: “Rey de León y de Castilla, de Aragón y de Navarra, Conde de Barcelona, Señor de Vizcaya” y hasta de Molina, para indicar como en todos ésos Estados distintos, al venir a formar una unidad política común, para lo que a esas diferentes constituciones regionales se refería, tenía el poder central, personificado en el Rey, diferentes intervenciones.

Las constituciones regionales no se pueden reformar en las Cortes comunes y Generales, sino en las Cortes o Juntas de cada región, pero con el concurso del Soberano, cuyas atribuciones, aparte de las Generales, pueden ser distintas en cada una.

Yo, que admito el cuadro completo de las libertades regionales, y entre ellas la de conservar la propia legislación civil en lo que tiene de primitiva y de particular, aunque en parte, como sucede son el Código Penal, con el mercantil, con parte del procedimiento y con casi toda la contratación del Derecho civil, que en el fondo es romana, puede ser común: proclamo además el pase foral como escudo necesario para defenderlas contra las intrusiones y excesos del Estado, y reconozco también que es diferente la intervención del Monarca en el Señorío de Vizcaya, por ejemplo, o en las Juntas de la Cofradía de Arriaga, de la Gran Comunidad alavesa, o en las guipuzcoanas, en Cataluña, en Aragón o en Castilla: porque unas son las atribuciones generales que tiene el Rey como del Estado común, y otras las que, como Rey, Conde o Señor, posee con soberanía parcial en diferentes regiones.

Por eso, aun aquel Monarca que soléis calificar con tanta injusticia –aunque los grandes historiadores belgas, como Gachard, hayan contribuido tanto a dignificar su figura cambiando tan por completo el juicio sobre los hechos, que hoy ya no puede afirmarse respecto de su reinado lo que antes pasaba por moneda corriente–, aquel Felipe II que habéis considerado falsamente como el mayor representantes del absolutismo, era el mismo que, sin menoscabo de la unidad nacional ni de la política, en una Monarquía que había llegado a tener un Imperio veintitrés veces más grande que el de Roma, iba a Portugal, y en las Cortes de Lisboa juraba guardar las libertades y franquicias del Reino Lusitano; y, con un rasgo de gran político y de munificiente soberano, duplicaba la renta del Monasterio de Batalla, erigido en memoria de Aljubarrota, para no herir en lo más mínimo el sentimiento lusitano: y era el mismo que, no como Rey de León y de Castilla, sino como Rey de Aragón, en las Cortes de Tarazona modificaba los Fueros en el sentido democrático que representaban, aunque no perfectamente, las Comunidades de Daroca, de Calatayud, de Albarracín y de Teruel, en contra de la aristocracia feudal, cuyos privilegios mermaba; era lo mismo que reunía las Cortes castellanas en Valladolid; ¡Oh asombro de los asombros! señores diputados, era el mismo que iba, primero como príncipe, en ausencia de Carlos I, después como Soberano, ¿a dónde? a Barcelona, a reunir Cortes Catalanas. Y ¿que hacía allí Felipe II, el absolutista, el tirano? Asombraos vosotros, los que en todo véis separatismo: lee ante los catalanes un discurso, ¡en catalán y en las Cortes de Cataluña! disculpándose de no haber podido ir antes con una disculpa hermosa, expresiva, nada más que en unos renglones –que en aquel tiempo éramos más largos en obras que en palabras–, diciendo que, por las victorias de Lepanto y San Quintín, por su casamiento con la Reina de Inglaterra, no había podido ir antes a rendir pleito homenaje a los Fueros de la ciudad condal.

Aquello que entonces hizo Felipe II, hoy sería tachado de separatismo; el que lo hiciera, calificado terriblemente y señalado como un enemigo de la unidad de la Patria; entonces la Patria estaba formada en lo interior de las conciencias por una unidad de creencias que vosotros habéis roto, y se podía en lo externo aflojar los lazos sin peligro de separación alguna; que es la ley de la sociología y de la historia que dos unidades rigen el mundo: la unidad interna de los espíritus, cuando los entendimientos están conformes en una creencia, y las voluntades en la práctica uniforme de una ley moral, la unidad externa del poder material; y, estas dos unidades, como decía Valdegamas, fijándose en uno de sus efectos, la represión diferente que producen, semejantes a dos termómetros que suben y bajan en proporción inversa, porque cuando el de la coacción externa sube mucho, es porque el de la unidad interna está muy bajo o se ha roto; y cuando la unidad interna es íntima y muy profunda, muy enérgica, la unidad externa puede en cierta manera quebrantarse, sin que por ello sufra detrimento el todo nacional; pero si los lazos internos se rompen, si la unidad de creencias desaparece y la unidad moral se quebranta, no bastan todos los lazos externos para mantener la cohesión: entonces llega la época de los grandes centralismos que buscan la unidad externa, la uniformidad en todo. Y es que los hombres no pueden estar unidos más que por los cuerpos o por las almas; y cuando está roto el lazo de las almas, hay que apretar más, para que no se separen del todo, el lazo de los cuerpos».

