II. LA RELIGIÓN EN CUANTO FUENTE DE SENTIDO
H. C. F. MANSILLA, Lo razonable de la tradición.
Una revisión crítica de algunos principios premodernos (II)
El mundo del hombre es el mundo de la cultura, creado a lo largo de milenios y consagrado a moldear estructuras sociales y normas de conducta que suplen los defectos de nuestros instintos desarrollados sólo parcialmente. La cultura tiene por tarea esencial brindar un entorno de estabilidad a esta especie de índole precaria, entorno que le ha permitido desplegar un notable potencial civilizatorio. Pero estas estructuras y normas constituidas por los mortales —su «segunda naturaleza»— no exhiben la solidez y la permanencia de los instintos que son característicos del reino animal: continuamente tienen que ser afianzadas y reformadas, recreadas y justificadas. Son intrínsecamente inseguras y transitorias y por ello sujetas a cambios permanentes. El hombre es consciente del carácter tornadizo de sus productos, y, por consiguiente, uno de sus mayores esfuerzos reside en tratar de otorgar estabilidad a sus obras. Las leyes y las instituciones tienen también por objetivo el reducir el temor que los mortales sienten hacia lo inestable, el caos, el desorden y el sinsentido, pues estos fenómenos le recuerdan atávicamente el peligro en el que se halla su especie desprovista de fuertes instintos frente a las amenazas de una naturaleza y una vida siempre inciertas. Puesto que no se puede vivir en una incertidumbre total y perenne, el hombre debe dar sentido a su existencia individual y colectiva dentro del misterioso cosmos; la religión ha sido hasta ahora el proyecto más amplio y efectivo para reducir ese temor básico, precisamente porque es algo más que una ilusión y un autoengaño: además de limitar el terror primigenio, la fe religiosa representa un ensayo más o menos consistente de dar sentido a los designios humanos (17). A este concepto de religión se refiere este ensayo, y no a la moderna religión del progreso, conformada, según Erich Fromm, por la nueva trinidad de la producción económica irrestricta, la libertad individual absoluta y la felicidad personal ilimitada (18), credo que llena a sus adeptos de energía y vitalidad, pero que no les transmite ni sentido de la vida ni felicidad duradera. La «industria de la cultura» ofrece ciertamente a sus muchos y fanáticos creyentes un pequeño paraíso tangible, que es, en el fondo, una imagen reproductora de la misma vida cotidiana ligeramente aderezada y que contiene, sobre todo, la suave pero efectiva sugerencia de regresar a esa existencia diaria con un discreto contentamiento. «El placer fomenta la resignación, la que pretende olvidarse en aquél» (19).
Puesto que las estructuras humanas, y más aún aquellas del campo sociopolítico, requieren de un fuerte mecanismo consolidatorio, la religión ha jugado evidentemente el rol de factor legitimador de los regímenes más diversos a lo largo del desenvolvimiento histórico. Ritos religiosos y fragmentos dogmáticos han servido indudablemente para justificar y estabilizar gobiernos y sistemas, dinastías y castas sacerdotales. Pero desde un comienzo la religiosidad transcendió ese papel instrumental: el credo aceptado por una comunidad ha contribuido a mediar entre los intereses egoístas y las necesidades colectivas, evitando de este modo serias perturbaciones de la evolución socio-cultural. Y esto ha sido posible precisamente porque la religión, en la mayoría de los casos, engloba creencias, normativas, prácticas y visiones del mundo compartidas por los más variados estratos sociales. El fenómeno religioso transciende la característica de un mero encadilamiento, una ideología justificatoria o un instrumento manipulativo de consciencias porque representa la necesidad y el anhelo de los mortales de comunicarse con lo infinito, de acercarse a lo absoluto, anhelo constitutivo de la naturaleza humana, que emerge desde lo más íntimo del hombre y fuera de sus múltiples estrategias para mejorar su existencia terrenal, las que permanecen mayoritariamente dentro de la dimensión de una racionalidad sólo instrumental. Como ya lo vio de modo clarividente Michel de Montaigne, la porción central de la religiosidad es un intento de comunicación con la esfera numinosa, que tiene que suceder ineludiblemente por medio de la lengua humana y con ayuda de las imágenes, las metáforas y las alegorías de nuestra limitada inteligencia (20). De todas maneras no hay duda de que la cultura humana, incluyendo la más «evolucionada», proviene del culto religioso: las manifestaciones culturales son «religión hecha carne» (T. S. Eliot), derivadas de ceremonias, normas, ritos y preceptos dedicados primordialmente a lo sagrado. Se trata de un quehacer que combina la disciplina racional con la fantasía intuitiva y a veces creadora, quehacer que debe ser cultivado, cuidado, practicado y hasta repetido con emoción, amor y, si es posible, con talento (21). Al contrario de la casi totalidad de los actos adscritos a la razón instrumental, en la religión como en el arte nuestros esfuerzos se dirigen a una meta y no a un medio para alcanzar otro objetivo: la contemplación y meditación teológicas, la admiración por la belleza de una obra de arte, el entusiasmo por una acción social desinteresada, la satisfacción por haber ayudado a una persona o hasta la mera preparación de un jardín —antiguamente consagrados a los dioses tutelares—, dejan vislumbrar tenues pero inextinguibles hilos con la esfera de lo numinoso, y es por ello que estas prácticas, plenas de sentido suficiente, están compenetradas de un sentimiento inefable de silenciosa dicha.
