III. LA MONARQUÍA Y LA ARISTOCRACIA HEREDITARIAS
COMO CONTRAPESOS A LA PLUTOCRACIA PLEBEYA
H. C. F. MANSILLA, Lo razonable de la tradición.
Una revisión crítica de algunos principios premodernos (III)
Desde Tucídides conocemos los excesos y las necedades a las cuales puede llegar un régimen democrático y un gobierno electo legalmente. Los peligros de la oclocracia, así como la estulticia de la democracia de masas y los riesgos inherentes a los modelos plutocráticos actuales —legitimizados por elecciones de participación ampliamente popular— motivan reflexiones en torno de mecanismos para refrenarles. La monarquía y la aristocracia hereditarias pueden aportar elementos para una convivencia razonable, sin que ésto sea necesariamente interpretado como un retorno al pasado. En este sentido el conocido argumento de Edmund Burke es digno de ser tomado en cuenta: la forma estatal de una nación no puede reducirse a ser la elección popular de un día, que puede ser influida por las bajas pasiones de las masas; la monarquía y las instituciones conformadas por el derecho hereditario son el resultado de la elección de las edades y los tiempos; cuanto más tiempo dura una institución, más sólida es y mejor ha funcionado a lo largo del tiempo (50).
Lo aparente anticuado, como la monarquía, puede preservar valiosos elementos del mundo no racionalizado instrumentalmente y contribuir a dar un sentido de continuidad e identidad a la comunidad respectiva, precisamente porque contiene valores estéticos superiores y porque simboliza la continuidad con el pasado histórico de toda la humanidad: renegar de ese pasado (en el cual los regímenes monárquicos han sido la aplastante mayoría) apunta al designio patológico de no querer reconocerse en su propia génesis. La estética pública de los regímenes monárquicos, desde sus normativas arquitectónicas hasta sus ritos de coronación, ha sido infinitamente superior al gusto pequeño burgués de las repúblicas y a las modas triviales de las plutocracias; sus ceremonias, que incluyen elementos religiosos y casi mágicos, nos unen y, a veces, nos reconcilian con nuestra propia evolución histórica. La monarquía evoca un rasgo indeleble de la condición humana, que es la contingencia. El hecho de que la dignidad más alta del Estado pertenezca a alguien por la mera casualidad de su nacimiento nos recuerda que no todo lo pre-racional es irracional; las elecciones democráticas para el Jefe de Estado no han dotado al cargo supremo de personajes más talentosos, inteligentes, preparados, virtuosos, innovadores o simplemente más aptos que el sistema de la sucesión hereditaria. Y con ello se desvanece uno de los argumentos más vigorosos de la racionalidad democrática en contra de cargos hereditarios.
La monarquía tiene una ventaja práctico-pragmática invaluable en esta era de la corrupción masiva, la tecnoburocracia y la manipulación de la sociedad por los medios de comunicación: el símbolo supremo del Estado y la colectividad permanece fuera de la codicia y los afanes de la casta política. Por más que los aparatos partidarios se esfuercen en la desorientación del público y por más campañas millonarias que distraigan la opinión pública, la plutocracia y la élite del poder no podrán acceder al cargo más elevado de la nación.
En las monarquías prerrevolucionarias el rey era la representación de la estructura familiar, con todos sus factores positivos y negativos; entre él y los súbditos existió un vínculo personal, problemático es verdad, como toda relación entre padres e hijos, pero también llena de familiaridad y hasta de cierta confianza (51), tan diferente de los fríos vínculos que existen hoy entre los ciudadanos y su Jefe de Estado, quien rara vez sale de un anonimato burocrático. Precisamente hoy la legitimidad del poder supremo debería estar ligada a un aura que pueda sobrepasar el tedioso formulismo de la tecnoburocracia y la atmósfera de indiferencia y desafecto que caracteriza toda la esfera política, impregnada por la vulgaridad de los estratos medios dominantes del presente. Los modelos sociales que han sobrevivido más tiempo son aquellos que han sabido combinar testimonios de su pasado histórico y de la esfera simbólica con un funcionamiento adecuado de sus aparatos administrativos, consagrados exclusivamente al casi olvidado bien común. Hoy en día sobre todo las monarquías disponen de esa legitimidad derivada de la esfera simbólica y de una larga historia propia, aunada a un mínimo de ceremonial que recuerda la anterior vigencia de la religión en asuntos mundanos. Por lo demás, la casi totalidad de las monarquías que han sobrevivido hasta hoy son regímenes donde el rey no tiene otros poderes que los atribuidos de manera formal-general por la constitución y los específico-particulares otorgados por las leyes, también de acuerdo a preceptos constitucionales. Y es bueno que así sea. Si la monarquía es posible hoy en día, entonces sólo bajo la forma de parlamentaría-constitucional; aquí se documenta la larga lucha de las sociedades europeas por la democracia pluralista y por el Estado de Derecho (52).