Juan Vázquez de Mella, Discurso en el Congreso (29 de noviembre de 1905)



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17 nov 2007

Santo Tomás de Aquino, Doctor Común de la Iglesia



Discurso del Santo Padre Juan Pablo II al Pontificio Ateneo “Angelicum” (17 de noviembre de 1979), con motivo del primer centenario de la Aeterni Patris


Ilustres profesores y queridísimos estudiantes:

1. Con sentimientos de íntima alegría, después de un no breve espacio de tiempo, me encuentro de nuevo en esta aula, que me es bien conocida por haber entrado en ella tantas veces como alumno en los años de mi juventud, cuando también yo vine de lejos al Pontificio Ateneo Internacional “Angelicum”, para profundizar en el pensamiento del Doctor Común, Santo Tomás de Aquino.

El Ateneo ha conocido desde entonces significativos desarrollos: ha sido elevado al rango de Universidad Pontificia por mi venerado predecesor Juan XXIII, y ha sido dotado de dos Institutos nuevos: a las facultades ya existentes de teología, derecho canónico y filosofía, se han añadido, en efecto, la de ciencias sociales y la del Instituto “Mater Ecclesiae”, destinado a los futuros “maestros en las ciencias religiosas”. Tomo nota con agrado de estos signos de vitalidad de la antigua cepa, que muestra tener en sí corrientes frescas de linfa, gracias a las cuales puede corresponder con nuevas instituciones científicas a las exigencias culturales que van surgiendo poco a poco.

La alegría del encuentro de hoy se acrecienta singularmente por la presencia de una falange selecta de doctos cultivadores del pensamiento tomista, que se han reunido aquí de todas las partes para celebrar el primer centenario de la Encíclica “Aeterni Patris”, publicada el 4 de agosto de 1879 por el gran Pontífice León XIII. El congreso, promovido por la “Sociedad internacional Tomás de Aquino”, se une idealmente con el celebrado recientemente en las cercanías de Córdoba, Argentina, por iniciativa de la Asociación católica argentina de filosofía, que ha querido celebrar la misma efemérides llamando a los mayores exponentes del pensamiento cristiano contemporáneo a tratar sobre el tema “La filosofía del cristiano hoy”. El congreso actual, centrado más directamente en la figura y en la obra de Santo Tomás, mientras honra a este insigne centro romano de estudios tomistas, donde puede decirse que el Aquinate vive “tamquam in domo sua”, constituye también un justo acto de reconocimiento al inmortal Pontífice, que tanta parte tuvo en favorecer el renacimiento del interés hacia la obra filosófica y teológica del Doctor Angélico.

2. Por tanto, presento mi saludo deferente y cordial a los organizadores del congreso y, en primer lugar, a usted, reverendo padre Vincent de Couesnongle, maestro de la Orden dominicana y presidente de la “Sociedad internacional Tomás de Aquino”; con usted saludo también al rector de esta Pontificia Universidad, el reverendo padre José Salguero, a los preclarísimos miembros del cuerpo académico y a todos los ilustres cultivadores de los estudios tomistas, que han honrado con su presencia esta asamblea, animando su desarrollo con la aportación de su competencia.

También deseo dirigir un afectuoso saludo a vosotros, alumnos de esta Universidad que os dedicáis, con ímpetu generoso, al estudio de la filosofía y de la teología, además de a otras útiles ramas científicas auxiliares, teniendo como maestro y guía a Santo Tomás, a cuyo conocimiento os introduce la obra iluminada y diligente de vuestros profesores. El entusiasmo juvenil con que os acercáis al Aquinate para proponerle las preguntas que os sugiere la sensibilidad por los problemas del mundo moderno, y la impresión de luminosa claridad que sacáis de las respuestas que él os ofrece con amplitud lúcida y tranquila, constituyen la prueba más convincente de la inspirada sabiduría, por la que fue movido el Papa León XIII al promulgar la Encíclica, cuyo centenario celebramos este año.

3. Está fuera de duda que la finalidad primaria, a la que miró el gran Pontífice al dar ese paso de importancia histórica, fue reanudar y desarrollar la enseñanza sobre las relaciones entre fe y razón, propuesta por el Concilio Vaticano I, en el que él había tomado parte muy activa como obispo de Perusa. Efectivamente, en la Constitución dogmática “Dei Filius”, los Padres conciliares habían dedicado atención especial a este tema candente: al tratar “de fide et ratione”, se habían opuesto concordemente a las corrientes filosóficas y teológicas inficionadas del racionalismo dominante y, sobre la base de la revelación divina, transmitida e interpretada fielmente por los precedentes Concilios ecuménicos, ilustrada y defendida por los Santos Padres y Doctores de Oriente y Occidente, habían declarado que fe y razón, más que oponerse entre sí, podían y debían encontrarse amigablemente (cf. Ench. Symb. DS: 3015-3020; 3041-3043).

