Hace algún tiempo nos preguntábamos cuál
era el significado, la función del islam en el misterioso plan divino. ¿Por
qué, después de Jesucristo, Mahoma? ¿Qué misión iba a cumplir en la
organización providencial este monoteísmo surgido de improviso e imprevisto?
A estas consideraciones que intentamos
hacer al plantearnos estas cuestiones, tal vez se le añadiría otra de igual
importancia, cuyo rango se pone de especial manifiesto a causa de la guerra en
el golfo Pérsico contra el Iraq de Saddam Hussein.
El despliegue en los desiertos de Arabia
de la mayor coalición de la historia, con una potencia de alcance varias veces
superior a la exhibida en toda la segunda guerra mundial, sería del todo
incomprensible desde una perspectiva puramente política o militar. ¿Se ha hecho
todo este gigantesco esfuerzo sólo para permitir el retorno a la patria a un
emir multimillonario y a su corte de esposas, concubinas, eunucos y demás
acaudalados cortesanos? ¿Las democracias occidentales en acción de guerra —y,
por si fuera poco, ondeando motivaciones idealistas— para reinstaurar un
régimen semifeudal? ¿El mundo entero decidido a llegar hasta el final en nombre
de un país como Kuwait que prácticamente no «existe», siendo poco más que una
construcción artificiosa del colonialismo europeo, trazada con una regla sobre
el desierto más estéril y sin casi población «indígena», puesto que casi todos
los habitantes son emigrados recientes?
En efecto, creemos que, tras la rendición
de Iraq, nadie se conmovió viendo a emires y cortesanos abandonar, con sus
gruesos anillos y relojes de oro macizo, el lujoso hotel de Arabia Saudí
utilizado como «sede del gobierno en el exilio» para regresar a Kuwait City con
un cortejo de Rolls Royce. Por otro lado, Kuwait era famoso (y criticado) en el
mundo por su fuerte rechazo a compartir con los «hermanos musulmanes» la
increíble riqueza producida por el petróleo. Alguna que otra dádiva, como la
efectuada para la construcción de la mezquita de Roma, no anulaba en modo
alguno la fama de avaricia egoísta. ¿Se había enviado a la juventud de
Occidente a sufrir y a arriesgar la vida por amor a estos sátrapas mimados?
Por supuesto, el petróleo explica algunas
cosas. Estados Unidos e Inglaterra, los líderes de la coalición pro Kuwait,
poseen en sus respectivos territorios pozos suficientes como para llegar a la
autosuficiencia. Pero el pequeño país del golfo Pérsico no interesa tanto por
ser proveedor de crudo como por su enorme concentración financiera: de sus
miles de millones de dólares (de los que sólo una pequeña parte se consigue
invertir en el propio país) dependen increíbles intereses con sede en las
bolsas de Londres y Nueva York. Estados Unidos (y, en parte también Gran
Bretaña) tienen además una deuda pública alarmante apuntalada con los medios
financieros que obtienen sin esfuerzo los magnates kuwaitíes de esos
novecientos pozos que los iraquíes han incendiado por el camino.
Probablemente, la cruzada internacional
proclamada por Estados Unidos, con la cobertura de la ONU, a favor de aquel
remoto arenal es uno de los poquísimos casos en los que el tosco esquematismo
marxista (la guerra como medio de defensa y ofensa del capitalismo) se ha
acercado en cierto punto a la realidad. Pero tampoco aquí, como de costumbre,
puede explicarlo todo la economía. En esta guerra ha habido «algo» más. Ese
«algo» que se esconde detrás del «Nuevo Orden Mundial» del que tantas veces
habló el presidente norteamericano Bush, al igual que el líder británico y el
presidente francés.
¿No parecería demasiado excesivo sacar a
colación un «Nuevo Orden Mundial» para una guerra de trasfondo regional, contra
un país cuyo ejército, a pesar de estar armado por rusos y también por
occidentales, prácticamente no pudo reaccionar? El balance de víctimas en la
coalición occidental fue al final igual a una pequeña parte de los muertos en
las carreteras de cualquier fin de semana.
Un principio de explicación puede venir
del hecho, recordado explícitamente por el Gran Maestro de la masonería
italiana, Di Bernardo, en una entrevista publicada en La Stampa en marzo
de 1990. Al igual que casi todos sus predecesores desde los tiempos de George
Washington, George Bush es desde siempre un seguidor de las logias. Es más,
posee «un grado 33 del Rito Escocés Antiguo y Admitido». O sea, ocupa el grado
más alto de la pirámide de los «Hermanos».