La vocación monárquica de América Latina se manifiesta en nuestro siglo, según J. M. Briceño Guerrero, de forma perversa, oblicua, indirecta y «travestida». «A falta de un rey verdadero, reyezuelos de caricatura»: dictadores que utilizan de modo exorbitante el látigo, séquitos de torvos secuaces, charreteras y sables porque buscan «llenar el vacío creado por la ausencia del manto y la corona, que no de la silla regia y del incienso» (53). Es precisamente en el Tercer Mundo donde se puede constatar ex negativo la positividad de anteriores regímenes monárquicos —que mantenían a raya trabajosamente los ímpetus de la cultura política del autoritarismo y de la corrupción masiva—, comparándolos con la calidad de vida y de la administración pública que vino después de la eliminación de la corona respectiva. Basta recordar algunos ejemplos recientes. Allí donde la monarquía fue abolida por fuerzas «progresistas» y con presunto apoyo popular, como en Adén (1967), Afganistán (1973), Burundi (1966), Etiopía (1974), Libia (1969), Irak (1958), Irán (1979), Laos (1975), Ruanda (1961), Uganda (1966), Vietnam (1955) y Yemen (1962), se establecieron regímenes casi totalitarios que han acarreado un claro desmedro de los derechos humanos, un inocultable retroceso en la cultura cívica y una degradación de la esfera educacional y cultural; en muchos de estos países se suscitaron, además, guerras civiles de extraordinaria duración y severidad. Pese a defectos notorios y a evidentes errores en las políticas de desarrollo, varias monarquías del Tercer Mundo han sabido mantener una porción de la antigua identidad nacional, un mínimo de orden público y un desenvolvimiento económico nada desdeñable, como lo testimonian los casos de Bután, Brunei, Jordania, Lesotho, Malasia, Marruecos, Nepal, Tailandia y Tonga.
La discusión acerca de la aristocracia hereditaria no es tan extravagante y abstrusa como parece a primera vista. Todas las sociedades han conocido jerarquías sociales, grupos altamente privilegiados y desigualdades en los ingresos, la educación y el acceso al poder. Estas diferencias y prerrogativas se han dado de modo particularmente agudo en aquellos experimentos sociales que han propugnado la abolición de los privilegios como uno de los elementos centrales de su identidad y programa. Desde los anabaptistas de Münster en 1534 hasta los regímenes del siglo xx inspirados en el marxismo, todos ellos han producido élites alejadas del pueblo llano, estratos sociales diferenciables y jerarquías difíciles de escalar. De modo realista hay que analizar, entonces, cuáles clases altas son mejores que otras.
En contra de prejuicios muy extendidos, sobre todo en el estrato intelectual, hay que recordar el rol histórico progresista que le cupo jugar a la aristocracia hereditaria. En la era de su máximo esplendor, la mal llamada época feudal, aparecieron los cimientos para la moderna democracia representativa. Según Barrington Moore en la denigrada Edad Media de Europa Occidental se dio el fenómeno, casi único a escala mundial, de la existencia continuada e institucionalmente afianzada de estamentos más o menos autónomos con respecto al poder real; relevante fue también la concepción de la inmunidad de determinadas personas frente a un poder despótico o, por lo menos, arbitrario, quienes conformaron órganos casi independientes y duraderos de representación de sus intereses corporativos. La nobleza fue el más importante de estos estratos, precisamente a causa de su carácter hereditario, su riqueza y sus privilegios sólidamente reconocidos. Sólo en Europa Occidental se dio un cierto equilibrio entre el poder real y una representación casi parlamentaria de los intereses corporativos de la nobleza; luego, a lo largo de siglos, sus privilegios e inmunidades fueron traspasados paulatina pero seguramente a otros grupos y estamentos sociales más amplios. Este parlamentarismo incipiente, la institución del llamado convenio feudal entre señores y siervos (con derechos y deberes claramente establecidos), la idea de inmunidades frente a los máximos órganos estatales y el derecho de resistencia frente a malos gobiernos, configuraron la base del moderno Estado de Derecho y la democracia parlamentaria (54).
