Auguste Rodin, «La mano de Dios» (1898)
A la caza de la utopía de la igualdad
La teoría del «gender» niega que la humanidad esté diferenciada entre hombres y mujeres
La Universidad de Navarra (España) ha celebrado del 9 al 11 de febrero el I Congreso internacional de ideología de género. Publicamos la intervención –sobre el contexto histórico-cultural en el que nace la teoría del «gender»– que una de las ponentes invitadas ha sintetizado para nuestro periódico.
LUCETTA SCARAFFIA [Universita degli Studi di Roma La Sapienza (Italia)]
En las últimas décadas del siglo XX hemos asistido en los países occidentales a una revolución conceptual fundada sobre manipulaciones del lenguaje, esto es, la sustitución del concepto de diferencia sexual con el término indeterminado gender. En substancia, algunos intelectuales y políticos han intentado hacer concreta y compartida la afirmación del famoso libro de Simone de Beauvoir El segundo sexo: «Mujer no se nace, se hace».
Las razones que han permitido y favorecido la aparición de esta nueva ideología son muchas y de distinta naturaleza. Por un lado, la caída del muro de Berlín, a la que siguió pocos años después la grave recesión económica mundial, pusieron en crisis todos los aparatos ideológicos que habían tejido la vida política: caen de hecho todos los tipos de ideología comunista y socialista, y después también el liberalismo capitalista. En este vacío, la caza de nuevos valores para justificar las opciones políticas ha llevado a una especie de «divinización» de los derechos humanos que, como objetivo que las sociedades se debían plantear, se convirtieron en valores-guía indiscutibles, aunque frecuentemente manipulados, sufriendo una ampliación y una transformación. La utopía de la igualdad, que había animado la lucha política de los siglos XIX y XX, renace en sectores antes marginales, como el feminismo, que se vuelve así una forma ideológica central capaz de llenar el vacío dejado por el fracaso de las ideologías comunistas. Para reforzarse, el feminismo debía constituirse como ideología utópica que se remitía a la utopía de la igualdad y debía tener una confirmación «científica», igual que el comunismo de Marx se había auto-declarado «socialismo científico».
La teoría del gender es una ideología de fondo utópico basada en la idea, ya propia de las ideologías socio-comunistas y fracasada míseramente, de que la igualdad constituye el camino real hacia la realización de la felicidad. Negar que la humanidad esté dividida entre hombres y mujeres pareció un modo de garantizar la igualdad más total y absoluta –y por lo tanto posibilidad de felicidad– a todos los seres humanos.
En el caso de la teoría del gender, el aspecto negativo, constituido por la negación de la diferencia sexual, iba acompañado por un aspecto positivo: la libertad total de elección individual, mito básico de la sociedad moderna que puede llegar incluso a suprimir lo que se consideraba, hasta hace poco tiempo, un dato de constricción natural ineludible.
Aquí la teoría del gender comprende un aspecto político (la realización de la igualdad y la posibilidad sin límites de elección individual), un aspecto histórico-social (la justificación a posteriori del final del papel femenino en las sociedades occidentales), y un aspecto filosófico-antropológico más general, esto es, la definición de ser humano y la relación entre este y la naturaleza.
La ideología del gender es por lo tanto una de las muchas derivas de la utopía de la igualdad. De hecho, escribe Michael Walzer: «de raíz, el significado de la igualdad es negativo»; se orienta a eliminar no todas las diferencias, sino un conjunto particular de diferencias que varía según la época y el lugar.
La transformación social actual se está moviendo hacia la supresión de todas las diferencias –también de aquella, fundamental en todas las culturas, entre hombres y mujeres– con un ritmo que se ha acelerado cada vez más tras la difusión de los anticonceptivos químicos en los años sesenta. En efecto, la separación entre sexualidad y reproducción permitió a las mujeres adoptar un comportamiento sexual de tipo masculino –que tal vez no se adapta a la naturaleza femenina y por ello probablemente no contribuye a aumentar la felicidad de las mujeres, aunque este es otro tema– y por lo tanto desempeñar papeles masculinos cancelando cualquier obstáculo: aboliendo también la maternidad.
La separación entre sexualidad y procreación provocó una separación entre procreación y matrimonio, y por lo tanto entre sexualidad y matrimonio: podemos percibir aquí las condiciones para la afirmación de los «derechos» al matrimonio y al hijo presentados por los grupos homosexuales y estrechamente ligados a la idea de gender, esto es, a la negación de la identidad sexual «natural».
Como evidenció el filósofo francés Marcel Gauchet, estas transformaciones tienen profundas consecuencias en el plano social: si la sexualidad deja de ser un problema colectivo vinculado a la pervivencia del grupo humano en el tiempo, y se convierte en un asunto privado y expresión de la propia individualidad, se desprende obviamente una crisis de la institución familiar y un cambio del estatuto de la homosexualidad. Mientras que antes era la familia la que producía el hijo como obvia consecuencia de la actividad sexual de los cónyuges, hoy es cada vez más frecuente que el hijo deseado sea el que crea la familia. Y se puede considerar familia aquella de cualquiera que desee un hijo.
Unos cincuenta años después de que Simone de Beauvoir escribiera esa frase, su idea parecía por fin triunfar. Si las identidades sexuales son sólo construcciones culturales, es posible deconstruirlas, y es lo que se proponen hacer movimientos feministas y homosexuales.