La persistencia de los violentos ataques por parte de los enemigos de la fe católica y de la recta razón indujo a León XIII a afianzar y ulteriormente a desarrollar en su Encíclica la doctrina del Vaticano I. En ella, después de haber evocado la gradual y cada vez más amplia aportación que las lumbreras de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, habían dado a la defensa y al progreso del pensamiento filosófico y teológico, el Papa se detiene en la obra de profundización y de síntesis desarrollada por Santo Tomás. Con palabras que merecen ser citadas en su límpido latín clásico, no duda en señalar al Doctor Angélico como aquel que ha llevado la investigación racional sobre los datos de la fe a metas que se han manifestado de valor imperecedero: “Illorum doctrinas, velut dispersa ciuisdam corporis membra, in unum Thomas collegit et coagmentavit, miro ordine digessit, et magnis incrementis ita adauxit, ut catholicae Ecclesiae singulare praesidium et decus iure meritoque habeatur... Praeterea rationem, ut par est, a fine apprime distinguens, utramque tamen amice consocians, utrinsque tum iura conservavit, tum dignitati consuluit, ita quidem ut ratio ad humanum fastigium Thomae pennis evecta, iam fere nequeat sublimius assurgere; neque fides a ragione fere possit plura aut validiora adiumenta praestolari, quam quae iam par est per Thomam consecuta” (Leonis XIII, Acta, vol. I. págs. 274-275).

4. Afirmaciones solemnes y comprometidas. A nosotros que las consideramos a un siglo de distancia, nos ofrecen ante todo una indicación práctica o pedagógica. Efectivamente León XIII quiso proponer a los profesores y alumnos de filosofía y de teología un modelo incomparable de investigador cristiano.

Ahora bien, ¿cuáles son las dotes que han merecido al Aquinate, además de los títulos de “Doctor Ecclesiae” y de “Doctor Angelicus”, que le dio San Pío V, y el de “Patronus caelestis studiorum optimorum”, que le confirió León XIII con la Carta Apostólica “Cum hoc sit”, del 4 de agosto de 1880, es decir, en el primer aniversario de la Encíclica que estamos conmemorando? (cf. Leonis XIII, Acta, vol. II, págs. 108-113).

La primera es sin duda la de haber profesado un pleno obsequio de la mente y del corazón a la revelación divina; obsequio renovado en su lecho de muerte, en la abadía de Fossanova, el 7 de marzo de 1274. ¡Cuán beneficioso sería para la Iglesia de Dios que también hay todos los filósofos y teólogos católicos imitasen el ejemplo sublime dado por el “Doctor communis Ecclesiae”! Este obsequio prestó también el Aquinate a los Santos Padres y Doctores, como testigos concordes de la Palabra revelada, de tal manera que el cardenal Cayetano no dudó en escribir —y el texto se recoge en la Encíclica— “Santo Tomás, porque tuvo en suma reverencia a los Sagrados Doctores, heredó, en cierto sentido el pensamiento de todos ellos” (In Sum. Theol. II-II, q. 148, a. 4 c; Leonis XIII, Acta, vol. I, pág. 273).

La segunda dote que justifica el primado pedagógico del Angélico, es el gran respeto que profesó por el mundo visible, como obra, y por lo tanto vestigio e imagen de Dios Creador. Injustamente, pues, se ha osado tachar a Santo Tomás de naturalismo y empirismo. “El Doctor Angélico, se lee en la Encíclica, dedujo las conclusiones de las esencias constitutivas y de los principios de las cosas, cuya virtualidad es inmensa, conteniendo como en un embrión, las semillas de verdades casi infinitas, que los futuros maestros han hecho fructificar, a su tiempo” (Leonis XIII Acta, vol. I, pág. 273).

Finalmente, la tercera dote que indujo a León XIII a proponer al Aquinate como modelo de “los mejores estudios” a los profesores y alumnos, es la adhesión sincera y total, que conservó siempre, al Magisterio de la Iglesia, a cuyo juicio sometió todas sus obras, durante la vida y en el momento de la muerte. ¡Quién no recuerda la profesión emocionante que quiso pronunciar en la celda de la abadía de Fossanova, de rodillas ante la Eucaristía, antes de recibirla como Viático de vida eterna! “Las obras del Angélico, escribe también León XIII, contienen la doctrina más conforme al Magisterio de la Iglesia” (Leonis XIII Acta, vol. I, pág. 280). Y no se deduce de los escritos del Santo Doctor que él haya reservado el obsequio de su mente solamente al Magisterio solemne e infalible de los Concilios y de los Sumos Pontífices. Hecho este edificantísimo y digno también de ser imitado hoy por cuantos desean conformarse a la Constitución dogmática Lumen gentium (núm. 25).

5. Las tres dotes aludidas, que acompañaron todo el esfuerzo especulativo de Santo Tomás, son también las que han garantizado la ortodoxia de sus resultados. Esta es la razón por la que el Papa León XIII, queriendo “agere de ineunda philosophicorum studiorum ratione, quae et bono fidei apte respondeat, et ipsi humanarum scientiarum dignitati sit consentanea” (Leonis XIII, Acta, vol. I, pág. 256), remitía sobre todo a Santo Tomás “inter Scholasticos Doctores omnium princeps et magister” (Leonis XIII, Acta, vol. I, pág. 272).

