Cuando Jesús se convierte en caso.
Benedicto XVI y la valentía de abrirse a la amplitud de la razón
Benedicto XVI y la valentía de abrirse a la amplitud de la razón
Está en lanzamiento el libro «Ampliare l’orizzonte
della ragione. Per una lettura di Joseph Ratzinger — Benedetto XVI» (Ciudad del Vaticano, Libreria Editrice Vaticana, 2012, 77 páginas) del
arzobispo prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe. Publicamos pasajes
de uno de los capítulos que retoma el texto de la intervención en el congreso
«Del lógos de los griegos y de los romanos al Lógos de Dios. Recordando a Marta
Sordi» (Milán, Universidad católica del Sagrado Corazón, 3 de noviembre de
2011).
Gerhard Ludwig Müller
En la lección de Ratisbona —un momento mágico de
la historia universitaria alemana— Benedicto XVI puso nuevamente de relieve la
síntesis entre fe y razón, y entre libertad y amor. Cuatro conceptos que hoy un
mundo secularizado querría reclamar para sí, al tiempo que no reconoce a la
Iglesia el derecho de presentarse como fundamento o fuente de una vida sensata de
la sociedad. Quien no cree en Cristo como único e insuperable mediador de
salvación, alardea de la propia apertura mental y capacidad de tolerancia,
acusando al mismo tiempo a la Iglesia de constricción de las conciencias y de
imperialismo espiritual. Pero esta tolerancia elevada a absoluto en una visión
pluralista del mundo al parecer decae cuando se trata del cristiano y de su
opción fundamental de fe.
Detrás de todo esto se oculta a menudo la idea
de que el hombre sólo puede llegar a un conocimiento más profundo de manera unidimensional, puramente inmanente. Lo no visible
queda confinado al campo de la psicología o de la mitología, como modelo de
superación subjetiva de una realidad insostenible, y por ello no se le atribuye
ninguna existencia real. No existe, por consiguiente, ninguna pretensión de
verdad, una medida última, un Dios. Pero, ¿cómo es posible emitir, con una actitud
agnóstica, ese juicio tan apodíctico?
Nace así la dictadura del relativismo, de la que
hablaba el cardenal Ratzinger en la apertura del cónclave del que saldría como
Benedicto XVI.
El relativismo aplicado a la verdad no es sólo
un razonamiento filosófico, sino que desemboca inevitablemente en la intolerancia
respecto a Dios. Los enunciados centrales sobre Dios, Jesucristo, la Iglesia, se
consideran, como mucho, una subcultura de una agrupación religiosamente
motivada. Dios se convierte en un «ideal» utilizable para la edificación o la
pedagogización de los hombres. Jesucristo se convierte en un «caso»
particularmente adecuado para servir de modelo a la moral de la sociedad, y la
Iglesia es una libre unión (como una asociación) de personas con las mismas
opiniones subjetivas en materia de religión.
Aquí hay que buscar los motivos por los cuales
los temas religiosos se convierten en tabúes en la esfera pública; y también
los motivos por los cuales el mensaje cristiano y la Iglesia son excluidos del
debate político.
La Iglesia, se dice, está constituida por
personas motivadas religiosamente, que sin embargo no poseen ningún derecho de
intervención y participación en la configuración del mundo. Están sujetas a un
paradigma cultural limitado, que sin embargo por lo general no es vinculante, sino
que más bien entra en la esfera de la subjetividad individual y colectiva.
También por la idea que la teología cultiva de
sí misma, esta valoración de la fe no queda sin consecuencias. ¿Constituye aún
una genuina investigación sobre Dios con los auspicios de la razón, o solamente
un programa al que se dedican algunos de sus miembros?
El liberalismo relativista como forma agente del
pluralismo no puede tolerar que Dios se haya revelado efectivamente al hombre,
pues en ese caso se debería admitir que el hombre no es la medida de todas las cosas,
sino que se debe al amor divino que otorga libertad. El liberalismo relativista,
que absolutiza el placer y el lucro, se contrapone al hombre eucarístico, que
debe a Dios su propia existencia y redención, y participa de la libertad y de la
gloria de los hijos de Dios.
¿Puede tener éxito un mundo sin Dios? Este
interrogante no se plantea en un nivel puramente teórico. Es necesario vincularlo
a la premisa de que Dios existe y que nosotros lo separamos de lo que es su propiedad.
No se trata, por lo tanto, de la cuestión de si Dios existe o no, sino del neto
rechazo de su presencia. Quien reconoce que Dios es el perno y el eje de su
propia vida, con frecuencia es objeto de burla no por el hecho de que no exista
un Dios al que podríamos dirigirnos, sino porque se desearía desterrarlo conscientemente
de la realidad. Una razón ilustrada se proclama Dios y sugiere que el hombre se
basta a sí mismo.
Pero nuestra profesión de fe contiene ya el
germen de un encuentro con Dios orientado según la razón humana. Razón y
racionalidad no son conceptos incompatibles con la fe, aunque este es el
reproche recurrente que hace la modernidad pluralista y relativista. Nosotros,
en cuanto seres racionales, somos concebidos de manera tal que no escondemos a
Dios ante la razón. Él la ha creado, él es el Lógos omnicomprensivo, en
suma el único que puede guiarnos hacia la experiencia y el conocimiento. El
hombre se piensa a sí mismo y piensa el mundo, y piensa su motivo trascendental
que da origen a todo. Emplea su propia razón. Pero, ¿cómo puede la razón
pensarse a sí misma sin hacer referencia a Dios?
El pluralismo relativista y el laicismo salen al
encuentro de ese hombre que querría vivir sin Dios para no tener que sujetarse
a reglas, reglas que sin embargo derivan precisamente del hecho mismo de ser hombre.
Un debate sin este punto de referencia desquicia
al hombre. Porque ya no existe una base capaz de mostrarle quién es él, en
sustancia. Sin el dominio liberador de Jesucristo, lo que constituye
esencialmente al hombre se transforma en una farsa. Privado de consistencia, él
se transforma en un monstruo, terror de quienes no son capaces de defenderse. Los
ejemplos están a la vista de todos: los millones de abortos, la investigación con
células madre embrionarias y la eutanasia.
Precisamente por esto, el mundo necesita una
razón que no sea sorda respecto a lo divino. El Lógos divino asumió la
naturaleza humana en Jesucristo. Esta es la fe que la razón enseña a
comprender; esta es la razón que llega a la fe; esta es la libertad que actúa
según la conciencia.
Fuente: L’Osservatore Romano, número 32, domingo 5 de agosto de 2012, página
7.
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