¡Roma, Roma!
29. ¡Oh Roma cristiana!, esa sangre es tu vida; por esa sangre tú eres grande e iluminas con tu grandeza aun los restos y las ruinas de tu grandeza pagana, y purificas y consagras los códigos de la sabiduría jurídica de los pretores y de los césares! ¡Tú eres madre de una justicia más alta y más humana, que te honra a ti misma, a tu cátedra y a quien te escucha! ¡Tú eres faro de cultura, y la civilizada Europa y el mundo te deben cuanto de más sacro y de más santo, cuanto de más sabio y más virtuoso realza a los pueblos y embellece su historia! ¡Tú eres madre de caridad: tus fastos, tus monumentos, tus hospitales, tus monasterios y tus conventos, tus héroes y tus heroínas, tus heraldos y tus misioneros, tus épocas y tus siglos, con sus escuelas y sus universidades, ponen de relieve los triunfos de tu caridad, que todo lo abraza, todo lo sufre, todo lo espera, todo lo realiza por hacerse toda para todos, para consolar y aliviar a todos, para sanar a todos y llamarlos a la libertad dada al hombre por Cristo, y tranquilizar a todos con aquella paz que hermana a los pueblos y que de todos los hombres, bajo cualquier cielo, cualquier lengua y costumbre que los separan, hace una sola familia, y del mundo una patria común!
30. Desde esta Roma, centro, roca y maestra del cristianismo, ciudad eterna en el tiempo más por Cristo que por los césares, Nos, movido por el deseo ardiente y vivísimo del bien de cada uno de los pueblos y de toda la humanidad, a todos dirigimos nuestra palabra, rogando y conjurando que no se retrase el día en que en todos los lugares donde la hostilidad contra Dios y su Cristo arrastra hoy a los hombres a su ruina temporal y eterna prevalezcan mayores conocimientos religiosos y nuevos ideales; el día en que sobre la cuna del nuevo ordenamiento de los pueblos resplandezca la estrella de Belén, anunciadora de un nuevo espíritu que mueva a cantar a los ángeles Gloria in excelsis Deo, y a proclamar ante todas las gentes, como don al fin otorgado por el cielo, pax hominibus bonae voluntatis (Lc 2, 14). Después que haya amanecido la aurora de aquel día, ¡con qué gozo naciones y gobernantes, libre ya el espíritu de los temores de amenazas y de renovación de conflictos, transformarán las espadas, desgarradoras de pechos humanos, en arados que surquen, bajo el sol de la bendición divina, el fecundo seno de la tierra para arrancarle un pan, bañado, sí, con sudores, pero nunca más con sangre y lágrimas!
Pío XII, Radiomensaje En el alba y en la luz (24 de diciembre de 1941)
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