El método, los principios, la doctrina del Aquinate, recordaba el inmortal Pontífice, han encontrado en el curso de los siglos el favor preferencial no sólo de los doctos, sino también del supremo Magisterio de la Iglesia (cf. Encícl. “Aeterni Patris”, Leonis XIII Acta, vol. I, págs. 274-277). También hoy, insistía él, a fin de que la reflexión filosófica y teológica no se apoye sobre un “fundamento inestable”, que la vuelva “oscilante y superficial” (cf. Encícl. “Aeterni Patris”, Leonis XIII, Acta, vol. I, pág. 278), es necesario que retorne a inspirarse en la “sabiduría aúrea” de Santo Tomás, para sacar de ella luz y vigor en la profundización del dato revelado y en la promoción de un conveniente progreso científico (cf. Encícl. “Aeterni Patris”, Leonis XIII, Acta, vol. I, pág. 282).

Después de cien años de historia del pensamiento, estamos en disposición de sopesar cuán ponderadas y sabias fueron estas valoraciones. No sin razón, pues los Sumos Pontífices, sucesores de León XIII y el mismo Código de derecho canónico (cf. can. 1366 pár. 2) las han recogido y hecho propias. También el Concilio Vaticano II prescribe, como sabemos, el estudio y la enseñanza del patrimonio perenne de la filosofía, una parte insigne del cual la constituye el pensamiento del Doctor Angélico. (A este propósito me agrada recordar que Pablo VI quiso invitar al Concilio al filósofo Jacques Maritain, uno de los más ilustres intérpretes modernos del pensamiento tomista, intentando también de este modo manifestar alta consideración al Maestro del siglo XIII y al mismo tiempo a un modo de “hacer filosofía” en sintonía con los “signos de los tiempos”). El Decreto sobre la formación sacerdotal “Optatam totius”, antes de hablar de la necesidad de tener en cuenta la enseñanza de las corrientes filosóficas modernas, especialmente “de las que ejercen mayor influjo en la propia nación”, exige que “las disciplinas filosóficas se enseñen de manera que los alumnos lleguen ante todo a un conocimiento sólido y coherente del hombre, del mundo y de Dios, apoyados en el patrimonio filosófico de perenne validez” (núm. 15).

En la Declaración sobre la educación cristiana “Gravissimum educationis” leemos: “...teniendo en cuenta con esmero las investigaciones más recientes del progreso contemporáneo, se percibe con profundidad mayor cómo la fe y la razón tienden a la misma verdad, siguiendo las huellas del los doctores de la Iglesia, sobre todo de Santo Tomás de Aquino” (núm. 10). Las palabras del Concilio son claras: en la estrecha conexión con el patrimonio cultural del pasado y en particular con el pensamiento de Santo Tomás, los Padres han visto un elemento fundamental para una formación adecuada del clero y de la juventud cristiana y por lo tanto, en perspectiva, una condición necesaria para la deseada renovación de la Iglesia.

No es el caso de que reafirme aquí mi voluntad de dar ejecución plena a las disposiciones conciliares, desde el momento en que me he pronunciado explícitamente en este sentido ya en la homilía del 17 de octubre de 1978, el día: siguiente de mi elección a la Cátedra de Pedro (cf. AAS, 70, 1978, págs. 921-923) y tantas otras veces después.

6. Me siento, pues, muy contento de encontrarme esta tarde en medio de vosotros, que llenáis las aulas de la Pontificia Universidad de Santo Tomás, atraídos por su doctrina filosófica y teológica, como lo fueron los numerosísimos discípulos de varias naciones que rodearon la cátedra del hermano dominico en el siglo XIII, cuando era profesor en la Universidad o de París o de Nápoles o en el mismo “Studium curiae”, o en el estudio del convento de Santa Sabina en Roma.

La filosofía de Santo Tomás merece estudio atento y aceptación convencida por parte de la juventud de nuestro tiempo, por su espíritu de apertura y de universalismo, características que es difícil encontrar en muchas corrientes del pensamiento contemporáneo. Se trata de la apertura al conjunto de la realidad en todas sus partes y dimensiones, sin reducciones o particularismos (sin absolutizaciones de un aspecto determinado), tal como lo exige la inteligencia en nombre de la verdad objetiva e integral, concerniente a la realidad. Apertura esta que es también una significativa nota distintiva de la fe cristiana, de la que es signo específico la catolicidad. Esta apertura tiene su fundamento y su fuente en el hecho de que la filosofía de Santo Tomás es filosofía del ser, esto es del “actus essendi”, cuyo valor trascendental es el camino más directo para elevarse al conocimiento del Ser subsistente y Acto puro que es Dios. Por este motivo, esta filosofía podría ser llamada incluso filosofía de la proclamación del ser, canto en honor de lo existente.