En innumerables sociedades del mundo entero han existido grupos sociales altamente privilegiados, munidos de riquezas quiméricas, pero no supieron constituir ni un estamento hereditario a lo largo de generaciones, ni una clase alta independiente en el campo económico, político y hasta cultural. Durante siglos sólo la nobleza europea occidental ha conformado un estrato señorial organizado jurídicamente como instancia de derecho propio, con una ética y una estética diferentes del resto de la sociedad. No hay duda de que los privilegios de la nobleza nos parecen ahora odiosos, pero eran manifiestamente visibles; la transparencia ha sido una de las ventajas más serias del orden premodemo, tan alejada de la falsa igualdad que hoy encubre discretamente las prerrogativas de las élites contemporáneas. La nobleza fue el fundamento de los llamados poderes intermedios (tan apreciados por Montesquieu y Tocqueville), cuya relevancia fue esencial para evitar las amenazas siempre existentes de un gobierno absolutista. La aristocracia hereditaria debe ser distinguida claramente de una mera élite del poder, que depende de los favores y las dádivas del soberano o del gobierno de turno y que por ello no puede desarrollar continuidad institucional, una ética propia y una estética diferenciable (55). Esta élite del poder y las plutocracias contemporáneas son las fuentes actuales de un mal gusto digno de toda crítica, por un lado, y de inclinaciones autoritarias, por otro. Tres peculiaridades de la antigua élite del poder han mantenido y acentuado la alta burocracia y la plutocracia en los países del Tercer Mundo: el saqueo del tesoro público como fuente de su bienestar y opulencia, la estulticia en el manejo de los asuntos de Estado y la carencia de preocupaciones por el destino de la sociedad en el largo plazo, incluida la suerte de sus propios descendientes.
Uno de los factores del éxito y perdurabilidad del régimen aristocrático en Gran Bretaña no ha sido sólo la sabia combinación de monarquía, aristocracia y democracia —como lo postularon Aristóteles, Polibio y Cicerón—, sino también la flexibilidad operativa, aunada a la firmeza de principios, que ha exhibido su nobleza durante largos siglos. El gran estadista conservador Benjamín Disraeli (Earl of Beaconsfield) (1804-1881), un intruso dentro de su estrato social y su partido, logró edificar una coalición entre el pueblo llano y la clase alta conservadora contra las capas medias ascendentes, utilitarias, groseras y materialistas, enemigas de la verdadera distinción y del buen gusto. Esta burguesía exitosa no era partidaria de suprimir jerarquías sociales y menos aun de mejorar la suerte de proletarios y campesinos, aunque usara una dilatada retórica populista, pero era muy hábil en urdir estrategias y fraguar intrigas de cierta complejidad. Disraeli, enemigo de la mediocridad y la falsa igualdad, gozó durante bastante tiempo de una notable preeminencia política porque se percató de que los valores tradicionales, la intuición y la fantasía podían, en determinadas circunstancias, ser superiores a la razón instrumental (56).
Una de las curiosas ventajas de la nobleza en Europa Central y Occidental consistió en elaborar estrategias para mantener la posición y la fortuna incólumnes durante siglos. Las primogenituras, los fideicomisos, los mayorazgos y otros mecanismos conllevaban sacrificios para las líneas laterales, pero han permitido un destino bastante diferente al de las grandes fortunas en el Tercer Mundo y al de los nuevos ricos burgueses, fortunas que tienden a evaporarse después de dos generaciones. En contra de prejuicios muy difundidos, las grandes propiedades nobiliarias han sido administradas con remarcable eficiencia y con un amplio sentido social (57). Pensar en largos períodos temporales es el arquetipo del principio de responsabilidad: es la obligación más relevante y digna, puesto que esta concepción de totalidad, que abraza la dimensión del futuro, está dirigida hacia la naturaleza y nuestros descendientes (58).