La dotación de sentido y la función integradora de los credos en casi todas las sociedades han sido los grandes fenómenos estudiados por la filosofía y la sociología de la religión. Hoy en día es un lugar común recordar que fenómenos de anomia y desintegración sociales, como el suicidio, exhiben una prevalencia significativamente mayor en sociedades secularizadas, donde las doctrinas y las prácticas religiosas se hallan en un proceso de franca decadencia (22). Hasta pensadores nada afectos a conjeturas teológicas han admitido que las visiones religiosas son necesarias para sobrellevar la vasta contingencia del desarrollo humano, el carácter básicamente aleatorio del mundo social (23). Frente a la confusión atroz que son la esfera del mundo natural y la crónica de la historia humana, los hombres han buscado siempre un fundamento interpretativo que brinde un mínimo de unidad y sentido al río de los sucesos: el reconocimiento de lo sagrado fue el modelo primigenio de toda búsqueda de la verdad. El camino para el pensamiento racional sistemático fue desbrozado en primer término por la experiencia de lo sagrado y el ensayo concomitante de hallar verdad y sentido en medio del caos aterrador de un cosmos desconocido. Aunque la ciencia moderna parece habernos liberado definitivamente de estos temores y pese a que las modas contemporáneas de pensamiento se complazcan en celebrar como positivos el desorden, la confusión y lo asistemático, no podemos prescindir totalmente de este impulso primordial protorracional de ordenamiento, reflexión y conocimiento, que está ligado íntima e inextricablemente a la religión y sus prácticas. Por ejemplo: la búsqueda de los orígenes —la investigación en torno al comienzo del universo, de la materia y de la vida, la indagación por las raíces más remotas del cosmos, el intento de penetrar todos los secretos del tiempo y el espacio— sigue ejerciendo una fascinación perdurable e intensa, cuyo impulso es de procedencia teológico-religiosa (24). Por otra parte, Max Weber señaló en un pasaje famoso que la experiencia de la irracionalidad del mundo ha sido el motor de la evolución religiosa: todos los credos tratan de descifrar cómo ha sido posible que la fuente de omnipotencia y bondad haya creado el universo nuestro, que es el del sufrimiento inmerecido, de la injusticia no castigada y de la estulticia irremediable (25). La religión y la teología se presentan, desde un comienzo, como fenómenos ambivalentes y problemáticos: el problema de la teodicea, por ejemplo, la legitimación de Dios en medio de la maldad generalizada, ha sido ciertamente un estímulo considerable y perdurable para el raciocinio humano.
La actual desconfianza frente a las pretensiones universalistas de la razón y el renacimiento del interés intelectual por lo fragmentario y lo precario comparten, paradójicamente, afinidades teológicas. El interés por las grietas de la continuidad histórica, la afición por la ensayística asistemática, la comunicación y comunión con otras esferas de la actividad cultural y la concepción del arte en cuanto acceso privilegiado a la verdad conforman el impulso antimonista y estímulos sustanciales de la Escuela de Frankfurt (26) y de otras corrientes importantes del pensamiento contemporáneo, estímulos que denotan un notable trasfondo religioso. Se puede afirmar que precisamente en el siglo xx la vida intelectual y la creación filosófica serían mucho más pobres sin el enriquecimiento —a veces decisivo— que han experimentado mediante el contacto con utopías, temas, dudas y postulados de origen teológico-religioso.
Max Weber afirmó que sólo la religión brindaba «los últimos motivos reales» para la actuación humana y, por consiguiente, el fundamento para sistematizar el comportamiento de la vida cotidiana (27). Es muy probable que la religiosidad haya conformado el fundamento para toda reflexión ética y para la construcción de nuestros códigos morales. Y para ello se requiere de algo más que meros cálculos estratégicos para sobrevivir y para prevalecer sobre el prójimo (como muchas teorías «realistas» conciben la ética de modo reduccionista e instrumentalista). Todo sistema ético requiere de una confianza liminar que predomine entre la mayoría de los miembros de la sociedad, como aquélla que brindan los nexos primarios entre padres e hijos, que son semejantes a los que se dan entre Dios y sus criaturas.
Por otra parte, es deplorable que se haya diluido la nostalgia por el más allá, como anotó Max Horlcheimer (28), porque las sociedades modernas —en sus versiones capitalista y socialista—, que florecen sin creencias religiosas y que construyen fáciles paraísos materialistas para todos, se alejan, en el fondo, del designio de hacer más llevadera la vida en la Tierra. El genuino placer, y no el grosero de esta época, preserva el recuerdo del paraíso cantado en los textos sagrados. La verdadera felicidad y sus correlatos, las nociones de desamparo, aflicción y soledad, están, de alguna manera, vinculadas a la idea de una verdad enfática, y ésta, a su vez, a la concepción de Dios. Toda concepción y actividad políticas razonables contienen, así sea indirectamente, principios teológicos fundamentales, como ser el amor al prójimo, el respeto a los derechos del otro y la solidaridad de todo lo viviente frente a la muerte y la desgracia. De acuerdo a Horkheimer, toda política que no preserve estos elementos de genuina religiosidad se convierte en una mera administración de negocios, por más éxitos y astucia que exhiba (29).