De esta proclamación del ser la filosofía de Santo Tomás saca su capacidad de acoger y de “afirmar” todo lo que aparece ante el entendimiento humano (el dato de experiencia en el sentido más amplio) como existente determinado en toda la riqueza inagotable de su contenido; deduce, en particular, la capacidad de acoger y de “afirmar” ese “ser” que está en disposición de conocerse a sí mismo, de maravillarse en sí y sobre todo de decidir de sí, y de forjar la propia historia irrepetible. En este “ser”, en su dignidad piensa Santo Tomás cuando habla del hombre como de algo que es “perfectissimum in tota natura” (S. Th. I, q. 29, a. 3), una “persona”, para la que él pide una atención específica y excepcional. Así está dicho lo esencial acerca de la dignidad del ser humano, aun cuando todavía queda mucho por indagar en este campo, con la ayuda de las reflexiones mismas ofrecidas por las corrientes filosóficas contemporáneas.

De esta afirmación del ser saca también la filosofía de Santo Tomás su autojustificación metodológica, como de disciplina irreductible a cualquier otra ciencia, y más aún tal, que trasciende a todas, poniéndose en relación con ellas como autónoma y a la vez como completiva de ellas en sentido sustancial.

Más aún, de esta afirmación del ser la filosofía de Santo Tomás deduce la posibilidad y al mismo tiempo la exigencia de sobrepasar todo lo que nos ofrece directamente el conocimiento en cuanto existente (el dato de experiencia), para llegar al “ipsum Esse subsistens” y a la vez al Amor creador, en el que halla su explicación última (y por esto necesaria) el hecho de que “potius est esse quam non esse” y, en particular el hecho que nosotros existamos... “Ipsum enim esse —afirma el Angélico— est communius effectus, primus et intimior omnibus aliis effectibus; et ideo soli Deo competit secumdum virtutem propriam talis effectus” (QQ. DD. De potentia, q. 3, a. 7 c.).

Santo Tomás encaminó la filosofía sobre las huellas de esta intuición, indicando al mismo tiempo que sólo en este camino el entendimiento se siente a gusto (como “en su propia casa”) y que por esto el entendimiento no puede renunciar absolutamente a este camino, si no quiere renunciar a sí mismo.

Al poner como objeto propio de la metafísica la realidad “sub ratione entis”, Santo Tomás indicó en la analogía trascendental del ser el criterio metodológico para formular las proposiciones acerca de toda la realidad, comprendido en ella el Absoluto. Es difícil supervalorar la importancia metodológica de este descubrimiento para la investigación filosófica, como, por lo demás, también para el conocimiento humano en general.

Es superfluo subrayar cuánto deba la misma teología a esta filosofía, al no ser ella sino “fides quaerens intellectum” o “intellectus fidei”. Por lo tanto, ni siquiera la teología podrá renunciar a la filosofía de Santo Tomás.

7. ¿Acaso se deberá temer que la adopción de la filosofía de Santo Tomás haya de comprometer la justa pluralidad de las culturas y el progreso del pensamiento humano? Semejante temor sería manifiestamente vano, porque la “filosofía perenne”, en virtud del principio metodológico mencionado, según el cual toda la riqueza de contenido de la realidad encuentra su fuente en el “actus essendi”, tiene, por así decirlo, anticipadamente el derecho a todo lo que es verdadero en relación con la realidad. Recíprocamente, toda comprensión de la realidad —que refleje efectivamente esta realidad— tiene pleno derecho de ciudadanía en la “filosofía del ser”, independientemente de quien tiene el mérito de haber permitido este progreso en la comprensión, e independientemente de la escuela filosófica, a la que pertenece. Las otras corrientes filosóficas, por tanto, si se las mira desde este punto de vista, pueden, es más, deben ser consideradas como aliadas naturales de la filosofía de Santo Tomás, y como partners dignos de atención y de respeto en el diálogo que se desarrolla en presencia de la realidad y en nombre de una verdad no incompleta sobre ella. He aquí por qué la indicación de Santo Tomás a los discípulos en la “Epistula de modo studendi”: “Ne respicias a quo sed quod dicitur”, deriva tan íntimamente del espíritu de su filosofía. Por lo tanto, estimo vivamente el ordenamiento de los estudios de la Facultad de Filosofía de esta Universidad, en el cual, además de los cursos teóricos sobre Aristóteles y Santo Tomás, figuran cursos de ciencia y filosofía, antropología filosófica, física y filosofía, historia de la filosofía moderna, el movimiento fenomenológico, en conformidad con la reciente Constitución Apostólica Sapientia christiana: De Studiorum Universitatibus et Facultatibus Ecclesiasticis (AAS 71, 1979, págs 495-496).

