10 oct 2007

Los Papas y la Hispanidad



Pío XII, Al Congreso Nacional Mariano celebrado en Zaragoza

Tierra de María


1. Porque España ha sido siempre, por antonomasia, la «Tierra de María Santísima», y no hay un momento de su historia, ni un palmo de su suelo, que no estén señalados con su nombre dulcísimo. La histórica catedral, el sencillo templo o la humilde ermita a Ella están dedicadas; y si quisiéramos solamente evocar, según se Nos vienen a las mientes, algunas de las advocaciones principales que, como piedras preciosas en manto riquísimo, son ornamento del territorio español: Covadonga, Begoña y Montserrat; la Peña de Francia, la Fuencisla y Monsalud; la Almudena, el Sagrario y los Desamparados; Guadalupe, los Reyes y las Angustias, Nos parecería o que estábamos recorriendo la topografía nacional o que íbamos fijando los hitos principales de la historia de España.

Eran pinceles españoles los de Juan de Juanes, Zurbarán, El Greco y Murillo; y por eso rivalizaron en representarla a cual más hermosa. Gubias y cinceles españoles fueron los de Gregorio Hernández, Alonso Cano, Martínez Montanés y Salzillo; y, por serlo, no pudieron menos de estar dedicados de modo especial al servicio de la Madre amantísima. Y si es un Rey Santo el que cabalga para conquistar Sevilla, irá con Nuestra Señora en el arzón; y si son proas castellanas las que, precisamente tal día como hoy, violan el secreto de las tierras americanas, sobre una de ellas irá escrito necesariamente el nombre de «Santa María», ese nombre que luego el misionero y el conquistador irán dejando en la cima inaccesible, en el centro de la llanura sin fin o en el corazón de la selva impenetrable para que sea también allí fuente de gracia y de bendición.

Virgen del Pilar

2. Pero entre tantas advocaciones, venerables hermanos y amados hijos, acaso ninguna para vosotros tan entrañable, ni tan enraizada en vuestra carne misma como esa Virgen Santísima del Pilar que en estos instantes tenéis ante los ojos [1].

Zaragoza: «Hispanidad»

3. ¡Y tú, oh Zaragoza, no serás ya insigne por tu privilegiada posición, por tu cielo purísimo o por tu rica vega, loci amoenitate, delicii praestantior civitatibus Hispaniae cunctis, como la llama el gran Isidoro de Sevilla; no lo serás por tus magníficos edificios, donde galanamente se salta, sin desentonar, de los primores mozárabes a las elegancias platerescas; no lo serás por haber oído el paso cadencioso de las Legiones romanas o por el aliento indomable que te sostuvo «siempre heroica» en los heroicos Sitios; lo serás por tu tradición cristiana, por tus obispos, Félix, en pluma de San Cipriano, fidei cultor ac defensor civitatis [2], San Valero y San Braulio; por Santa Engracia y los mártires innumerables, a los cuales podemos añadir el santo niño, embellecido también con la púrpura de su sangre, Dominguito de Val; lo serás, sobre todo, por esa columna contra la cual, rodando los siglos, como contra la roca inconmovible que, en el acantilado, desafía y doma las iras del mar, se romperán las oleadas de las herejías en el periodo gótico, las nuevas persecuciones de la dominación arábiga y la impiedad de los tiempos nuevos, resultando así cimiento inquebrantable, inexpugnable valladar e insuperable ornamento no solo de una nación grande, sino también de toda una dilatada y gloriosa estirpe!

«Yo he elegido y santificado esta casa -parece decir Ella desde su Pilar- para que en ella sea invocado mi nombre y para morar en ella por siempre» [3]; y toda la Hispanidad, representada ante la capilla angélica por sus airosas banderas, parece que le responde: «Y nosotros te prometemos quedar de guardia aquí para velar por tu honra, para serte siempre fieles y para incondicionalmente servirte».