La nostalgia por el más allá podría fundamentar una solidaridad exenta de dogmatismo, que no proclame un saber absoluto ni una solución científicamente irrebatible, pero que pueda señalar, con una buena dosis de pesimismo, lo que hay que conservar y lo que se debe modificar en la praxis humana y en medio del arrollador progreso material. El genuino sentimiento religioso nos lleva a pensar que los horrores del pasado no pueden quedar para siempre sin expiación y que hay aspectos negativos y turbios en el presente más brillante. El anhelo de que el mundo real con todas sus crueldades no constituya lo definitivo, une a todos los seres humanos que no quieren ni pueden conformarse con las injusticias de la realidad. En todo hombre sensible seguirá subsistiendo un profundo dolor existencial a causa de todas las cosas espantosas que han pasado sobre la Tierra y por todos los sufrimientos infligidos al hombre y a la naturaleza; una forma de consuelo sería saber que esos sufrimientos podrían encontrar una compensación en aquello que las religiones llaman eternidad. Dios se convierte así, según Max Horkheimer, en la meta de la nostalgia y el homenaje humanos y deja de ser un objeto de posesión y saber (30). Hay que insuflar nuevo ímpetu al designio de no olvidar las iniquidades pasadas: el verdugo no debe tener la última palabra, la maldad no debe quedar sin castigo. Para ello es indispensable la añoranza por un ser transcendente que encarne la posibilidad de justicia inexorable, aunada a una bondad ilimitada. Sin una base teológica no puede fundamentarse el postulado de que el amor es mejor que el odio. En una sociedad donde lo único que cuenta es la obtención de ganancias materiales y en la que florecen únicamente nociones positivistas y empiricistas del saber científico, es imposible aseverar que la rectitud y el amor son más convenientes que la iniquidad y el odio, máxime si estos últimos nos brindan claras ventajas materiales, como suele ocurrir habitualmente (31). Hay que considerar que la racionalidad instrumental, alimentada precisamente por sus éxitos en la dominación del mundo objetivo y exenta de un espíritu de modestia ante la naturaleza y la esfera íntima del hombre, puede transformarse en una convicción dogmática y soberbia que no se deja irritar ni conmover por Auschwitz o Hiroshima.
Es vano salvar un sentido del mundo y de la historia si se asevera, al mismo tiempo, que Dios no existe (32). El mundo contemporáneo, de una actividad enfermiza y de éxitos materiales sin precedentes, es simultáneamente un mundo tedioso, donde la reflexión crítica es calificada de vana especulación y donde el individuo no halla sentido a sus múltiples esfuerzos y se refugia en las drogas, en el hedonismo vulgar, en el consumo irracional y en todas las supersticiones modernas, que van desde la astrología hasta el renacimiento de idolatrías. Para la cientificidad moderna, que es, en el fondo, meramente tecnicista, se ha convertido en un algo pueril y hasta necio debatir sobre el sentido de la historia y la existencia del hombre, las metas últimas del desarrollo social, la valoración humanista de los regímenes políticos, los derechos propios de la naturaleza y, obviamente, sobre las relaciones entre lo relativo y lo transcendente. Así, en medio de un progreso material y un nivel de vida nunca vistos antes, termina la filosofía realmente seria. Como escribió George Steiner, la concepción enfática de sentido presupone la transcendencia: comprender y criticar las obras de reflexión y creación, exponerse a la magia de la música y del arte, encontrarse con el otro en estado de libertad y percatarse de las notables facultades del habla constituyen momentos donde se vislumbra la presencia de Dios —y en los que siempre queda un resto misterioso, un sentido inefable, que en cada nueva generación exige una renovada interpretación, la que, a su vez, estimula un nuevo acto creativo (33). Hay verdadera creación artística porque le precedió la Creación divina; en las obras verdaderamente grandes del arte y la literatura flota un hálito divino —su inexplicable calidad estética: su diálogo con Dios—, que es precisamente el elemento que garantiza su vigencia y esplendor allende la existencia de su autor. La creación artística reproduce e imita la primera creación, como lo han reconocido los grandes artistas. Y la creación divina permanece la única realmente necesaria, porque ésta fue la que transformó la nada en algo (34).