8. Pero hay otra razón que asegura la validez perenne de la filosofía de Santo Tomás: es la preocupación dominante por la búsqueda de la verdad. “Studium philosophiae —escribe el Aquinate comentando a su filósofo preferido, Aristóteles— non est ad hoc quad sciatur quid homines senserint, sed qualiter se haboat veritas” (De coelo et mundo, I, lect. 22, ed. R. Spiazzi, núm. 228). He aquí por qué la filosofía de Santo Tomás sobresale por su realismo, su objetividad: es la filosofía “de l’être et non du paraître”. La conquista de la verdad natural, que tiene su fuente suprema en Dios Creador, como la verdad divina la tiene en Dios Revelador, ha hecho a la filosofía del Angélico sumamente idónea para ser la “ancilla fidei”, sin humillarse a sí misma y sin restringir sus campos de investigación, sino al contrario, adquiriendo desarrollos inimaginables por la sola razón humana. Por esto el Sumo Pontífice Pío XI, de santa memoria, al publicar la Encíclica “Studiorum ducem”, con ocasión del VI centenario de la canonización de Santo Tomás, no dudó en afirmar: “In Thoma honorando maius quiddam quam Thomae ipsius existimatio vertitur, id est Ecclesiae docentis auctoritas” (AAS 13, 1923, pág. 324).

9. En realidad, Santo Tomás ha sabido iluminar con su “ratio fide illustrata” (Conc. Vaticano I, Const. dogm. “Dei Filius”, cap. 4; DS. 3016), también los problemas referentes al Verbo Encarnado “Salvador de todos los hombres” (Prólogo de la tercera parte de la Summa Theologiae). Son los problemas a los que he aludido en mi primera Encíclica “Redemptor hominis”, donde he presentado a Cristo como “Redentor del hombre y del mundo, centro del cosmos y de la historia... camino principal de la Iglesia” para volver “hacia la casa del Padre” (núms. 1, 8, 13). Este es un tema de primerísimo orden para la vida de la Iglesia y para la ciencia cristiana. ¿Acaso no es la cristología el fundamento y la condición primera para la elaboración de una antropología más completa, según las exigencias de nuestros tiempos? Efectivamente, no debemos olvidar que sólo Cristo “revela plenamente el hombre al hombre” (cf. Const. past. Gaudium et spes, 22). Santo Tomás ha inundado, además, de la luz racional, purificada y sublimada por la fe, los problemas concernientes al hombre: su naturaleza creada a imagen y semejanza de Dios, su personalidad digna de respeto desde el primer instante de su concepción, el destino sobrenatural del hombre en la visión beatífica de Dios Uno y Trino. En este punto debemos a Santo Tomás una definición precisa y siempre válida de aquello en lo que consiste la grandeza sustancial del hombre: “Ipse est sibi providens” (cf. Contra gentes, III, 81).

El hombre es señor de sí mismo, puede proveer por sí y proyectar el propio destino. Sin embargo, este hecho considerado en sí mismo, no decide todavía sobre la grandeza del hombre y no garantiza la plenitud de su autorrealización personal. Solamente es decisivo el hecho de que el hombre se someta en su actuar a la verdad, que él no determina, sino que sólo la descubre en la naturaleza, y que se le ha dado junto con el ser. Dios es quien pone la realidad como creador y la manifiesta aún mejor como revelador en Jesucristo y en su Iglesia. El Concilio Vaticano II, calificando esta autoprovidencia del hombre “sub ratione veri” con el nombre de ministerio real (“munus regale”) toca en su profundidad esta intuición.

Esta es la doctrina que me he propuesto plantear de nuevo y poner al día en la Encíclica “Redemptor hominis”, señalando en el hombre “el camino primero y fundamental de la Iglesia” (núm. 14).

10. Al final de estas consideraciones necesariamente sumarias, se me impone una última palabra. Es la palabra con que León XIII concluía la “Aeterni Patris”. “Exempla sequamur Doctoris Angelici”, recomendaba él (Leonis XIII, Acta, Vol. I, pág. 283). Es cuanto también repito esta tarde. En efecto, la exhortación está plenamente justificada por el testimonio de vida con que Santo Tomás ha corroborado la doctrina impartida en la cátedra. Antes que metodología técnica de un maestro, la suya ha sido la metodología del Santo, que vive en plenitud el Evangelio, en el que la caridad es todo. Amor a Dios, fuente suprema de toda verdad; amor al prójimo, obra maestra de Dios; amor a las cosas creadas, que son también cofres preciosos llenos de tesoros que Dios ha volcado en ellas.

He aquí cuál fue la fuerza inspiradora de todo su afán de estudioso y cuál el impulso secreto de su donación total como persona consagrada. “A caritate omnia procedunt sicut a principio et in caritatem omnia ordinantur sicut in finem”, ha escrito él (In Jn Ev. XV, 2). Y, efectivamente, el gigantesco esfuerzo intelectual de este maestro del pensamiento estuvo estimulado, sostenido y orientado por un corazón henchido de amor a Dios y al prójimo. “Per ardorem caritatis datur cognitio veritatis”. (In Jn Ev. V, 6). Son palabras emblemáticas que dejan entrever, tras el pensador capaz de los vuelos especulativos más audaces, al místico habituado a beber directamente en la fuente misma de toda verdad la respuesta a las interpelaciones más profundas del espíritu humano. Por lo demás, ¿no confesó él mismo que jamás había escrito ni había dado lecciones sin recurrir antes a la oración?

