11 feb 2008

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?



JUAN PABLO II, Carta Apostólica Salvifici doloris (11 de febrero de 1984), sobre el sentido cristiano del sufrimiento humano, 18:

«Después de las palabras en Getsemaní vienen las pronunciadas en el Gólgota, que atestiguan esta profundidad —única en la historia del mundo— del mal del sufrimiento que se padece. Cuando Cristo dice: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué Me has abandonado?”, Sus palabras no son sólo expresión de aquel abandono que varias veces se hacía sentir en el Antiguo Testamento, especialmente en los Salmos y concretamente en el Salmo 22 [21], del que proceden las palabras citadas (Ps 22 [21],2). Puede decirse que estas palabras sobre el abandono nacen en el terreno de la inseparable unión del Hijo con el Padre, y nacen porque el Padre “cargó sobre Él la iniquidad de todos nosotros” (Is 53,6) y sobre la idea de lo que dirá San Pablo: “A Quien no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros” (2 Cor 5,21). Junto con este horrible peso, midiendo “todo” el mal de dar las espaldas a Dios, contenido en el pecado, Cristo, mediante la profundidad divina de la unión filial con el Padre, percibe de manera humanamente inexplicable este sufrimiento que es la separación, el rechazo del Padre, la ruptura con Dios. Pero precisamente mediante tal sufrimiento Él realiza la Redención, y expirando puede decir: “Todo está acabado” (Io 19,30).

Puede decirse también que se ha cumplido la Escritura, que han sido definitivamente hechas realidad las palabras del citado Poema del Siervo doliente: “Quiso Yavé quebrantarlo con padecimientos” (Is 53,10). El sufrimiento humano ha alcanzado su culmen en la pasión de Cristo. Y a la vez ésta ha entrado en una dimensión completamente nueva y en un orden nuevo: ha sido unida al amor, a aquel amor del que Cristo hablaba a Nicodemo, a aquel amor que crea el bien, sacándolo incluso del mal, sacándolo por medio del sufrimiento, así como el bien supremo de la redención del mundo ha sido sacado de la cruz de Cristo, y de ella toma constantemente su arranque. La cruz de Cristo se ha convertido en una fuente de la que brotan ríos de agua viva (cf. Io 7,37-38). En ella debemos plantearnos también el interrogante sobre el sentido del sufrimiento, y leer hasta el final la respuesta a tal interrogante».

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