La concepción de religiosidad aquí postulada posee notables antecedentes históricos. Erich Fromm mostró que el Antiguo Testamento contiene elementos de un humanismo radical que no ha envejecido: la obligación de respetar el derecho a la vida de todas las criaturas, el liberarse de idolatrías supersticiosas, la unidad de la raza humana, el postulado de la paz universal, la existencia de una armonía interior basada en el amor al prójimo, la independencia de las decisiones éticas tomadas en libertad y el alcanzar una consciencia plena de la realidad atravesando el manto de ficciones e ilusiones. La obediencia a las leyes divinas representaría la negación de la sumisión total a los poderes temporales que haya podido edificar el hombre. Según Fromm Dios es una de las «diferentes expresiones poéticas del valor más alto del humanismo, pero no una realidad en sí mismo» (35). Pero aun bajo esta reserva, Fromm reconoció que el credo hebreo y las grandes religiones orientales han puesto el cimiento más duradero para una convivencia razonable entre los mortales: lo realmente importante no es el dogma correcto, sino el actuar adecuadamente en la praxis (36). El Antiguo Testamento y los exégetas judíos inauguraron no sólo la teología —es decir: el pensamiento prefilosófico—, sino también la introspección moral, la emancipación de la razón humana con respecto al mito y el animismo y, sobre todo, la caracterización de Dios como la quintaesencia de la justicia (37).
En los primeros testimonios de reflexión religioso-filosófica, ante todo en los himnos y las leyendas de la antigua Mesopotamia, se hallan ya los grandes temas existenciales de la humanidad: la protesta contra la muerte individual, la soledad y el desamparo del individuo en el mundo, el sufrimiento de aquel que actúa con justicia, el sinsentido de la rectitud en la mayoría de los casos y la consciencia de la desolación en medio de la vida social. En estos fragmentos se trasluce un claro espíritu escéptico y hasta pesimista, que, sin renegar de Dios, se niega a justificar la muerte y el dolor en función de metas superiores (38).
Esta ausencia de reconciliación con algo que brinde legitimidad al padecimiento del hombre y la presencia simultánea de un pensamiento protocrítico en las manifestaciones religiosas más antiguas contradice la muy difundida opinión de que la religión ha sido y es una mera ideología (el mecanismo de la casta sacerdotal para mantener a la humanidad en la indigencia espiritual), la racionalización de los resentimientos de los débiles y otros lugares comunes recurrentes desde la Ilustración hasta Friedrich Nietzsche o, mejor dicho, desde Francis Bacon hasta marxistas y posmodernistas. Teorías contemporáneas, que se complacen en mezclar todos los enfoques posibles en un sólo análisis, no perciben en las religiones, los mitos, las visiones del mundo y las costumbres de los pueblos extraeuropeos una sustancia de derecho propio y de valor en sí mismo, sino únicamente etapas preparatorias para un desenvolvimiento similar al de la razón occidental, a la que se le atribuye una función paradigmática. Los representantes de estas teorías son antropólogos e investigadores del pensamiento «primitivo», imbuidos de una fuerte inclinación eurocéntrica, que mediante su curiosa ars combinatoria terminan por postular la uniformidad de la evolución teológica, cognitiva e histórica de todas las sociedades y, por ende, un desarrollo lógico estructurado jerárquicamente y de carácter universal (39). Estos ejercicios de exégesis etnográfica confunden los esfuerzos racionalizadores y legitimizadores de muchos credos e imágenes cosmológicas con la racionalidad intrínseca de las grandes confesiones. Todas las manifestaciones religiosas —los rituales, las doctrinas, las prácticas— tienen una índole histórica por ser humanas; la historicidad de estos fenómenos y los análisis crítico-genéticos, por más justificados que estén, no nos pueden dar luces sobre el meollo de una experiencia mística, la esencia de la religión, la sustancia de lo sagrado (40).
La religión en cuanto la alienación del hombre de sí mismo (Ludwig Feuerbach), el suspiro de la criatura oprimida por la sociedad y la naturaleza (Voltaire y Condorcet), la enfermedad proveniente del miedo y otras teorías más refinadas (como las elaboradas a partir del psicoanálisis de Sigmund Freud), representan una visión demasiado estrecha del fenómeno religioso (41), visión condicionada por el optimismo científico-técnico de los últimos siglos y afín a inclinaciones tecnocráticas (como en el caso del Marqués de Condorcet y sus múltiples sucesores liberales y socialistas). Nietzsche se complació en exageraciones y extremismos que precisamente por ser tales resultan ahora tan populares y que resumen los intentos más serios de impugnar la religión. Toda filosofía y religión serían mera ideología, es decir una consciencia necesariamente falsa consagrada a justificar lo injustificable; la individuación —a la cual tanto contribuyó el cristianismo— representaría la raíz de todo mal por desbaratar la unidad primigenia del mundo (42). La ética constituiría una mentira necesaria para un ser como el hombre que quiere ser engañado, y la esperanza sería el peor de los males, porque prolongaría el sufrimiento humano (43). El cristianismo es percibido por Nietzsche exclusivamente como el agente corruptor de un hipotético gran desarrollo histórico, como la automutilación del espíritu y la renuncia a toda libertad y todo orgullo y en cuanto el resentimiento del enfermo y el débil contra el sano y fuerte (44). Nietzsche partió característicamente de la «verdad» que él atribuyó sin más a su «psicología del cristianismo»: el haberse originado en el «espíritu del rencor» (45). Así la conciencia de culpabilidad se limitaría a ser el agravio que el hombre experimenta cuando la «estrechez sofocante» de la organización social y de la paz le obligan a domeñar sus instintos, es decir cuando ocurrió «la separación violenta de su pasado animal», hacia el cual el hombre preservaría una añoranza inextinguible (46). Gran parte de estos argumentos provienen de una persona a quien no le fue muy bien en la vida emotiva y cotidiana y que tiende a exhibir un desencanto excesivo disfrazado de saber mundano, categórico y desenvuelto; también dimanan de los lugares comunes (y de las ilusiones) de la Ilustración y del racionalismo, como ser la posibilidad de un pensamiento absolutamente objetivo, irrestrictamente crítico, libre de todo prejuicio «demasiado humano» —una creencia no exenta de una buena porción de autoengaño y una arrogancia luciferiana.
