Parrocchia della Santissima Trinità dei Pellegrini (Roma)
El misterio de la sacrosanta Trinidad
LEÓN XIII, Divinum illud munus (9 de mayo de 1897), nn. 3-6
3. Antes de entrar en materia será conveniente y útil tratar algo sobre el misterio de la sacrosanta Trinidad.
Este misterio, el más grande de todos los misterios, pues de todos es principio y fin, se llama por los doctores sagrados sustancia del Nuevo Testamento; para conocerlo y contemplarlo han sido creados en el cielo los ángeles y en la tierra los hombres; para enseñar con más claridad lo prefigurado en el Antiguo Testamento, Dios mismo descendió de los ángeles a los hombres: «Nadie vio jamás a Dios; el Hijo unigénito que está en el seno del Padre, Él nos lo ha revelado» (Jn 1, 18).
Así pues, quien escriba o hable sobre la Trinidad siempre deberá tener ante la vista lo que prudentemente amonesta el Angélico: «Cuando se habla de la Trinidad, conviene hacerlo con prudencia y humildad, pues –como dice Agustín– en ninguna otra materia intelectual es mayor o el trabajo o el peligro de equivocarse o el fruto una vez logrado» (I q. 31 a. 2; De Trin. 1, 3). Peligro que procede de confundir entre sí, en la fe o en la piedad, a las divinas personas o de multiplicar su única naturaleza; pues la fe católica nos enseña a venerar un solo Dios en la Trinidad y la Trinidad en un solo Dios.
4. Por ello, nuestro predecesor Inocencio XII no accedió a la petición de quienes solicitaban una fiesta especial en honor del Padre. Si hay ciertos días festivos para celebrar cada uno de los misterios del Verbo Encarnado, no hay una fiesta propia para celebrar al Verbo tan sólo según su divina naturaleza; y aun la misma solemnidad de Pentecostés, ya tan antigua, no se refiere simplemente al Espíritu Santo por sí, sino que recuerda su venida o externa misión. Todo ello fue prudentemente establecido para evitar que nadie multiplicara la divina esencia, al distinguir las Personas. Más aún: la Iglesia, a fin de mantener en sus hijos la pureza de la fe, quiso instituir la fiesta de la Santísima Trinidad, que luego Juan XXII mandó celebrar en todas partes; permitió que se dedicasen a este misterio templos y altares y, después de celestial visión, aprobó una Orden religiosa para la redención de cautivos, en honor de la Santísima Trinidad, cuyo nombre la distinguía.
Conviene añadir que el culto tributado a los Santos y Ángeles, a la Virgen Madre de Dios y a Cristo, redunda todo y se termina en la Trinidad. En las preces consagradas a una de las tres divinas personas, también se hace mención de las otras; en las letanías, luego de invocar a cada una de las Personas separadamente, se termina por su invocación común; todos los salmos e himnos tienen la misma doxología al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo; las bendiciones, los ritos, los sacramentos, o se hacen en nombre de la santa Trinidad, o les acompaña su intercesión. Todo lo cual ya lo había anunciado el Apóstol con aquella frase: «Porque de Dios, por Dios y en Dios son todas las cosas, a Dios sea la gloria eternamente» (Rom 11, 36); significando así la trinidad de las Personas y la unidad de naturaleza, pues por ser ésta una e idéntica en cada una de las Personas, procede que a cada una se tribute, como a uno y mismo Dios, igual gloria y coeterna majestad. Comentando aquellas palabras, dice San Agustín: «No se interprete confusamente lo que el Apóstol distingue, cuando dice “de Dios, por Dios, en Dios”; pues dice “de Dios”, por el Padre; “por Dios”, a causa del Hijo; “en Dios”, por relación al Espíritu Santo» (De Trin. 6 10; 1, 6).
Apropiaciones
5. Con gran propiedad, la Iglesia acostumbra atribuir al Padre las obras del poder; al Hijo, las de la sabiduría; al Espíritu Santo, las del amor. No porque todas las perfecciones y todas las obras ad extra no sean comunes a las tres divinas Personas, pues indivisibles son las obras de la Trinidad, como indivisa es su esencia (S. Agustín, De Trin., 1, 4 y 5), porque así como las tres Personas divinas son inseparables, así obran inseparablemente (S. Agustín, ibíd.); sino que por una cierta relación y como afinidad que existe entre las obras externas y el carácter «propio» de cada Persona, se atribuyen a una más bien que a las otras, o –como dicen– «se apropian». Así como de la semejanza del vestigio o imagen hallada en las criaturas nos servimos para manifestar las divinas Personas, así hacemos también con los atributos divinos; y la manifestación deducida de los atributos divinos se dice «apropiación» (S. Th., I q. 39 a. 7).