Pero hoy vosotros, venerables hermanos y amados hijos, si habéis venido aquí, si os habéis reunido en todos los centros marianos de la nación, ha sido con una intención precisa: evocando aquella jornada inolvidable en el Cerro de los Ángeles, de 1919, donde España se consagró al Corazón Sacratísimo de Jesús, os habéis hoy querido consagrar al de María, en la confianza de que, en esta hora ardua de la humanidad, Dios querrá salvar al mundo por medio de aquel Corazón Inmaculado.

¡Bien merece, sin duda ninguna, hijos amadísimos, esta manifestación de vuestra piedad el Corazón Purísimo de la Virgen, sede de aquel amor, de aquel dolor, de aquella compasión y de todos aquellos altísimos afectos que tanta parte fueron en la redención nuestra, principalmente cuando Ella stabat iuxta Crucem, velaba en pie junto a la Cruz [4]; bien lo merece aquel Corazón, símbolo de toda una vida interior, cuya perfección moral, cuyos méritos y virtudes escaparían a toda humana ponderación! Y bien justo es también que lo hagáis vosotros, si no fuera por otra razón, por ser la patria de San Antonio Maria Claret, apóstol infatigable de esta devoción, que Nos mismo hemos elevado al honor máximo de los altares.

Consagración al Inmaculado Corazón

4. Pero Nos creemos que hoy más que nunca, precisamente porque las nubes cargan sobre el horizonte, precisamente porque en algunos momentos se diría que las tinieblas van borrando aun más los caminos, precisamente porque la audacia de los ministros del averno parece que aumenta más y más; precisamente por eso, creemos que la humanidad entera debe correr a este puerto de salvación, que Nos le hemos indicado como finalidad principal de este Año Mariano, debe refugiarse en esta fortaleza, debe confiar en este Corazón dulcísimo que, para salvarnos, pide solamente oración y penitencia, pide solamente correspondencia.

Prometédsela vosotros, hijos amadísimos de toda España; prometedle vivir una vida de piedad cada día mas intensa; más profunda y más sincera; prometedle velar por la pureza de las costumbres, que fueron siempre honor de vuestra gente; prometedle no abrir jamás vuestras puertas a ideas y a principios que, por triste experiencia, bien sabéis a donde conducen; prometedle no permitir que se resquebraje la solidez de vuestro alcázar familiar, puntal fundamental de toda sociedad; prometedle reprimir el deseo de gozos inmoderados, la codicia de los bienes de este mundo, ponzoña capaz de destruir el organismo más robusto y mejor constituido; prometedle amar a vuestros hermanos, a todos vuestros hermanos, pero principalmente al humilde y al menesteroso, tantas veces ofendido por la ostentación del lujo y del placer! Y Ella entonces seguirá siempre siendo vuestra especial protectora.

«Ante vuestro trono, pues, oh María Santísima del Pilar -diremos, parafraseando las palabras por Nos mismo pronunciadas en ocasión solemnísima [5]- Nos, como Padre común de la familia cristiana, como vicario de Aquel a quien fue dado todo poder en el cielo y en la tierra, a Vos, a vuestro Corazón Inmaculado confiamos, entregamos y consagramos no solo toda esa inmensa multitud ahí presente, sino también toda la nación española, para que vuestro amor y patrocinio acelere la hora del triunfo de todo el mundo del Reino de Dios y todas las generaciones humanas, pacificadas entre sí y con Dios, os proclamen bienaventurada, entonando con Vos, de un polo al otro de la tierra, el eterno Magnificat de gloria, amor y gratitud al Corazón de Jesús, único refugio donde pueden hallarse la Verdad, la Vida y la Paz».

Que la bendición del cielo, de la que quiere ser prenda la bendición apostólica, descienda sobre todos vosotros: sobre nuestro dignísimo cardenal legado; sobre el jefe del Estado; sobre todos nuestros hermanos en el Episcopado ahí presentes; sobre todas las autoridades; sobre el clero, religiosos y fieles que están en estos momentos oyéndonos y sobre toda la nación española, a la que continuamente deseamos toda clase de bienes y de prosperidades.

PIUS PP XII

Notas

[1] Cf. Mt 13,16.
[2] San Cipriano, De haeret. bapt. 6; PL 3,1066.
[3] Cf. 2 Par 7,16.
[4] Cf. Jn 19,25.
[5] Cf. Pío XII, Disc e Rad. 4,260.

VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA

Ceremonia de Bienvenida
Discurso del Papa Juan Pablo II
Aeropuerto Internacional de Madrid-Barajas
(Domingo 31 de octubre de 1982)


1. Con verdadera emoción acabo de pisar suelo español. Bendito sea Dios, que me ha permitido venir hasta aquí, en este mi viaje apostólico.

Desde el primer momento de mi llegada a la capital de la nación, mando mi saludo y recuerdo más cordiales a todos los habitantes de España. Los de las ciudades y de los pueblos; de la Península o de las islas; de las grandes urbes o del último caserío disperso en la montaña o en la llanura; los de centros que visitaré en los próximos días y de los que no podré visitar físicamente.

Pensando en todos he emprendido esta visita pastoral, concebida y destinada por igual a todos los hijos de la nación, a pesar de las inevitables localizaciones geográficas de la visita. Por ello, desde cualquier lugar donde me encuentre con los diversos sectores o grupos de la Iglesia en España, estaré hablando intencionalmente a ese sector o grupo eclesial de toda la nación.

La comunión en el amor de Cristo, la imagen televisada y las ondas de la radio serán nuestros vínculos constantes en estos días. Manteniendo siempre ese carácter exclusivamente religioso-pastoral que tiene mi viaje, y que lo coloca por encima de propósitos políticos o de parte. Un carácter que, estoy seguro, todos deseáis justamente preservar, y os pido preservéis, colaborando eficazmente en tal dirección.

2. Y ahora, después de este saludo, quiero expresaros mi más profunda gratitud. [...]

Gratitud a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas españoles; por el calor de vuestro recibimiento, por el afecto puesto en la hospitalidad dispensada a un amigo, y sobre todo a quien España siempre ha querido entrañablemente a lo largo de su historia: al Papa.

3. Precisamente porque conozco bien y aprecio en todo su significado ese rasgo característico del catolicismo español, deseo corresponder con una confidencia.

Llego a vosotros al cumplirse mi IV año de pontificado. Exactamente un año después de cuando estaba programado, y que no pudo realizarse por las conocidas causas. Y quiero ahora manifestaros que desde los primeros meses de mi elección a la Cátedra de San Pedro pensé con ilusión en un viaje a España, reflexionando incluso sobre la ocasión eclesial propicia para tal visita.

Hoy me trae a vosotros la clausura –en vez de la apertura– del IV centenario de la muerte de Santa Teresa de Jesús, esa gran santa española y universal, cuyo mayor timbre de gloria fue ser siempre hija de la Iglesia y que tanto ha contribuido al bien de la misma Iglesia en estos cuatrocientos años.

4. Vengo, por ello, a rendir homenaje a esa extraordinaria figura eclesial, proponiendo de nuevo la validez de su mensaje de fe y humanismo.

Vengo a encontrarme con una comunidad cristiana que se remonta a la época apostólica. En una tierra objeto de los desvelos evangelizadores de San Pablo; que está bajo el patrocinio de Santiago el Mayor, cuyo recuerdo perdura en el Pilar de Zaragoza y en Santiago de Compostela; que fue conquistada para la fe por el afán misionero de los siete varones apostólicos; que propició la conversión a la fe de los pueblos visigodos en Toledo; que fue la gran meta de peregrinaciones europeas a Santiago; que vivió la empresa de la Reconquista; que descubrió y evangelizó América; que iluminó la ciencia desde Alcalá y Salamanca, y la teología en Trento.

Vengo atraído por una historia admirable de fidelidad a la Iglesia y de servicio a la misma, escrita en empresas apostólicas y en tantas grandes figuras que renovaron esa Iglesia, fortalecieron su fe, la defendieron en momentos difíciles y le dieron nuevos hijos en enteros continentes. En efecto, gracias sobre todo a esa simpar actividad evangelizadora, la porción más numerosa de la Iglesia de Cristo habla hoy y reza a Dios en español. Tras mis viajes apostólicos, sobre todo por tierras de Hispanoamérica y Filipinas, quiero decir en este momento singular: ¡Gracias, España; gracias, Iglesia en España, por tu fidelidad al Evangelio y a la Esposa de Cristo!