Por lo demás, el avance de las mismas ciencias, especialmente la antropología, la epistemología y la reflexión genuinamente innovadora de los grandes descubridores en ciencias naturales, han diluido la frontera entre los mitos y la religión, por un lado, y la crítica filosófico-ideológica (como la mencionada) y los procedimientos estrictamente científicos, por otro. La agudeza del filósofo como Nietzsche, la «objetividad» del investigador y de los resultados obtenidos en sofisticados laboratorios ya no se diferencian en forma clara ni menos definitiva de la «subjetividad» atribuida a los saberes influidos por tradiciones culturales premodemas. La sobrevaloración de un tipo de quehacer científico basado en la expansión del dominio científico-tecnológico del hombre sobre la naturaleza y la subestimación concomitante de la teología, los mitos y las intuiciones artísticas y personales representan un producto histórico, es decir transitorio, de una determinada etapa de la evolución humana; épocas posteriores bien pueden llegar a otras conclusiones. Y el actual endiosamiento de la razón científica —especialmente en su versión instrumentalista— no puede ocultar fuertes sesgos y prejuicios eurocéntricos, irracionales como cualesquiera otros. El más grave de ellos es pensar que existe una solución técnica para todos los inmensos desarreglos ecológicos causados exclusivamente por el hombre y que, siendo ésto así, podemos proseguir con la conciencia limpia y despreocupada en nuestra labor de explotar la naturaleza sin restricciones, si ello parece ser positivo y provechoso para la futura humanidad. Un ser finito —como es el hombre— se arroga la facultad de disponer infinitamente sobre el presente y el futuro de todo el universo, colocándose en el centro del mismo y comportándose como si él fuese el único telos de la Creación (47): toma el lugar de Dios, se transforma en un ídolo soberbio y sanguinario, que exige cada vez mayores sacrificios (los recursos de la Tierra), hasta que se llegue a la total extenuación de recursos y seres vivientes. La religión, y sobre todo los grandes credos orientales, nos pueden enseñar aquí la indispensable humildad para tratar a nuestro entorno, para utilizar modesta y razonablemente sus recursos finitos y también para encontrar en el cosmos motivos de admiración y gratitud.
La mayoría de las críticas eruditas de la esfera de lo sagrado no diferencian entre la religión y sus múltiples instituciones —como la Iglesia católica— y tampoco entre el núcleo filosófico de la religiosidad y los dogmas para consumo popular. Las instituciones y los dogmas son obras humanas, demasiado humanas casi todas ellas, y, por consiguiente, fenómenos deplorables en sumo grado. Han sido y son proclives a ser manipuladas para los fines más innobles, como las pasiones nacionalistas, las luchas étnicas, las guerras civiles y la defensa de privilegios insostenibles, como es el caso contemporáneo del fundamentalismo islámico y de fenómenos similares (48). En general las iglesias en cuanto instituciones han perdido hoy en día su atractivo para los fieles, su capacidad de brindar ayuda, consuelo y solidaridad y su facultad de contestar las grandes preguntas existenciales y metafísicas de los mortales; con pocas excepciones, defraudan las necesidades genuinamente religiosas de sus adherentes. La modernización exhaustiva de la vida social y la secularización de las sociedades altamente desarrolladas hacen aparecer como obsoletas las funciones convencionales de las iglesias; a ello han contribuido también las propias iglesias (sobre todo las protestantes) mediante las doctrinas teológicas de la liberalización, la desmistificación y la dilución de los contenidos dogmáticos. Por ello las sectas de las más variada especie y constitución van tomando su lugar, ofreciendo una amalgama posmoderna de fragmentos de una fe antigua, astrología en todas sus variantes, folclore al gusto del día, prácticas esotéricas, éxtasis y comercio. Las nuevas confesiones tan populares en los Estados Unidos y el Tercer Mundo están ciertamente muy al día: tratan a los fieles como consumidores, jamás ofrecen «productos» que conlleven esfuerzos intelectuales y privilegian las emociones (cuanto más corpóreas, mejor) en detrimento de las legítimas creencias. Los dogmas se han transformado en productos de consumo simbólico privado. Por ello lo recuperable de la religión se encuentra en su impulso filosófico-humanista y no en los credos y las prácticas populares de las iglesias y sectas, que en la inmensa mayoría de todos los casos han fomentado normativas totalitarias, colectivistas e irracionales (49).