De esta manera, el Padre, que es principio de toda la Trinidad (S. Agustín, De Trin. 4, 20), es la causa eficiente de todas las cosas, de la Encarnación del Verbo y de la santificación de las almas: «de Dios son todas las cosas»; «de Dios», por relación al Padre; el Hijo, Verbo e Imagen de Dios, es la causa ejemplar por la que todas las cosas tienen forma y belleza, orden y armonía, él, que es camino, verdad, vida, ha reconciliado al hombre con Dios; «por Dios», por relación al Hijo; finalmente, el Espíritu Santo es la causa última de todas las cosas, puesto que, así como la voluntad y aun toda cosa descansa en su fin, así El, que es la bondad y el amor del Padre y del Hijo, da impulso fuerte y suave y como la última mano al misterioso trabajo de nuestra eterna salvación: «en Dios», por relación al Espíritu Santo.
El Espíritu Santo y Jesucristo
6. Precisados ya los actos de fe y de culto debidos a la augustísima Trinidad, todo lo cual nunca se inculcará bastante al pueblo cristiano, nuestro discurso se dirige ya a tratar del eficaz poder del Espíritu Santo. Ante todo, dirijamos una mirada a Cristo, fundador de la Iglesia y Redentor del género humano. Entre todas las obras de Dios ad extra, la más grande es, sin duda, el misterio de la Encarnación del Verbo; en él brilla de tal modo la luz de los divinos atributos, que ni es posible pensar nada superior ni puede haber nada más saludable para nosotros. Este gran prodigio, aun cuando se ha realizado por toda la Trinidad, sin embargo se atribuye como «propio» al Espíritu Santo, y así dice el Evangelio que la concepción de Jesús en el seno de la Virgen fue obra del Espíritu Santo (Mt 1, 18. 20), y con razón, porque el Espíritu Santo es la caridad del Padre y del Hijo, y este gran misterio de la bondad divina (1 Tim 3, 16), que es la Encarnación, fue debido al inmenso amor de Dios al hombre, como advierte San Juan: «Tanto amó Dios al mundo, que le dio su Hijo Unigénito» (Jn 3, 16). Añádase que por dicho acto la humana naturaleza fue levantada a la unión personal con el Verbo, no por mérito alguno, sino sólo por pura gracia, que es don propio del Espíritu Santo: El admirable modo, dice San Agustín, con que Cristo fue concebido por obra del Espíritu Santo, nos da a entender la bondad de Dios, puesto que la naturaleza humana, sin mérito alguno precedente, ya en el primer instante fue unida al Verbo de Dios en unidad tan perfecta de persona que uno mismo fuese a la vez Hijo de Dios e Hijo del hombre (Enchir. 30. S. Thom., II q. 32 a. 1).
Por obra del Espíritu Divino tuvo lugar no solamente la concepción de Cristo, sino también la santificación de su alma, llamada unción en los Sagrados Libros (Hech 10, 38), y así es como toda acción suya se realizaba bajo el influjo del mismo Espíritu (S. Basil., De Sp. S. 16), que también cooperó de modo especial a su sacrificio, según la frase de San Pablo: «Cristo, por medio del Espíritu Santo, se ofreció como hostia inocente a Dios» (Heb 9, 14). Después de todo esto, ya no extrañará que todos los carismas del Espíritu Santo inundasen el alma de Cristo. Puesto que en El hubo una abundancia de gracia singularmente plena, en el modo más grande y con la mayor eficacia que tenerse puede; en él, todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia, las gracias gratis datas, las virtudes, y plenamente todos los dones, ya anunciados en las profecías de Isaías (4, 1; 11, 2. 3), ya simbolizados en aquella misteriosa paloma aparecida en el Jordán, cuando Cristo con su bautismo consagraba sus aguas para el nuevo Testamento.
Con razón nota San Agustín que Cristo no recibió el Espíritu Santo siendo ya de treinta años, sino que cuando fue bautizado estaba sin pecado y ya tenía el Espíritu Santo; entonces, es decir, en el bautismo, no hizo sino prefigurar a su cuerpo místico, es decir, a la Iglesia en la cual los bautizados reciben de modo peculiar el Espíritu Santo (De Trin. 15, 26). Y así la aparición sensible del Espíritu sobre Cristo y su acción invisible en su alma representaban la doble misión del Espíritu Santo, visible en la Iglesia, e invisible en el alma de los justos.
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