«Artillería»
Kiko Méndez-Monasterio
Kiko Méndez-Monasterio
Bajan carretas atestadas de campesinos que huyen del horror de los
combates. Da lástima verlos. Algunos llevan consigo, arrastrando, sus exiguas
pertenencias; los más no portan nada, sólo se llevan los unos a los otros de la
mano. Parece que sobrevuela la tarde la palabra guerra y el fragor apocalíptico
de los cañones. Bum.
Sobre la colina pelada, en su contrapendiente, resiste terca lo poco
que queda de la batería española; soldados que miran de un modo extraño, como
cadáveres prematuros; cuerpos todavía latientes pero sin esperanza de ser otra
cosa más que muertos. La voz y la fuerza de su Capitán les mantiene al servicio
de los dos cañones que todavía disparan; los proyectiles enemigos han
silenciado las otras piezas, y sus artilleros han tomado fusiles para continuar
el fuego.
Balanzategui tiene la mirada trascendente y los bigotes antiguos,
apuntando hacia lo alto; es Capitán, algo mayor para el empleo, y tiene orden
de defender una posición indefendible. Analiza el momento con calma,
repartiendo ánimo e instrucciones mientras observa a través de los gemelos de
campaña. Por la carretera ya han dejado de pasar los civiles, ahora aparece
desierta, al menos hasta el manglar espeso y asfixiante donde se pierde. Más
allá, fuera del alcance de la batería, acecha el grueso de los insurrectos
junto con los voluntarios de Tejas. Esperan a que caiga la colina para seguir
cruzando, y la terquedad del Capitán artillero les retrasa ya demasiado. Ya
casi Cuba no es española, ya casi se acaba el siglo y se liquidan, de saldo, retales
de Imperio.
Un Teniente aconseja, con prudencia, la necesidad urgente de un
repliegue.
—Mi Capitán, si no nos movemos rápido van a terminar de envolvernos.
Balanzategui le mira de reojo con cierto desprecio, sin responder nada.
Después vuelve la vista al valle cubano, y algo en lo verde y lo profundo le
recuerda a su Guipúzcoa. Ha nacido en Tolosa, en familia Carlista y arruinada.
Quiso ser soldado desde niño por oír las historias militares que contaba su
padre; el viejo Balanzategui había sido testigo del pasar de muchos ejércitos:
desde las partidas contra los franceses hasta las guerras fraticidas,
interminables. De éstas últimas guardaba sus propias cicatrices, pero ni su
desagradable aspecto desanimaba la vocación de su hijo.
Una vez elegida la carrera faltaba escoger el Arma. Leyó la biografía
que de Napoleón hizo Stendhal y, al enterarse de que el emperador era
artillero, artillero decidió ser él. Prefería una, entre todas las anécdotas
del corso; siempre que tenía excusa arengaba con ella a su tropa:
«Napoleón fue el más grande genio militar de este siglo -decía con
cierta grandilocuencia- y era, como nosotros, artillero. En cierta ocasión, ya
General del ejército de Italia, las intrigas políticas le apartaron del mando.
Viajó a París para protestar contra aquella injusticia, pero sólo consiguió que
le ofrecieran un destino en el interior, como General de Infantería. Bonaparte,
por supuesto, rehusó.
Aquella renuncia le hacía más antipático ante el poder político y,
además, le dejaba prácticamente en la miseria. Tuvo que vender su coche, sus
caballos, recuerdos militares de sus primeras campañas, y hasta su propio
reloj.
Algunos de sus amigos no entendieron por qué no aceptaba el nuevo
destino, y le interrogaban sobre la causa de aquel apego tozudo a los cañones.
El futuro emperador respondía con una sola frase:
—La Artillería, señores, es mi Arma.
Al escuchar las palabras de aquel hombre bajito, envuelto en una levita
raída y lleno de orgullo, no eran pocos los que se mofaban a escondidas. Años
después, aquellos que se reían hacían cola para reverenciarle».
Por unos momentos han dejado de hostigarles, Balanzategui ordena
detener el fuego y reorganizar las posiciones. Manda retirar a los heridos
hacia los sitios más resguardados, y se hace recuento del agua y la munición:
las dos escasean. No se escuchan quejas, sólo el Teniente, escéptico y bisoño,
permanece ajeno al delirio colectivo y silencioso de lo heroico.
—Mi Capitán, han dejado de disparar para moverse y colocar más fuerzas
a nuestra espalda.