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Notas:
(17) Cf. PETER L. BERGER: Zur Dialektik von Religion und Gesellschafl. Elemente einer soziologischen Theorie (Sobre la dialéctica entre religión y sociedad. Elementos de una teoría sociológica), Fischer, Frankfurt, 1988, pág. 7, 23 sq., 87. Cf. también EMILE DURKHEIM: Les formes élémentaires de la vie réligieuse [1912], París, 1990; PETER L. BERGER: The Precarious Vision, Doubleday, New York, 1961; los notables compendios: FRIEDRICH FORSTENBERG: Religionssoziologie (Sociología de la religión), Luchterhand, Neuwied/Berlín, 1964; N. BIRNBAUM/G. LENZER (comps.): Religionssoziologie, Kiepenheuer & Witsch, Colonia/Berlín, 1967.
(18) ERICH FROMM: Haben oder Sein. Die seelischen Grundlagen der neuen Cesellschaft (Tener o ser. Las bases anímicas de la nueva sociedad) [1976], DTV, Munich, 1981, pág. 13 sq.
(19) MAX HORKHEIMER/THEODOR W. ADORNO: Dialektik der Aufklärung. Philosophische Fragmente (Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos), Querido, Amsterdam, 1947, pág. 169; cf. la importante obra de ROLF WIGGERSHAUS: Die Frankfurter Schule. Geschichte, theoretische Entwicklung, politische Bedeutung (La Escuela de Frankfurt. Historia, desarrollo teórico, significación política), Hanser, Munich, 1986, pág. 376.
(20) MICHEL DE MONTAIGNE: Die Essais (Los ensayos), Leipzig, 1953, pág. 201; sobre esta temática y el indispensable vínculo de una lengua humana, cf. PETER L. BERGER/THOMAS LUCKMANN: «Sociology of Religion and Sociology of Knowledge», en Sociology and Social Research, vol. 47, núm. 4, julio de 1963. Cf. asimismo JOACHIM MATTHES: Einführung in die Religionssoziologie (Introducción a la sociología de la religión), vol. I, Religion und Gesellschaft (Religión y sociedad), Rowohlt, Reinbek, 1967, pág. 21 sq., 45, 58.
(21) Cf. JÜRGEN HABERMAS: «Notizen zum Missverhältnis von Kultur und Konsum» (Notas sobre la desproporción entre cultura y consumo), en Merkur. Zeitschrift für Europäisches Denken, vol. X, Munich, marzo de 1956, pág. 213.
(22) Cf. JOACHIM MATTHES: Einführung in die Religionssoziologie (Introducción a la filosofía de la religión), vol. II: Kirche und Gesellschaft (Iglesia y sociedad), Rowohlt, Reinbek, 1969, pág. 43. Éste fue uno de los teoremas centrales de EMILE DURKHEIM: Der Selbstmord (El suicidio) [1897], Luchterhand, Neuwied/Berlín, 1969, pág. 181, 229.
(23) Cf. NIKLAS LUHMANN: Funktion der Religion (La función de la religión), Suhrkamp, Frankfurt, 1977, passim; TRAUGOTT SCHÖFTHALER: «The Social Foundations of Morality», en Social Compass, vol. XXXI, núms. 2/3, 1984, págs. 185-197; THOMAS LUCKMANN: Das Problem der Religion in der modernen Gesellschaft, Rombach, Freiburg, 1963.
(24) Cf. MlRCEA ELIADE: Die Sehnsuchl nach dem Ursprung. Von den Quellen der Humanität (La nostalgia por el origen. Sobre las fuentes de la humanidad), Suhrkamp, Frankfurt, 1989, pág. 11 sq., 60. Cf. también FRANCOISE CHAMPION/DANIÉLE HERVIEU-LÉGER: De l'émotion en religión: renouveaux el traditions, Le Centurión, París, 1990.
(25) MAX WEBER: Politik als Beruf (Política como profesión) [1919], Duncker & Humblot, Berlín, 1958, pág. 60.
(26) Sobre la influencia de la Cabala judía sobre Waher Benjamín y otros pensadores de la Escuela de Frankfurt cf. JORGEN HABERMAS: «Die verkleidete Tora. Rede zum 80. Geburtstag von Gershom Scholem» (La tora disfrazada. Discurso para el octogésimo cumpleaños de Gershom Scholem), en HABERMAS: Politik. Kunst. Religion (Política, arte, religión), Reclam, Stuttgart, 1978, pág. 128.
(27) MAX WEBER: Gesammelte Aufsätze zur Wirtschaftslehre (Ensayos reunidos sobre economía), compilación de Johannes Winckelmann, Mohr-Siebeck, Tübingen, 1985, pág. 503; cf. WILHELM HENNIS: Max Webers Fragestellung (Las preguntas suscitadas por Max Weber), Tübingen, 1987; R. BRUBAKER: The Limits of Rationality. An Essay on the Social and the Moral Thought of Max Weber, Londres, 1984.