Quien se acerca a Santo Tomás, no puede prescindir de este testimonio que emerge de su vida; más aún, debe encaminarse valientemente sobre sus huellas con el compromiso de imitar sus ejemplos, si quiere llegar a gustar los frutos más recónditos y sabrosos de su doctrina. Es lo que nos recuerda la oración que la liturgia pone en nuestros labios el día de su fiesta: “Oh Dios, que hiciste de Santo Tomás un varón preclaro por su anhelo de santidad y por su conocimiento de las ciencias sagradas; humildemente te rogamos nos concedas las gracias de comprender su doctrina y de imitar su vida”.

Pidamos esto también al Señor esta tarde, confiando nuestra oración a la intercesión del mismo “maestro Tomás”, maestro profundamente humano porque profundamente cristiano, y precisamente porque profundamente cristiano, profundamente humano.

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9 nov 2007

... tú y yo moriremos por ella

«Artillería»
Kiko Méndez-Monasterio


Bajan carretas atestadas de campesinos que huyen del horror de los combates. Da lástima verlos. Algunos llevan consigo, arrastrando, sus exiguas pertenencias; los más no portan nada, sólo se llevan los unos a los otros de la mano. Parece que sobrevuela la tarde la palabra guerra y el fragor apocalíptico de los cañones. Bum.

Sobre la colina pelada, en su contrapendiente, resiste terca lo poco que queda de la batería española; soldados que miran de un modo extraño, como cadáveres prematuros; cuerpos todavía latientes pero sin esperanza de ser otra cosa más que muertos. La voz y la fuerza de su Capitán les mantiene al servicio de los dos cañones que todavía disparan; los proyectiles enemigos han silenciado las otras piezas, y sus artilleros han tomado fusiles para continuar el fuego.

Balanzategui tiene la mirada trascendente y los bigotes antiguos, apuntando hacia lo alto; es Capitán, algo mayor para el empleo, y tiene orden de defender una posición indefendible. Analiza el momento con calma, repartiendo ánimo e instrucciones mientras observa a través de los gemelos de campaña. Por la carretera ya han dejado de pasar los civiles, ahora aparece desierta, al menos hasta el manglar espeso y asfixiante donde se pierde. Más allá, fuera del alcance de la batería, acecha el grueso de los insurrectos junto con los voluntarios de Tejas. Esperan a que caiga la colina para seguir cruzando, y la terquedad del Capitán artillero les retrasa ya demasiado. Ya casi Cuba no es española, ya casi se acaba el siglo y se liquidan, de saldo, retales de Imperio.

Un Teniente aconseja, con prudencia, la necesidad urgente de un repliegue.

—Mi Capitán, si no nos movemos rápido van a terminar de envolvernos.

Balanzategui le mira de reojo con cierto desprecio, sin responder nada. Después vuelve la vista al valle cubano, y algo en lo verde y lo profundo le recuerda a su Guipúzcoa. Ha nacido en Tolosa, en familia Carlista y arruinada. Quiso ser soldado desde niño por oír las historias militares que contaba su padre; el viejo Balanzategui había sido testigo del pasar de muchos ejércitos: desde las partidas contra los franceses hasta las guerras fraticidas, interminables. De éstas últimas guardaba sus propias cicatrices, pero ni su desagradable aspecto desanimaba la vocación de su hijo.

Una vez elegida la carrera faltaba escoger el Arma. Leyó la biografía que de Napoleón hizo Stendhal y, al enterarse de que el emperador era artillero, artillero decidió ser él. Prefería una, entre todas las anécdotas del corso; siempre que tenía excusa arengaba con ella a su tropa:

«Napoleón fue el más grande genio militar de este siglo -decía con cierta grandilocuencia- y era, como nosotros, artillero. En cierta ocasión, ya General del ejército de Italia, las intrigas políticas le apartaron del mando. Viajó a París para protestar contra aquella injusticia, pero sólo consiguió que le ofrecieran un destino en el interior, como General de Infantería. Bonaparte, por supuesto, rehusó.

Aquella renuncia le hacía más antipático ante el poder político y, además, le dejaba prácticamente en la miseria. Tuvo que vender su coche, sus caballos, recuerdos militares de sus primeras campañas, y hasta su propio reloj.

Algunos de sus amigos no entendieron por qué no aceptaba el nuevo destino, y le interrogaban sobre la causa de aquel apego tozudo a los cañones. El futuro emperador respondía con una sola frase:

—La Artillería, señores, es mi Arma.

Al escuchar las palabras de aquel hombre bajito, envuelto en una levita raída y lleno de orgullo, no eran pocos los que se mofaban a escondidas. Años después, aquellos que se reían hacían cola para reverenciarle».