5. Esa historia, a pesar de la lagunas y errores humanos, es digna de toda admiración y aprecio. Ella debe servir de inspiración y estímulo, para hallar en el momento presente las raíces profundas del ser de un pueblo. No para hacerle vivir en el pasado, sino para ofrecerle el ejemplo a proseguir y mejorar en el futuro.

No ignoro, por otra parte, las conocidas tensiones, a veces desembocadas en choques abiertos, que se han producido en el seno de vuestra sociedad, y que han estudiado tantos escritores vuestros.

En ese contexto histórico-social, es necesario que los católicos españoles sepáis recobrar el vigor pleno del espíritu, la valentía de une fe vivida, la lucidez evangélica iluminada por el amor profundo al hombre hermano. Para sacar de ahí fuerza renovada que os haga siempre infatigables creadores de diálogo y promotores de justicia, alentadores de cultura y elevación humana y moral del pueblo. En un clima de respetuosa convivencia con las otras legítimas opciones, mientras exigís el justo respeto de las vuestras.

6. Para que esta visita surta los efectos que todos deseamos, he aquí tres vertientes que marcan los grandes objetivos de mi viaje a España:

– confirmar en la fe, como Sucesor de Pedro, a mis hermanos (cf. Lc 22, 32). Para que la luz de Cristo siga alumbrando e inspirando la existencia de cada uno. Para que se respete la dignidad de todo hombre, que en Cristo halla su fundamento último;

– confortar la esperanza, que es consecuencia de la fe y que ha de abrirnos al optimismo. ¡No tengáis miedo! ¡Abrid las puertas a Cristo!, dije al principio de mi pontificado. Es el mensaje de esperanza que traigo también en esta visita;

– alentar las energías de la Iglesia y las obras de los cristianos. Para que sigan siendo –como a lo largo de la historia– árbol cuajado de frutos de amor a Cristo y a los hombres. Para que los cristianos combatan batallas de paz y amor, estén comprometidos en la solidaridad con los hombres y sean en el momento actual generosos y perseverantes en obras de servicio, para el bien de todos los españoles y de la Iglesia universal.

Que Dios bendiga a España. Que Dios bendiga a todos los españoles con la concordia y la comprensión mutuas, con la prosperidad y la paz.

Al Apóstol Santiago, Patrón de España, me encomiendo.


E invoco la protección de la Virgen Santísima del Pilar, Patrona de la Hispanidad, para que Ella bendiga este viaje.

VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA

Celebración de la Palabra y Acto Mariano Nacional
Homilía de Juan Pablo II
(Zaragoza, 6 de noviembre de 1982)

Queridos hermanos en el Episcopado,

queridos hermanos y hermanas:


1. Los caminos marianos me traen esta tarde a Zaragoza. En su viaje apostólico por tierras españolas, el Papa se hace hoy peregrino a las riberas del Ebro. A la ciudad mariana de España. Al santuario de Nuestra Señora del Pilar.

Veo así cumplirse un anhelo que, ya antes deseaba poder realizar, de postrarme como hijo devoto de María ante el Pilar sagrado. Para rendir a esta buena Madre mi homenaje de filial devoción, y para rendírselo unido al Pastor de esta diócesis, a los otros obispos y a vosotros, queridos aragoneses, riojanos, sorianos y españoles todos, en este acto mariano nacional.

Peregrino hasta este santuario, como en mis precedentes viajes apostólicos que me llevaron a Guadalupe, Jasna Góra, Knock, Nuestra Señora de África, Notre Dame, Altötting, La Aparecida, Fátima, Luján y otros santuarios, recintos de encuentro con Dios y de amor a la Madre del Señor y nuestra.

Estamos en tierras de España, con razón denominada Tierra de María. Sé que, en muchos lugares de este país, la devoción mariana de los fieles halla expresión concreta en tantos y tan venerados santuarios. No podemos mencionarlos todos. ¿Pero cómo no postrarnos espiritualmente, con afecto reverente ante la Madre de Covadonga, de Begoña, de Aránzazu, de Ujué, de Montserrat, de Valvanera, de la Almudena, de Guadalupe, de los Desamparados, del Lluch, del Rocío, del Pino?