(28) MAX HORKHEIMER: Notizen 1950 bis 1969 (Notas de 1950 a 1969), Fischer, Frankfurt, 1974, pág. 191.
(29) MAX HORKHEIMER: «Religion und Philosophie» (Religión y filosofía), en HORKHEIMER: Zur Kritik..., op. cit.. nota 8, pág. 229; HORKHEIMER: «Die Aktualität Schopenhauers» (La actualidad de Schopenhauer), en MAX HORKHEIMER/THEODOR W. ADORNO: Sociologica, II, EVA, Frankfurt, 1962, pág. 138. Sobre esta temática cf. WERNER POST: Kritische Theorie und metaphysischer Pessimismus. Zum Spätwerk Max Horkheimen (La Teoría Crítica y el pesimismo metafísico. Sobre la obra tardía de Max Horkheimer), Kosel, Munich, 1971, págs. 111-153.
(30) MAX HORKHEIMER: «Bemerkungen zur Liberalisierung der Religion» (Anotaciones sobre la liberalización de la religión), en HORKHEIMER: Sozialphilosophische..., op. cit., nota 7, pág. 135 sq.; cf. también ALFRED SCHMIDT: Drei Studien über Materialismus (Tres estudios sobre el materialismo), Hanser, München, 1977, pág. 108 sq., 116.
(31) MAX HORKHEIMER: Die Sehnsucht nach dem ganz Anderen (La nostalgia por lo totalmente otro), Furche, Hamburgo, 1970, pág. 60, 81.
(32) MAX HORKHEIMER: «Theismus-Atheismus» (Teísmo-ateísmo), en HORKHEIMER: Zur Kritik... op. cil.. nota 8, pág. 227. Cf. la crítica exhaustiva de JÜRGEN HABERMAS: «Zu Max Horkheimers Satz: "Einen unbedingten Sinn zu retten ohne Gott ist eitel"» (Sobre la sentencia de Max Horkheimer: «Es vano salvar un sentido incondicional sin Dios»), en HABERMAS: Texte und Kontexte (Textos y contextos), Suhrkamp, Frankfurt, 1991, pág. 124 sq. Según HABERMAS todo enunciado con pretensión de universalidad y comprensibilidad estaría basado en un «sentido incondicional» de verdad; este se daría en la situación ideal de comunicación libre entre todos los participantes e intérpretes, sin necesidad de acudir a postulados trascendentes, es decir a Dios y lo absoluto. El «momento ideal de lo absoluto» residiría en los procesos fácticos de la actuación comunicativa y, obviamente, no podría brindar aquellos ingredientes típicos de la religión, como ser el consuelo existencial y la compensación por las iniquidades del mundo, ni tendría nada que ver con ellos (ibid., pág. 125). Aquí Habermas reproduce un lugar común de su obra tardía, confundiendo la posible verdad inmersa en enunciados surgidos de la actuación comunicativa, aplicable en mayor grado a problemas de constatación científica (relación entre enunciado y realidad), con el concepto enfático de sentido, aplicable en mayor grado a la vida individual y social y que conlleva un juicio valorativo. Mucho antes, MAX HORKHEIMER había ya señalado que cada frase del habla intentaba dar forma a una intención de sentido verdadero y no necesariamente a un designio de éxito y dominio, y que esto se debía al trasfondo de la metafísica teológica. Cf. HORKHEIMER: Die Aktualität.... op. cit., nota 29, pág. 138.
(33) GEORGE STEINER: Von realer Gegenwarl. Hat unser Sprechen Inhall? (Presencias reales. ¿Tiene contenido el hablar?), Hanser, Munich, 1990, págs. 13 sq., 279-283.
(34) Ibid., págs. 263-295.
(35) ERICH FROMM: Y seréis como dioses, Paidós, Buenos Aires, 1967, pág. 13, 19, 23, 29, 70, 72.
(36) ERICH FROMM: Die Kunst des Liebens (El arte de amar), Ullstein, Frankfiirt, 1973, pág. 106; cf. WOLFGANG SLIM FREUND: «Der Hebräer Erich Fromm-Mutmassungen eines Sympathisanten» (El hebreo Erich Fromm-conjeturas de un simpatizante), en Die Dritte Welt, vol. 8, núms. 3/4, Neustadt, 1980, págs. 409-416.
(37) Cf. también la obra clásica sobre esta temática: WILLIAM A. IRWIN/H. FRANKFORT/H. A. FRANKFORT: «El pensamiento prefilosófico», Los hebreos, vol. II, FCE, México, 1958, pág. 97, 138. Como se sabe, la religión judía inauguró asimismo la era de los credos antropocéntricos que conllevan una degradación del cosmos: la especificidad y la gloria del Hombre residirían en su participación en la esencia y sabiduría divinas y en su distancia con respecto a la naturaleza y los animales.
(38) H. FRANKFORT/H. A. FRANKFORT/JOHN A. WILSON/THORKJLD JACOBSEN: «El pensamiento prefilosófico», Egipto y Mesopotamia, vol. I, FCE, México, 1958, pág. 167-284.