Por unos momentos han dejado de hostigarles, Balanzategui ordena detener el fuego y reorganizar las posiciones. Manda retirar a los heridos hacia los sitios más resguardados, y se hace recuento del agua y la munición: las dos escasean. No se escuchan quejas, sólo el Teniente, escéptico y bisoño, permanece ajeno al delirio colectivo y silencioso de lo heroico.

—Mi Capitán, han dejado de disparar para moverse y colocar más fuerzas a nuestra espalda.

Balanzategui sólo responde con instrucciones para que se reparta el agua entre los heridos y la munición entre aquellos que todavía son capaces de disparar. Aquel Teniente nervioso le recuerda a sí mismo, más joven. Cuando solía rondar a una muchacha bonita le acometían sudores parecidos, y le temblaba de igual modo la voz. No sabía nada de cortejos, ni de flores, ni de poesías. Frente a ella sólo era capaz de hablar de gestas militares. La joven escuchaba con paciencia la anécdota del Napoleón testarudo y cien relatos parecidos. Le entristecía especialmente la historia de Daoiz y Velarde, los artilleros que, sublevados el Dos de Mayo contra el francés, cayeron en las calles de Madrid junto a sus cañones. Lleno de emoción, Balanzategui se olvidaba de tartamudear y resumía para ella los últimos momentos de los héroes:

«El último día de abril recibió Luis Daoiz, la visita de su amigo Pedro Velarde. Comentaban los extraños acontecimientos que mantenían a la nación en vilo: los franceses, que habían asegurado estar sólo de paso, empezaban a comportarse como tropas de ocupación, mientras la familia real hacía el ridículo en Bayona. Velarde se esforzaba por darle a sus palabras algo de esperanza y optimismo. Daoiz no hizo caso, le interrumpió con una sonrisa triste:

—España está perdida, pero tú y yo moriremos por ella».

Un cañonazo saca al Capitán de su recuerdo y le devuelve al valle cubano. El sol está en lo alto y esparce un calor sofocante, ayudado por la pólvora de las dos facciones. La sangre de los heridos y de los muertos forma pequeños hilillos, diminutos y numerosos riachuelos que descienden por la colina y la tiñen. El ataque se hace ahora mucho más duro; parapetados en las peñas más bajas las guerrillas insurgentes hacen un fuego continuo de fusilería; los cañones yanquis, de mayor alcance, barren la cima preparando el asalto final. No queda ileso ni uno solo de los españoles, hasta el más afortunado ha tenido su pequeña ración de metralla. Balanzategui desenvaina y utiliza el sable como bastón; trata de mantener el equilibrio para disimular un boquete considerable que sangra en su pierna derecha.

Y sigue el fuego: de los españoles contra los rebeldes; de los rebeldes contra la colina; y del sol sobre la tarde, haciendo bíblico, mortal, el valle. En lo alto ya se pelea con todo, no importan las heridas propias, ni los gemidos de los moribundos, ni la sed que abrasa tanto como el plomo. Sólo un cañón español continúa disparando, el otro ha reventado por no darle tregua. El Teniente sangra generosamente por una herida fea de la cara. Se acerca a Balanzategui tambaleándose.

—Mi Capitán, ya vienen. Apenas somos un puñado... quizá tengamos una oportunidad retirándonos ahora... cuando tengan la colina no creo que nos persigan... No tiene sentido mantener la posición con una sola pieza. Hay que abandonarla.

—Es mi Arma -responde el Capitán de Artillería, y sonríe al escucharse a sí mismo las palabras napoleónicas.

Un grito salvaje, que brota a la vez de centenares de gargantas insurgentes, es el inicio del asalto definitivo a la cima. Dentro de poco ya sólo servirán las bayonetas. En el rostro del joven Oficial, lo poco que no está manchado de sangre palidece.

—¡Hay que pedir cuartel! ¡Hay que rendirse!

Balanzategui se apoya en él para desclavar el sable del suelo y poder blandirlo.

—España está perdida -dice sin abandonar media sonrisa- pero, tú y yo, moriremos por ella.


… Llega la noche y no consigue refrescar el ambiente. Parece que el calor se ha quedado en la tierra, entre la hierba y las rocas. Se siente el aire bochornoso, pesado; se diría que todavía contiene las detonaciones, el humo y los gritos de la batalla.

Los restos del Capitán artillero permanecen junto al cañón; lo han agujereado con saña. Empieza a llover suavemente y el agua cae con dulzura sobre los cuerpos de los vencidos, arrullándolos, como una canción de cuna que les dormirá. La lluvia ha de arrastrar el calor y la sangre. Recuerda, este valle cubano, algunos paisajes de mi Guipúzcoa.

Kiko Méndez-Monasterio, escritor

Fuente: Kiko Méndez-Monasterio, «Lo nuestro y lo triste», Huerga y Fierro Editores, 1ª ed., 1ª imp. (Madrid, fecha edición 06/2007), pp. 43-47 [ISBN 13: 978-84-8374-638-7]

Publicado de nuevo en: Revista Chesterton, “Cuentos redondos”, fecha: 09NOV07.

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