De estos santuarios y de todos los otros no menos venerables, donde os unís con frecuencia en el amor a la única Madre de Jesús y nuestra, es hoy un símbolo el Pilar. Un símbolo que nos congrega en Aquella a quien, desde cualquier rincón de España, todos llamáis con el mismo nombre: Madre y Señora nuestra.

2. Siguiendo a tantos millones de fieles que me han precedido, vengo como primer Papa peregrino al Pilar, como signo de la Iglesia peregrina de todo el mundo, a ponerme bajo la protección de nuestra Madre, a alentaros en vuestro arraigado amor mariano, a dar gracias a Dios por la presencia singular de María en el misterio de Cristo y de la Iglesia en tierras españolas y a depositar en sus manos y en su corazón el presente y futuro de vuestra nación y de la Iglesia en España. El Pilar y su tradición evocan para vosotros los primeros pasos de la evangelización de España.

Aquel templo de Nuestra Señora, que, al momento de la reconquista de Zaragoza, es indicado por su obispo como muy estimado por su antigua fama de santidad y dignidad; que ya varios siglos antes recibe muestras de veneración, halla continuidad en la actual basílica mariana. Por ella siguen pasando muchedumbres de hijos de la Virgen, que llegan a orar ante su imagen y a venerar el Pilar bendito.

Esa herencia de fe mariana de tantas generaciones, ha de convertirse no sólo en recuerdo de un pasado, sino en punto de partida hacia Dios. Las oraciones y sacrificios ofrecidos, el latir vital de un pueblo, que expresa ante María sus seculares gozos, tristezas y esperanzas, son piedras nuevas que elevan la dimensión sagrada de una fe mariana.

Porque en esa continuidad religiosa la virtud engendra nueva virtud. La gracia atrae gracia. Y la presencia secular de Santa María, va arraigándose a través de los siglos, inspirando y alentando a las generaciones sucesivas. Así se consolida el difícil ascenso de un pueblo hacia lo alto.

3. Un aspecto característico de la evangelización en España, es su profunda vinculación a la figura de María. Por medio de Ella, a través de muy diversas formas de piedad, ha llegado a muchos cristianos la luz de la fe en Cristo, Hijo de Dios y de María. ¡Y cuántos cristianos viven hoy también su comunión de fe eclesial sostenidos por la devoción a María, hecha así columna de esa fe y guía segura hacia la salvación!

Recordando esa presencia de María, no puedo menos de mencionar la importante obra de San Ildefonso de Toledo “Sobre la virginidad perpetua de Santa María”, en la que expresa la fe de la Iglesia sobre este misterio. Con fórmula precisa indica: “Virgen antes de la venida del Hijo, virgen después de la generación del Hijo, virgen con el nacimiento del Hijo, virgen después de nacido el Hijo”.

El hecho de que la primera gran afirmación mariana española haya consistido en una defensa de la virginidad de María, ha sido decisivo para la imagen que los españoles tienen de Ella, a quien llaman “la Virgen”, es decir, la Virgen por antonomasia.

Para iluminar la fe de los católicos españoles de hoy, los obispos de esta nación y la misma comisión episcopal para la Doctrina de la Fe recordaban el sentido realista de esta verdad de fe. De modo virginal, “sin intervención de varón y por obra del Espíritu Santo”, María ha dado la naturaleza humana al Hijo eterno del Padre. De modo virginal ha nacido de María un cuerpo santo animado de un alma racional, al que el Verbo Se ha unido hipostáticamente.

Es la fe que el Credo amplio de San Epifanio expresaba con el término “siempre Virgen” y que el Papa Pablo IV articulaba en la fórmula ternaria de virgen “antes del parto, en el parto y perpetuamente después del parto”. La misma que enseña Pablo VI: “Creemos que María es la Madre, siempre Virgen, del Verbo Encarnado”. La que habéis de mantener siempre en toda su amplitud.

