Una antigua leyenda judía tomada del libro apócrifo „Das Leben Adams und Evas“ «La vida de
Adán y Eva» cuenta que Adán, en la enfermedad que le llevaría a la muerte,
mandó a su hijo Set, junto con Eva, a la región del Paraíso para traer el
aceite de la misericordia, de modo que le ungiesen con él y sanara. Después de
tantas oraciones y llanto de los dos en busca del árbol de la vida, se les
apareció el arcángel Miguel para decirles que no conseguirían el óleo del árbol
de la misericordia, y que Adán tendría que morir. Algunos lectores cristianos
han añadido posteriormente a esta comunicación del arcángel una palabra de
consuelo. El arcángel habría dicho que, después de 5.500 años, vendría el Rey
bondadoso, Cristo, el Hijo de Dios, y ungiría con el óleo de su misericordia a
todos los que creyeran en él:
„Das Öl der
Barmherzigkeit wird von Ewigkeit zu Ewigkeit denen zuteil werden, die aus
Wasser und Heiligem Geist wiedergeboren werden müssen. Dann fährt der
liebreiche Sohn Gottes, Christus, in die Erde hinunter und führt deinen Vater
ins Paradies, zum Baum der Barmherzigkeit.“
«El óleo de la misericordia se dará de eternidad en
eternidad a cuantos renaciesen por el agua y el Espíritu Santo. Entonces, el
Hijo de Dios, rico en amor, Cristo, descenderá en las profundidades de la
tierra y llevará a tu padre al Paraíso, junto al árbol de la misericordia».
En esta leyenda puede verse toda la aflicción del hombre
ante el destino de enfermedad, dolor y muerte que se le ha impuesto. Se pone en
evidencia la resistencia que el hombre opone a la muerte. En alguna parte —han
pensado repetidamente los hombres— deberá haber una hierba medicinal contra la
muerte. Antes o después, se deberá poder encontrar una medicina, no sólo contra
esta o aquella enfermedad, sino contra la verdadera fatalidad, contra la
muerte. En suma, debería existir la medicina de la inmortalidad. También hoy
los hombres están buscando una sustancia curativa de este tipo. También la
ciencia médica actual está tratando, si no de evitar propiamente la muerte, sí
de eliminar el mayor número posible de sus causas, de posponerla cada vez más,
de ofrecer una vida cada vez mejor y más longeva. Pero, reflexionemos un
momento: ¿qué ocurriría realmente si se lograra, tal vez no evitar la muerte,
pero sí retrasarla indefinidamente y alcanzar una edad de varios cientos de
años? ¿Sería bueno esto? La humanidad envejecería de manera extraordinaria, y
ya no habría espacio para la juventud. Se apagaría la capacidad de innovación y
una vida interminable, en vez de un paraíso, sería más bien una condena. La
verdadera hierba medicinal contra la muerte debería ser diversa. No debería
llevar sólo a prolongar indefinidamente esta vida actual. Debería más bien
transformar nuestra vida desde dentro. Crear en nosotros una vida nueva, verdaderamente
capaz de eternidad, transformarnos de tal manera que no se acabara con la
muerte, sino que comenzara en plenitud sólo con ella. Lo nuevo y emocionante
del mensaje cristiano, del Evangelio de Jesucristo era, y lo es aún, esto que
se nos dice: sí, esta hierba medicinal contra la muerte, este fármaco de
inmortalidad existe. Se ha encontrado. Es accesible. Esta medicina se nos da en
el Bautismo. Una vida nueva comienza en nosotros, una vida nueva que madura en
la fe y que no es truncada con la muerte de la antigua vida, sino que sólo
entonces sale plenamente a la luz.
Ante esto, algunos, tal vez muchos, responderán: ciertamente
oigo el mensaje, sólo que me falta la fe. Y también quien desea creer
preguntará: ¿Es realmente así? ¿Cómo nos lo podemos imaginar? ¿Cómo se
desarrolla esta transformación de la vieja vida, de modo que se forme en ella
la vida nueva que no conoce la muerte? Una vez más, un antiguo escrito judío
puede ayudarnos a hacernos una idea de ese proceso misterioso que comienza en
nosotros con el Bautismo. En él, se cuenta cómo el antepasado Henoc fue
arrebatado por Dios hasta su trono. Pero él se asustó ante las gloriosas
potestades angélicas y, en su debilidad humana, no pudo contemplar el rostro de
Dios.
„Da sprach Gott zu
Michael – so fährt das Henoch-Buch weiter fort -: Nimm Henoch und ziehe ihm die
irdischen Kleider aus. Salbe ihn mit lindem Öl und kleide ihn in Gewänder der
Glorie! Und Michael zog mir meine Gewänder aus und salbte mich mit lindem Öl,
und dieses Öl war mehr als strahlendes Licht… Sein Glanz glich den
Sonnenstrahlen. Als ich mich besah, war ich wie einer der Glorreichen“
«Entonces — prosigue el libro de Henoc — Dios dijo a Miguel:
“Toma a Henoc y quítale sus ropas terrenas. Úngelo con óleo suave y revístelo
con vestiduras de gloria”. Y Miguel quitó mis vestidos, me ungió con óleo
suave, y este óleo era más que una luz radiante... Su esplendor se parecía a
los rayos del sol. Cuando me miré, me di cuenta de que era como uno de los
seres gloriosos» (Ph. Rech, Inbild des Kosmos, II 524).
Acta Benedicti Pp.
XVI, Homiliae I, In sancta nocte VigiliaePaschalis (Die 3 Aprilis 2010). Acta Apostolicae Sedis 102 [2010], n. 5,
pp. 272-276: versio hispanica.
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