La clave de la revolución del gender es el lenguaje, como han entendido determinados ordenamientos jurídicos, cambiando por ejemplo algún término –«progenitor» en lugar de «madre» y «padre», «parentalidad» en vez de «familia»– y eliminando así en los documentos a la familia natural. Con otra operación artificiosa se sustituye «sexo» con «sexualidad» y «sexuado» con «sexual» para confirmar que no cuenta la realidad, sino sólo la orientación del deseo. Pero, como recuerda el estudioso Xavier Lacroix, sigue siendo indispensable «reconocer la aportación que lo carnal da a lo simbólico y a lo relacional»: o sea, entender que el anclaje físico de la paternidad en un cuerpo masculino y de la maternidad en un cuerpo femenino constituye un dato de hecho irreducible y estructurante que debe recibirse no sólo como un límite, sino como una fuente de significado. En síntesis, hay que admitir que más allá del espermatozoide o del óvulo hay alguien, mientras que el concepto de homo-parentalidad elimina cualquier legibilidad carnal del origen. Los distintos sistemas de parentesco que existen en el mundo han articulado diversamente lo físico y lo cultural, pero siempre los han articulado, pues el reto central de la familia consiste precisamente en mantener juntos conyugalidad y parentalidad.
Así que se trata de un verdadero desafío antropológico al fundamento cultural no sólo de nuestra sociedad, sino de todas las sociedades humanas, como demuestra la crítica emprendida por los teóricos del gender (por ejemplo, la filósofa americana Judith Butler) a Lévi-Strauss y a Freud, culpables de haber fundado sus sistemas de pensamiento sobre la diferencia sexual entre mujeres y hombres. Y la demonización de todo tipo de diferencia no sólo se basa en una utopía de igualdad propuesta como camino real hacia la felicidad –una utopía que sin duda tiene sus orígenes precisamente en aquella socialista que mostró sus desastrosas realizaciones en el siglo pasado–, sino que en este caso llega a un resultado extremo del pensamiento deconstruccionista, o sea, a la negación de la existencia de la naturaleza misma. Si cada tipo de diferencia, sancionada por una definición social, se lee como un sistema de poder, tras la estela de Foucault, se puede ver en cada superación de paradigma un momento evolutivo de liberación, según una nueva forma de darwinismo social. Así los modos más difundidos y más fácilmente vivibles de relaciones afectivas y sexuales se consideran como los evolucionados, que por lo tanto deben imponerse; mientras el «hetero-centrismo» se considera como un momento de la historia del desarrollo humano ya inadecuado y que se debe superar.
La ideología del gender se acogió con entusiasmo sobre todo en las organizaciones internacionales, porque corresponde a la política de ampliación de los derechos individuales. En substancia significa negar que las diferencias entre mujeres y hombres son naturales, y sostener en cambio que son construidas culturalmente, y que por lo tanto pueden ser modificadas según el deseo individual. La adopción de una «perspectiva de género» fue la línea ideológica que adoptaron algunas de las principales agencias de la ONU y ONGS que se ocupan de control demográfico, con el apoyo de la mayor parte de las feministas de los países occidentales, pero con la oposición de los numerosos grupos de defensa de la maternidad y la familia.
Más elegante y neutro que «sexo», el término gender no sólo ha entrado en nuestro lenguaje, sino que incluso se usa en la denominación de un filón de investigación académica –los Gender Studies–, frecuentemente con la inconsciencia de su revolucionario significado ideológico-cultural. Sin embargo, como los estudios científicos han demostrado y siguen haciéndolo, hablar de identidad masculina y de identidad femenina tiene sentido sobre todo precisamente desde el punto de vista biológico. Además de infundada, la teoría del gender implica una visión política extremadamente peligrosa, haciendo creer que la diferencia es sinónimo de discriminación. Pero el principio de igualdad no requiere en absoluto fingir que todos son iguales: sólo en la medida en que la existencia de la diferencia se reconozca y se considere efectivamente, se podrá en verdad dar a todos, de igual modo y grado, plena dignidad e igualdad de derechos. Ninguna novedad –que quede claro–. Hace tiempo que el derecho y la filosofía están subrayando que el auténtico significado del principio de igualdad reside no en desconocer las características individuales –fingiendo una homogeneidad que no existe–, sino, al contrario, en dar a todos las mismas oportunidades. El laico Norberto Bobbio afirmaba que los hombres no nacen iguales: es tarea del Estado situarlos en condición de serlo. Como recalcan, entre otros, la Iglesia católica y parte del feminismo, la verdadera igualdad se verifica no sólo cuando sujetos iguales son tratados de modo igual, sino también cuando sujetos distintos son tratados de modo des-igual. La paridad de sexos no se logra ciertamente haciendo entrar a las mujeres en una categoría abstracta de individuo (categoría que, entre otras cosas, no existe, al estar calibrada sobre el modelo masculino), sino que se alcanza partiendo del presupuesto de que la sociedad está formada por ciudadanos y ciudadanas.
Con la creación de las utopías de igualdad y de autonomía individual, se han construido ficciones que nos perjudican, pues se fundan en un ideal que presupone independencia, muy lejano de la realidad.
Es conocida la postura de la Iglesia al respecto, bien clara en la Carta a los obispos sobre la colaboración entre mujeres y hombres del entonces cardenal Ratzinger. Pero es interesante constatar elementos de polémica contra el gender también en muchas feministas que contribuyen a la creación de una opinión pública crítica en cuanto a la introducción de este término en textos públicos y leyes que de ellos se derivan.
Fuente:
L’Osservatore Romano, edición en lengua española, número 7, página 8-9 (domingo 13 de febrero de 2011).
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