El amor mariano ha sido en vuestra historia fermento de catolicidad. Impulsó a las gentes de España a una devoción firme y a la defensa intrépida de las grandezas de María, sobre todo en su Inmaculada Concepción. En ello porfiaban el pueblo, los gremios, cofradías y claustros universitarios, como los de esta ciudad, de Barcelona, Alcalá, Salamanca, Granada, Baeza, Toledo, Santiago y otros. Y es lo que impulsó además a trasplantar la devoción mariana al Nuevo Mundo descubierto por España, que de ella sabe haberla recibido y que tan viva la mantiene. Tal hecho suscita aquí, en el Pilar, ecos de comunión profunda ante la Patrona de la Hispanidad.

Me complace recordarlo hoy, a diez años de distancia del V centenario del descubrimiento y evangelización de América. Una cita a la que la Iglesia no puede faltar.

4. El Papa Pablo VI escribió que “en la Virgen María todo es referido a Cristo y todo depende de Él”. Ello tiene una especial aplicación en el culto mariano. Todos los motivos que encontramos en María para tributarle culto, son don de Cristo, privilegios depositados en Ella por Dios, para que fuera la Madre del Verbo. Y todo el culto que le ofrecemos, redunda en gloria de Cristo, a la vez que el culto mismo a María nos conduce a Cristo.

San Ildefonso de Toledo, el más antiguo testigo de esa forma de devoción que se llama esclavitud mariana, justifica nuestra actitud de esclavos de María por la singular relación que Ella tiene con respecto a Cristo:

“Por eso soy yo tu esclavo,
porque mi Señor es tu hijo.
Por eso tú eres mi Señora,
porque tú eres la esclava de mi Señor.
Por eso soy yo el esclavo de la esclava de mi Señor,
porque tú has sido hecha la madre de tu Señor.
Por eso he sido yo hecho esclavo,
porque tú has sido hecha la madre de mi Hacedor”.

Como es obvio, estas relaciones reales existentes entre Cristo y María hacen que el culto mariano tenga a Cristo como objeto último. Con toda claridad lo vio el mismo San Ildefonso: “Pues así se refiere al Señor lo que sirve a la esclava; así redunda al Hijo lo que se entrega a la Madre; así pasa al Rey el honor que se rinde en servicio de la Reina”. Se comprende entonces el doble destinatario del deseo que el mismo Santo formula, hablando con la Santísima Virgen: “Que me concedas entregarme a Dios y a Ti, ser esclavo de tu Hijo y tuyo, servir a tu Señor y a Ti”.

No faltan investigadores que creen poder sostener que la más popular de las oraciones a María —después del “Ave María”— se compuso en España y que su autor sería el obispo de Compostela, San Pedro de Mezonzo, a finales del siglo X; me refiero a la “Salve”.

Esta oración culmina en la petición “Muéstranos a Jesús”. Es lo que María realiza constantemente, como queda plasmado en el gesto de tantas imágenes de la Virgen, esparcidas por las ciudades y pueblos de España. Ella, con su Hijo en brazos, como aquí en el Pilar, nos lo muestra sin cesar como “el camino, la verdad y la vida”. A veces, con el Hijo muerto sobre sus rodillas, nos recuerda el valor infinito de la sangre del Cordero que ha sido derramada por nuestra salvación. En otras ocasiones, su imagen, al inclinarse hacia los hombres, acerca a su Hijo a nosotros y nos hace sentir la cercanía de Quien es revelación radical de la misericordia, manifestándose así, Ella misma, como Madre de la misericordia.

Las imágenes de María recogen así una enseñanza evangélica de primordial importancia. En la escena de las bodas de Caná, María dijo a los criados: “Haced lo que Él Os diga”. La frase podría parecer limitada a una situación transitoria. Sin embargo, como subraya Pablo VI, su alcance es muy superior: es una exhortación permanente a que nos abramos a la enseñanza de Jesús. Se da así una plena consonancia con la voz del Padre en el Tabor: “Este es Mi Hijo amado, en Quien tengo Mi complacencia; escuchadle”.