El Dios tantas veces invocado por el presidente, antes, durante y después de la guerra es, sin la menor duda — según la tradición del poder americano, por otro lado—, el Gran Arquitecto, cuya simbología se basa antes en el dólar que en el Dios de Jesucristo.
El Dios tantas veces invocado por el presidente, antes, durante y después de la guerra es, sin la menor duda — según la tradición del poder americano, por otro lado—, el Gran Arquitecto, cuya simbología se basa antes en el dólar que en el Dios de Jesucristo.
Éstas son ideas complejas, que han de
exponerse con mucha prudencia dado el peligro de caer en el delirio del
«ocultismo» esotérico o en la obsesión de quien detrás de la Historia sólo ve
el «gran complot» de sociedades secretas. Sin embargo, es cierto que el término
«Nuevo Orden Mundial» pertenece desde siempre al vocabulario masónico, es más,
representa la meta final de esta orden. Un mundo «nuevo», una humanidad
«nueva», una religión «nueva», sincretista y, por consiguiente, tolerante y
universal que se alzará sobre las ruinas de los credos «dogmáticos», los
grandes enemigos contra los cuales combate el «humanismo» masónico desde 1717.
El cristianismo y el islamismo son los
«grandes enemigos». El primero, al menos en su versión protestante, hace tiempo
que además de capitular se unió sin rodeos a la lucha de las logias: la
presencia de los grandes dignatarios anglicanos (seguidos luego por los de
otras confesiones) es constante desde los inicios de la masonería. Algo similar
ocurrió en la ortodoxia oriental, cerrada en parte sobre su arqueologismo y, al
nivel de las altas jerarquías, en parte también convertidas al Gran Arquitecto.
Es un dato cierto, por ejemplo, que el difunto y prestigioso patriarca de
Constantinopla, Atenágoras, perteneció a las logias. Respecto al catolicismo,
es muy evidente la actual conversión de al menos una parte de la intelligentsia
clerical de Occidente a un «humanismo» entreverado de sincretismo,
defendido en nombre de la «tolerancia».
El islamismo permanece como un resistente
baluarte, enrocado en la defensa del «dogmatismo» religioso. Como ya se dijo:
«El único grave y, por el momento, insuperable obstáculo para el Nuevo Orden,
para el Gobierno Mundial masónico lo constituye el islam: aunque las altas
cúpulas de esos pueblos también estén infiltradas, las masas musulmanas no
están dispuestas a aceptar una ley que no sea la del Corán y un poder político
basado en un "Dios" impreciso y no en el Alá del que habló Mahoma. Si
tiene que haber un gobierno mundial, el islam no está dispuesto a aceptar
ninguno que no lleve el sello del Corán y sus mandamientos».
¿Es éste, pues, el significado
providencial (que sólo ahora empieza a quedarnos claro) de la aparición y la
persistencia del islam? ¿Tal vez se encuentra en su oposición radical a un
mundo unificado por la economía occidental y por un vago espiritualismo basado
en una divinidad desvinculada de cualquier verdad revelada, y que por eso pone
a todos de acuerdo? ¿Son aquellos que quieren seguir creyendo en el monoteísmo
revelado por las Santas Escrituras semíticas y no en el que subyace en la Carta
de la ONU los que, al constituir un verdadero obstáculo para el programa
masónico, cumplen así el papel establecido ab aeterno por la
Providencia?
No hay que olvidar, para seguir con el
Golfo, la campaña de odio y difamación desarrollada en Occidente contra la teocracia
del Irán de Jomeini: precisamente, para destruir este régimen fue por lo que
Estados Unidos armó a Iraq, al que ahora combaten para premiarlo por su
espíritu «laico», o, más aún, «agnóstico». Y puede que el conocimiento de todo
este entramado explique la tenaz oposición a la guerra de un Papa que, por esta
muestra de pacifismo, ha tenido que sufrir la campaña de difamaciones de los
líderes «atlánticos» y sus medios de comunicación.
Fuente:
Vittorio Messori, «Leyendas negras de la Iglesia». Editorial Planeta, S.A. 1ª
ed., 9ª imp. (10/2000). IX. Las otras historias. 54. Islam (páginas 223-228).
[Tr.: Stefanía María Ciminelli; Celia Filipetto; Juana María Furió]. ISBN 13:
978-84-08-01778-3. ISBN 10: 84-08-01778-0.
Imagen: A Muslim prays at a British mosque in
solidarity with the family of a taxi driver (AFP).
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