(39) Sobre la teoría sistémico-evolucionista de la religión y la cultura, enriquecida por fragmentos del marxismo, la Escuela de Frankfurt y cuanta doctrina esté de moda, cf. RAINER DÖBERT: Systemtheorie und die Entwicklung religiöser Deutungssysteme (La teoría sistémica y el desarrollo de los sistemas interpretativos religiosos), Suhrkamp, Frankfurt, 1973; DÖBERT: «Zur Logik des Übergangs von archaischen zu hochkulturcllen Religionssystemen» (Sobre la lógica de la transición de sistemas religiosos arcaicos a sistemas de cultura avanzada), en KlAUS EDER (comp.): Seminar: Die Entstehung von Klassengesellschaften (Seminario: el surgimiento de sociedades clasistas), Suhrkamp, Frankfurt, 1973, págs. 330-363; ROBERT N. BELLAH: «Religiöse Evolution» (Evolución religiosa), en CONSTANS SEYFAHRTH/WALTER M. SPRONDEL (comps.): Seminar: Religion und gesellschaftliche Entwicklung (Seminario: la religión y el desarrollo social), Suhrkamp, Frankfurt, 1973, págs. 267-302. JÜRGEN HABERMAS se adhirió en lo fundamental a esta posición: Habermas, Kultur und Kritik. Verstreute Aufsátze (Cultura y crítica. Ensayos dispersos), Suhrkamp, Frankfurt, 1973, pág. 396 sq.
(40) MIRCEA ELIADE: Die Sehnsucht.... op. cit., nota 24, pág. 79.
(41) Para un buen compendio de la crítica racionalista de la religiosidad cf. JOACHIM MATTHES: Religión und Gesellschaft, op. cit., nota 20, pág. 69-71; para un análisis de la religión como fenómeno social ampliamente difundido y sometido a reglas, rutinas y estatutos, sin compartir credos religiosos, cf. ibid., pág. 15 sqq. Cf. también LORD BERTRAND RUSSELL: Whylam not a Christian, Alien & Unwin, Londres, 1957, passim; en la misma línea JOACHIM KAHL: Das Elend des Christentums oder Plädoyer für eine Humanität ohne Gott (La miseria del cristianismo o argumento por una humanidad sin Dios), Rowohlt, Reinbek, 1968 (con amplia bibliografía).
(42) FRIEDRICH NIETZSCHE: «Die Geburt der Tragödie aus dem Geiste der Musik» (El nacimiento de la tragedia del espíritu de la música) [1872], en NIETZSCHE: Studienausgabe (Edición de estudio; compilación de HANS HEINZ HOLZ), t. I, Fischer, Frankfurt, 1968, pág. 65.
(43) NIETZSCHE: «Menschliches, Allzumenschliches. Ein Buch für freie Geisten) (Humano, demasiado humano. Un libro para espíritus libres), en NIETZSCHE: op. cit., t. II, pág. 58, 70.
(44) NIETZSCHE: «Jenseits von Gut und Böse. Vorspiel einer Philosophie der Zukunft» (Allende lo bueno y lo malo. Preludio de una filosofía del futuro), en NIETZSCHE: op. cit., t. III, pág. 61; NIETZSCHE: «Der Antichrist» (El Anticristo), en ibid.. pág. 224, 234, 239.
(45) NIETZSCHE: «Ecce homo. Wie man wird, was man ist» (Ecce homo. Como uno llega a ser lo que es), en NIETZSCHE: op. cit., t. IV, pág. 204 sq.
(46) NIETZSCHE: «Zur Genealogie der Moral» (Sobre la genealogía de la moral), en NIETZSCHE: op. cit., t. IV, pág. 79 sq.
(47) MAX HORKHEIMER: Die Aktualität..., op. cit.. nota 29, pág. 138. Sobre la contribución del cristianismo y de la Iglesia Católica a un desarrollo pro-ecológico y conservacionista, cf. la obra colectiva: Cultura, ética y religión frente al desafío ecológico, CIPFE, Montevideo, 1989.
(48) Sobre los fundamentalismos en numerosas sociedades y religiones cf. el número monográfico de Der Überblick, vol. 33, núm. 1, Hamburgo, marzo de 1997. Cf. por ejemplo sobre la instrumentalización política del fundamentalismo islámico: DIETER SENCHAAS: «Droht ein internationaler Kulturkampf?» (¿Nos amenaza una lucha internacional cultural?), en Universitas, vol. 49, núm. 9 (= 579), Stuttgart, septiembre de 1994, págs. 817-830.
(49) Cf. el brillante ensayo de IMELDA VEGA-CENTENO: «Sistemas de creencia. Entre la oferta y la demanda simbólicas», en Nueva Sociedad, núm. 136, Caracas, marzo/abril de 1995, pág. 57. Sobre el rol actual de iglesias y sectas en América Latina cf. este mismo número monográfico de Nueva Sociedad, dedicado al tema «Religión y cambio social». Sobre la religiosidad popular latinoamericana cf. una opinión totalmente divergente de la aquí expuesta: PEDRO MORANDÉ: Cultura y modernización en América Latina. Pontificia Universidad Católica de Chile, Santiago, 1984.
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