Balanzategui sólo responde con instrucciones para que se reparta el
agua entre los heridos y la munición entre aquellos que todavía son capaces de
disparar. Aquel Teniente nervioso le recuerda a sí mismo, más joven. Cuando
solía rondar a una muchacha bonita le acometían sudores parecidos, y le
temblaba de igual modo la voz. No sabía nada de cortejos, ni de flores, ni de
poesías. Frente a ella sólo era capaz de hablar de gestas militares. La joven
escuchaba con paciencia la anécdota del Napoleón testarudo y cien relatos
parecidos. Le entristecía especialmente la historia de Daoiz y Velarde, los
artilleros que, sublevados el Dos de Mayo contra el francés, cayeron en las
calles de Madrid junto a sus cañones. Lleno de emoción, Balanzategui se olvidaba
de tartamudear y resumía para ella los últimos momentos de los héroes:
«El último día de abril recibió Luis Daoiz, la visita de su amigo Pedro
Velarde. Comentaban los extraños acontecimientos que mantenían a la nación en
vilo: los franceses, que habían asegurado estar sólo de paso, empezaban a
comportarse como tropas de ocupación, mientras la familia real hacía el
ridículo en Bayona. Velarde se esforzaba por darle a sus palabras algo de
esperanza y optimismo. Daoiz no hizo caso, le interrumpió con una sonrisa
triste:
—España está perdida, pero tú y yo moriremos por ella».
Un cañonazo saca al Capitán de su recuerdo y le devuelve al valle
cubano. El sol está en lo alto y esparce un calor sofocante, ayudado por la
pólvora de las dos facciones. La sangre de los heridos y de los muertos forma
pequeños hilillos, diminutos y numerosos riachuelos que descienden por la
colina y la tiñen. El ataque se hace ahora mucho más duro; parapetados en las
peñas más bajas las guerrillas insurgentes hacen un fuego continuo de fusilería;
los cañones yanquis, de mayor alcance, barren la cima preparando el asalto
final. No queda ileso ni uno solo de los españoles, hasta el más afortunado ha
tenido su pequeña ración de metralla. Balanzategui desenvaina y utiliza el
sable como bastón; trata de mantener el equilibrio para disimular un boquete
considerable que sangra en su pierna derecha.
Y sigue el fuego: de los españoles contra los rebeldes; de los rebeldes
contra la colina; y del sol sobre la tarde, haciendo bíblico, mortal, el valle.
En lo alto ya se pelea con todo, no importan las heridas propias, ni los
gemidos de los moribundos, ni la sed que abrasa tanto como el plomo. Sólo un
cañón español continúa disparando, el otro ha reventado por no darle tregua. El
Teniente sangra generosamente por una herida fea de la cara. Se acerca a
Balanzategui tambaleándose.
—Mi Capitán, ya vienen. Apenas somos un puñado... quizá tengamos una
oportunidad retirándonos ahora... cuando tengan la colina no creo que nos
persigan... No tiene sentido mantener la posición con una sola pieza. Hay que
abandonarla.
—Es mi Arma -responde el Capitán de Artillería, y sonríe al escucharse
a sí mismo las palabras napoleónicas.
Un grito salvaje, que brota a la vez de centenares de gargantas
insurgentes, es el inicio del asalto definitivo a la cima. Dentro de poco ya
sólo servirán las bayonetas. En el rostro del joven Oficial, lo poco que no
está manchado de sangre palidece.
—¡Hay que pedir cuartel! ¡Hay que rendirse!
Balanzategui se apoya en él para desclavar el sable del suelo y poder
blandirlo.
—España está perdida -dice sin abandonar media sonrisa- pero, tú y yo,
moriremos por ella.
… Llega la noche y no consigue refrescar el ambiente. Parece que el
calor se ha quedado en la tierra, entre la hierba y las rocas. Se siente el
aire bochornoso, pesado; se diría que todavía contiene las detonaciones, el
humo y los gritos de la batalla.
Los restos del Capitán artillero permanecen junto al cañón; lo han
agujereado con saña. Empieza a llover suavemente y el agua cae con dulzura
sobre los cuerpos de los vencidos, arrullándolos, como una canción de cuna que
les dormirá. La lluvia ha de arrastrar el calor y la sangre. Recuerda, este
valle cubano, algunos paisajes de mi Guipúzcoa.
Kiko Méndez-Monasterio, escritor
Fuente: Kiko Méndez-Monasterio, «Lo nuestro y lo triste», Huerga y Fierro Editores, 1ª ed., 1ª imp. (Madrid, fecha edición 06/2007), pp.
43-47 [ISBN 13: 978-84-8374-638-7]
Publicado de nuevo en: Revista Chesterton, “Cuentos redondos”, fecha: 09NOV07.
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