Ello amplía nuestro horizonte hacia unas perspectivas insondables. El plan de Dios en Cristo era hacernos conformes a la imagen de Su Hijo, para que Él fuera “el primogénito entre muchos hermanos”. Cristo vino al mundo “para que recibiéramos la adopción”, para otorgarnos el “poder de llegar a ser hijos de Dios”. Por la gracia somos hijos de Dios y, apoyados en el testimonio del Espíritu, podemos clamar: Abba, Padre. Jesús ha hecho, por Su muerte y resurrección, que Su Padre sea nuestro Padre.

Y para que nuestra fraternidad con Él fuera completa, quiso ulteriormente que Su Madre Santísima fuera nuestra Madre espiritual. Esta Maternidad, para que no quedara reducida a un mero título jurídico, se realizó, por voluntad de Cristo, a través de una colaboración de María en la obra salvadora de Jesús, es decir, “en la restauración de la vida sobrenatural de las almas”.

5. Un padre y una madre acompañan a sus hijos con solicitud. Se esfuerzan en una constante acción educativa. A esta luz cobran su pleno sentido las voces concordes del Padre y de María: Escuchad a Jesús, haced lo que Él Os diga. Es el consejo que cada uno de nosotros debe tratar de asimilar, y del que desde el comienzo de mi pontificado quise hacerme eco: “No temáis; abrid de par en par las puertas a Cristo”.

María, por su parte, es ejemplo supremo de esta actitud. Al anuncio del ángel responde con un sí incondicionado: “He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra”. Ella se abre a la Palabra eterna y personal de Dios, que en sus entrañas tomará carne humana. Precisamente esta acogida la hace fecunda: Madre de Dios y Madre nuestra, porque es entonces cuando comienza su cooperación a la obra salvadora.

Esa fecundidad de María es signo de la fecundidad de la Iglesia. Abriéndonos a la Palabra de Cristo, acogiéndole a Él y Su Evangelio, cada miembro de la Iglesia será también fecundo en su vida cristiana.

6. El Pilar de Zaragoza ha sido siempre considerado como el símbolo de la firmeza de fe de los españoles. No olvidemos que la fe sin obras está muerta. Aspiremos a “la fe que actúa por la caridad”. Que la fe de los españoles, a imagen de la fe de María, sea fecunda y operante. Que se haga solicitud hacia todos, especialmente hacia los más necesitados, marginados, minusválidos, enfermos y los que sufren en el cuerpo y en el alma.

Como Sucesor de Pedro he querido visitaros, amados hijos de España, para alentaros en vuestra fe e infundiros esperanza. Mi deber pastoral me obliga a exhortaros a una coherencia entre vuestra fe y vuestras vidas. María, que en vísperas de Pentecostés intercedió para que el Espíritu Santo descendiera sobre la Iglesia naciente, interceda también ahora. Para que ese mismo Espíritu produzca un profundo rejuvenecimiento cristiano en España. Para que ésta sepa recoger los grandes valores de su herencia católica y afrontar valientemente los retos del futuro.

7. Doy fervientes gracias a Dios por la presencia singular de María en esta tierra española donde tantos frutos ha producido. Y quiero finalmente encomendarte, Virgen Santísima del Pilar, España entera, todos y cada uno de sus hijos y pueblos, la Iglesia en España, así como también los hijos de todas las naciones hispánicas.

¡Dios te salve María, Madre de Cristo y de la Iglesia! ¡Dios te salve, vida, dulzura y esperanza nuestra!

A tus cuidados confío esta tarde las necesidades de todas las familias de España, las alegrías de los niños, la ilusión de los jóvenes, los desvelos de los adultos, el dolor de los enfermos y el sereno atardecer de los ancianos.

Te encomiendo la fidelidad y abnegación de los ministros de tu Hijo, la esperanza de quienes se preparan para ese ministerio, la gozosa entrega de las vírgenes del claustro, la oración y solicitud de los religiosos y religiosas, la vida y empeño de cuantos trabajan por el reino de Cristo en estas tierras.

En tus manos pongo la fatiga y el sudor de quienes trabajan con las suyas; la noble dedicación de los que transmiten su saber y el esfuerzo de los que aprenden; la hermosa vocación de quienes con su ciencia y servicio alivian el dolor ajeno; la tarea de quienes con su inteligencia buscan la verdad.