Precisamente la sociedad moderna que tiende a especializar cada actividad laboral hasta límites insospechados —y, por ende, a enfatizar los fenómenos de alienación— requiere de aspectos anticipados por los modelos aristocráticos premodernos, que daban preferencia a ocupaciones que fueran inmediatamente gratificantes, un fin en sí mismas y no meros instrumentos para otros medios: el culto del ocio (que no debe ser confundido con la holgazanería), que se consagra a la autodeterminación de cada uno en el marco de una actividad no lucrativa, y que generalmente combina la política con el culto religioso y los placeres estéticos, lúdicos y eróticos (59). Max Weber reconoció que el juego, una de las actividades centrales de la aristocracia feudal, representa el polo opuesto de la racionalidad formal técnica y, simultáneamente, una barrera para evitar los excesos de ésta, así como el lujo ostentoso es una de las mejores impugnaciones del utilitarismo plebeyo. El juego aristocrático tendría como meta la perfección individual y estaría estrechamente ligado al sentimiento caballeresco de la dignidad (60). Por otra parte, el «ser» —gracia y dignidad— constituiría el alma del código caballeresco, así como la «función» lo es del burocrático: el aristócrata que se dedica a la política vive para ella y no de ella (61). De ahí se deriva manifiestamente una defensa de la auténtica aristocracia, contrapuesta a la mera élite del poder. Además, como afirmaron Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, el brillante despliegue de la cultura en Europa Occidental hasta el siglo xix tuvo también que ver con la protección que los príncipes y los señores feudales concedieron al arte y la literatura, protección que significó libertad creativa para los artistas y los preservó de las coerciones del mercado y del «control democrático» (62).
Las élites actuales, como observó Erich Fromm, se comportan como las clases medias en su versión subalterna: ven los mismos programas de televisión, leen —si es que leen— los mismos periódicos, tienen apego por las mismas normativas, por los mismos gustos estéticos: la diferencia es cosa de cantidad y no de calidad (63). La élite política alemana, aseveró Hans Magnus Enzensberger, estaría exenta de aspectos como placer, opulencia, generosidad, fantasía, sensualidad, magnificencia, pompas y galas; su máximo lujo es el lujo plástico de las tarjetas de crédito. Es un poder frío, burocrático y tedioso. Los empresarios más poderosos no poseen consciencia de clase, no tienen un estilo propio y diferenciable de otros estratos sociales, no imponen criterios relevantes para la conformación de la esfera pública, no disponen ni de ideología ni prestigio fuera de su pequeño círculo. Los títulos y los rangos se han esfumado: un buen cocinero vale tanto como un ministro. En lugar del genio hoy es celebrada la estrella de televisión; la cultura se ha transformado en un aderezo ligero para amenizar los programas de los medios masivos de comunicación (64).
Por otra parte, el ascetismo exagerado y la exigencia de una igualdad liminar son ideologías justificatorias que tratan de disimular y compensar un profundo y fuerte sentimiento de envidia. La mayoría de los afectos y las teorías antiaristocráticas se nutren de esa experiencia de envidia, que es una de las características más profundas y duraderas de la psique humana. Se puede afirmar que la envidia es algo más vigoroso y resistente que el anhelo de libertad y resulta, bajo el ropaje de la igualdad, mucho más peligrosa para una sociedad razonable que jerarquías basadas en principios hereditarios. En el fondo, los igualitaristas desarrollan un apetito incontrolable por diversiones baratas e indignas, por honores circunstanciales y, sobre todo, por bienes materiales; estos designios culminan en el régimen menos igualitario que uno puede imaginarse, en la plutocracia. Su peligrosidad se deriva de su carácter engañoso y larvado: el millonario que ve los mismos programas de televisión que sus empleados o el primer secretario del partido comunista que se viste como el obrero modesto disimulan la inmensa concentración de poder que tienen en sus manos y encumbren la colosal distancia que existe entre élite y masa. Por otra parte, la genuina aristocracia, cuyo paradigma es la nobleza hereditaria, representa un contrapeso al mundo gris de la tecnoburocracia, demasiado uniformado y racionalizado (en sentido instrumental), precisamente debido a la característica contingente de ser miembro de la misma, a su ritos curiosos y a sus costumbres anacrónicas: un contrapeso adecuado tiene que proceder de un principio constituyente distinto y alternativo. Finalmente hay que recordar que las aristocracias tradicionales resultaron más humanas y menos peligrosas para el destino del mundo que las nuevas élites que han emergido por «esfuerzo propio» en la segunda mitad del siglo xx: los nuevos ricos en América Latina y África, las mafias en Rusia, las direcciones partidarias en países socialistas y las élites funcionales en las democracias occidentales. La existencia de una aristocracia hereditaria absorbería el primer lugar del prestigio social-histórico y del reconocimiento público, y así se podría mitigar, aunque sea parcialmente, las ansias de prestigio de estos grupos y desviar su energía realmente asombrosa (incluida su capacidad de corromper a la sociedad y sus inclinaciones autoritarias) hacia otras metas más inofensivas.