En tu corazón dejo los anhelos de quienes, mediante los quehaceres económicos, procuran honradamente la prosperidad de sus hermanos; de quienes, al servicio de la verdad, informan y forman rectamente la opinión pública; de cuantos, en la política, en la milicia, en las labores sindicales o en el servicio del orden ciudadano, prestan su colaboración honesta en favor de una justa, pacífica y segura convivencia.

Virgen Santa del Pilar: Aumenta nuestra fe, consolida nuestra esperanza, aviva nuestra caridad.

Socorre a los que padecen desgracias, a los que sufren soledad, ignorancia, hambre o falta de trabajo.

Fortalece a los débiles en la fe.

Fomenta en los jóvenes la disponibilidad para una entrega plena a Dios.


Protege a España entera y a sus pueblos, a sus hombres y mujeres. Y asiste maternalmente, oh María, a cuantos te invocan como Patrona de la Hispanidad. Así sea.

VIAJE APOSTÓLICO A ZARAGOZA, SANTO DOMINGO Y PUERTO RICO

Discurso del Santo Padre Juan Pablo II
a las familiares de los misioneros españoles presentes en Hispanoamérica
Basílica de la Virgen del Pilar
(Miércoles 10 de octubre de 1984)

Queridos padres, madres y hermanos de los misioneros y misioneras

que trabajan en Hispanoamérica:


Es para mí motivo de gran alegría tener con vosotros este encuentro personal, aquí a los pies de la Santísima Virgen del Pilar.

Hemos orado juntos por vuestros hijos, hermanos o familiares, que, siguiendo la llamada del Señor, han dejado su tierra natal para ir a sembrar la semilla del Evangelio en el continente americano. Pasado mañana inauguraré en la República Dominicana los actos de preparación del V centenario de la evangelización de América.

Como Pastor de la Iglesia universal deseo agradecer profundamente la generosidad ininterrumpida con la que, desde hace casi cinco siglos, tantas familias han entregado a sus hijos e hijas, para que llevaran la luz de Cristo a los pueblos del Nuevo Mundo.

“¡Qué hermoso son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva, que pregona la salvación!” —leemos en el profeta Isaías (Is 52, 7)—. Vuestros hijos, hijas y hermanos, queridos padres y familiares de misioneros, son esos mensajeros de paz, de amor, de salvación, de los que habla el Profeta.

¡Gracias, pues, en nombre de la Iglesia! ¡Gracias a aquellas familias españolas que en los cuarenta primeros años después de descubrirse el Nuevo Mundo enviaron allí cerca de 3.000 religiosos y unos 400 clérigos! ¡Gracias porque, en estos cinco siglos, más de 200.000 misioneros españoles han marchado a servir a la Iglesia en Hispanoamérica!

Continuad sosteniendo con vuestras oraciones, vuestro apoyo y afecto a los servidores del Evangelio que testimonian el amor de Cristo sirviendo a sus hermanos. ¡Familias españolas: estad contentas y orgullosas de ello! Y seguid cultivando el espíritu misionero.

A vosotros, jóvenes, ante la Patrona de la Hispanidad os digo como en Javier: “Jóvenes, Cristo necesita de vosotros y Os llama para ayudar a millones de hermanos vuestros a ser plenamente hombres y a salvarse... Abrid vuestro corazón a Cristo, a Su ley de amor, sin condicionar vuestra disponibilidad, sin miedo a respuestas definitivas, porque el amor y la amistad no tienen ocaso” (Celebración de la Palabra con los misioneros en «Javier», 8, 6 de noviembre de 1982).

Que la Virgen Santísima del Pilar, en cuyas manos de Madre ponemos todas estas intenciones, os proteja, padres, madres y hermanos de los misioneros y misioneras, y que el Espíritu Santo continúe suscitando numerosas vocaciones.

Con gran afecto doy a vosotros, a vuestros hijos y familiares, así como a todos los misioneros españoles, una cordial Bendición Apostólica, en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.

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