En un ensayo poco conocido, Lord Ralf Dahrendorf se preguntó por qué la modernidad conlleva la posibilidad de una terrible barbarie y por qué países como Gran Bretaña han desplegado durante el siglo xx una afinidad muy reducida hacia fenómenos como el fascismo, el nacionalismo y el comunismo. Según su teorema, esto se debería a una modernización incompleta: Gran Bretaña habría sido la primera sociedad en introducir el Estado de Derecho y una amplia vigencia de los derechos humanos, pero habría conservado instituciones contrapuestas a la usual legitimación moderna democrática, como la Cámara de los Lores, la High Church anglicana, el Civil Service, el sistema universitario y, sobre todo, la presencia de la antigua aristocracia en el campo cultural. Esta influencia habría sido decisiva a la hora de crear y consolidar valores de orientación: las normativas aristocráticas constituirían un dique contra la posibilidad de regresión y barbarie que está contenida en la modernidad democrática (65).
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Notas:
(50) Sobre la concepción de EDMUND BURKE, cf. GEORGE H. SABINE: A History of Political Thought [1937], Harrap, Londres, 1966, págs. 608-618. Cf. una curiosa opinión divergente: MARIO VARGAS LLOSA: «Diana o la caja de los truenos», en La Razón, La Paz, 7 de septiembre de 1997, pág. A 7: Hoy en día habría que mantener a los monarcas como se preserva a las momias en los museos: en la penumbra y la distancia.
(51) Cf. NORBERT ELIAS: Die höfische Gesellschaft. Untersuchungen zur Soziologie des Königtums und der höfischen Aristokratie (La sociedad cortesana. Investigaciones sobre la monarquía y la aristocracia cortesana), Luchterhand, Neuwied/Berlín, 1969, pág. 68 sq.
(52) Cf. WALTHER R. BERNECKER: «El papel político del rey Juan Carlos en la transición», en Revista de Estudios Políticos núm. 92, Madrid, abril/junio de 1996, págs. 113-135; JOSÉ MARIA TOQUERO: Franco y Don Juan: la oposición monárquica al franquismo. Barcelona, 1989; LAUREANO LÓPEZ RODÓ: La larga marcha hacia la monarquía, Noguer, Barcelona, 1976; CHARLES T. POWELL: El piloto del cambio. El Rey. la monarquía y la transición a la democracia, Barcelona, 1991; JUAN FERRANDO BADÍA: Teoría de la instauración monárquica en España. Madrid, 1975; desde el punto de vista del derecho constitucional cf. JUAN FERRANDO BADÍA: «La monarquía parlamentaria española actual», en Revista de Estudios Políticos, núm. 13, enero/febrero de 1980; RAMÓN COTARELO: «La jefatura del Estado en el sistema político español», en Debate abierto. Revista de Ciencias Sociales, núm. 2, Madrid, primavera/verano de 1990, págs. 23-39; MANUEL FERNÁNDEZ-FONTECHA TORRES/ALFREDO PÉREZ DE ARMIÑÁN y DE LA SERNA: La monarquía y la constitución. Civitas, Madrid, 1987; PABLO LUCAS VERDÚ (comp.): La corona y la monarquía parlamentaria en la Constitución de 1978, Universidad Complutense, Madrid, 1986; MARIANO GARCÍA CANALES: «La forma monárquica en el artículo 1.3 de la Constitución española», en Debate abierto, núm. 3, otoño/invierno de 1990, págs. 9-40.
(53) J. M. BRICEÑO GUERRERO: El laberinto de los tres minotauros. Monte Ávila, Caracas, 1994, pág. 184 sq.
(54) BARRINGTON MOORE: Soziale Ursprünge von Diktatur und Demokratie. Die Rolle der Grundbesitzer und Bauern bei der Entstehung der modernen Welt (Los orígenes sociales de la dictadura y la democracia. El rol de los terratenientes y los campesinos en el surgimiento del mundo moderno), Suhrkamp, Frankfurt, 1974, pág. 477 sq.
(55) Sobre la existencia de una élite del poder a lo largo de la historia española (y la debilidad concomitante de la aristocracia hereditaria), cf. JOSÉ ANTONIO MARAVALL: Poder, honor y élites en el siglo XVII, Siglo XXI, Madrid, 1979, pág. 8, 160, 192, 199 y passim. Sobre élites funcionales y políticas contemporáneas cf. el instructivo artículo de PETER WALDMANN: «Élite / Elitetheorie» (Élite/teorías sobre élites), en DIETER NOHLEN (comp.): Pipers Wörterbuch zur Politik (Léxico Piper de política), vol. I, t. 1, Piper, Munich, 1985, págs. 181-183.
(56) SIR ISAIAH BERLÍN: «Benjamín Disraeli, Karl Marx and the Search for Identity», en BERLÍN: Against the Curren!. Essays in the History of Ideas, Hogarth, Londres, 1980, págs. 252-286; cf. «Introduction», en ibid., pág. XXXVIII.
(57) GEORGES RUDÉ: Europa en el siglo XVIII. La aristocracia y el desafio burgués, Alianza, Madrid, 1980; OTTO BRUNNER: Adeliges Landleben und europäischer Geist (Vida de campo de los nobles y espíritu europeo), Salzburgo, 1949. Cf. la crónica de HAJO SCHUMACHER sobre la actual nobleza en la República Checa: «Willkommen, Herr Graf» («Bienvenido, señor conde»), en Der Spiegel, núm. 35, Hamburgo, 1994, págs. 140-147.
(58) HANS JONAS: Das Prinzip Verantwortung. Versuch einer Ethik für die technologische Zivilisation (El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica) [1979], Suhrkamp, Frankfurt, 1984, pág. 85, 189 sq., 197.
(59) Cf. JÜRGEN HABERMAS: «Die Dialektik der Rationalisierung» (La dialéctica de la racionalización), en Merkur. Zeitschrift für Europäisches Denken, vol. VIII, Munich, agosto de 1954, pág. 721 sq.
(60) MAX WEBER: Wirtschaft und Gesellschaft. Grundriss der verslehenden Soziologie (Economía y sociedad. Compendio de la sociología comprensiva) [1922], Colonia/Berlín, 1964, págs. 813, 826-828. Cf. ARTHUR MITZMAN: op. di., nota 10, págs. 212, 215-217, 220 sq., 268.
(61) MAX WEBER: Politik ais Beruf. op. cit., nota 25, pág. 15 sq.
(62) HORKHEIMER/ADORNO: Dialektik der Aufklärung. op. cit., nota 14, pág. 158.
(63) ERICH FROMM: Die Revolution..., op. cit., nota 3, pág. 33.
(64) HANS MAGNUS ENZENSBERGER: Mittelmass und Wahn. Gesammelte Zerstreuungen (Mediocridad y locura. Distracciones reunidas), Suhrkamp, Frankfurt, 1991, pág. 128 sq., 263, 271.
(65) LORD RALF DAHRENDORF: «Widersprüche der Modernität» (Contradicciones de la modernidad), en MAX MILLER/HANS-GEORG SOEFFNER (comps.): Modernität und Barbarei. Soziologische Zeildiagnose am Ende des 20. Jahrhunderls (Modernidad y barbarie. Diagnóstico sociológico hacia fines del siglo XX), Suhrkamp, Frankfurt, 1996, pág. 197 sq.
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